En busca del Vinalopó (II)

– ¿Puedo llevarme uno?

– Por supuesto señor, para eso están.

Subo a mi cuarto y examino más detenidamente la susodicha Guía turística y cultural. Luego de los consabidos Saludas de los próceres de ciudad y provincia, se adjunta una breve descripción de las fiestas de moros y cristianos locales, en honor de nuestra señora de las Virtudes, patrona local. En la página trece, bajo el epígrafe de “Actos que no se debe perder” se lee en el último párrafo: “Día  ocho, a las seis de la tarde, representación de la conversión del moro al cristianismo en el altar mayor de la iglesia arciprestal de Santiago. A las seis y media, solemne procesión.” Precisamente, el ángulo superior derecho de esa misma página está ocupado por una fotografía a todo color en la que se ve a un barbudo caballero, fácilmente reconocible por sus negras y recias botas cristianas, ante el que se inclina un pérfido moro, fácilmente identificable por su calzado curvo y puntiagudo. Detrás del solemne dúo, se alza la imagen de la Virgen de las Virtudes en su emplazamiento sobre el altar mayor de la iglesia arciprestal de Santiago. Al pie de la foto puede leerse: “Conversión del moro al cristianismo.”

Yo apenas conozco la fiesta de moros y cristianos de Villena. Tan solo tengo una vaga recolección quinceañera  de ruidos disonantes de pólvora, mucho colorido, abundante ruido y no poca aglomeración. En realidad, apenas soy aficionado a fiesta alguna. Pertenezco al partido minoritario, pero más numerosos de lo que pudiera creerse, de los nacidos en la ciudad del Turia a quienes no les hace ni pizca de gracia lo de las Fallas.

“¿Tú crees que esto de la conversión merece la pena? Me pregunto.

“Por lo menos parece original.” Es la respuesta.

Aprovecho el intervalo horario para disfrutar de una merecida siesta y darme una ducha y, antes de las seis, me dirijo al centro de la villa.

La plaza hierve de gente. De joven yo solía parar por allí. En la recoleta rebotica de la farmacia de mi tío, leía la poesía y prosa de Boris Pasternak y otros autores rusos, rodeado de frascos, recetas y el tibio rumor de un aljibe. Aquel era un Villena apacible, agrícola, pausado y manchego.

El Ayuntamiento, de sobria factura renacentista y armonioso claustro de arcos ojivales, se enfrenta a la fábrica gótica de la iglesia arciprestal. Entre ellos se encuentran el caserón del museo festero y, como extraña guinda de un pastel, la masa rubro gris de la novísima Casa de Cultura.

En la escalinata lateral del templo, se agolpan diversos caballeros cristianos de distintos ropajes, cada uno de los cuales porta un pendón de proporciones considerables. La cohorte de abanderados se dispone a penetrar en el sacro recinto, Les sigo. Marcho hasta el fondo del templo y me coloco junto a la entrada principal, al lado de la pila de agua bendita. Allí, blanquecino, macilento y mal afeitado, un joven drogata intenta hacer su triste agosto. Le doy veinte duros. Las sólidas columnas helicoidales le dan a la vasta estancia un cierto aire oriental. Un marco muy apropiado, pienso yo, para la representación que está a punto de comenzar.

Capitán moro y cristiano salen a escena y se sitúan en el altar mayor de cara a los fieles. Ambos lucen satinados ropajes negros con brocados dorados y relucientes armaduras. Desde donde yo estoy, la forma más fácil de identificar al uno del otro es por el color del penacho de plumas del yelmo que portan bajo el brazo. Turquesa el agareno, azabache el bautizado. Con voz potente y bien timbrada, el primero atrona el aire con un largo soliloquio, ensalzando las virtudes del Islam y su confianza en el triunfo sobre el cruzado. Parca y sucintamente, con voz algo más humilde y no tan sonora, le contesta el caudillo cristiano. Desenvainan las espadas, se baten y, casi con desgana, resulta vencedor el de la Cruz. Acaba la pieza a la manera tradicional, con el moro de hinojos. Pero, en la actitud del vencedor se percibe un vago gesto de incomodidad, como de disculpa.

“¿A ti no te parece que todo esto suena a tongo?

“Hombre, cierto es que, en las fiestas, los ropajes cristianos cada vez se asemejan más a los de la morisca. Es natural, a los modistos les gusta lucirse y la moda cristiana no da para mucho.”

“Lo mismo paso a lo largo de ese periodo conocido como la Reconquista. Los reyes cristianos siempre mostraron una clara tendencia a adornar su corte de oriental vistosidad.”

“A veces, el mundo da muchas vueltas para acabar en el mismo sitio.”

Salgo del templo por la puerta principal que, curiosamente, da a un pequeño callejón que aun conserva su aire medieval. Tengo una sed de mil demonios. Tuerzo a la derecha camino de la Corredera y la amplia avenida de la Constitución. A ambos lados de la vía se alzan sólidos graderíos formados de tubos de hierro y planchas de madera. El pavimento aparece cubierto de confeti, serpentinas y otros objetos de fiesta. Penetro en una concurrida heladería. Un gigantón de acento y aspecto extranjero y aire profesoral, vestido con gorra chillona y pantalones a cuadros, y acompañado de dos matronas de similar complexión, ataviadas con multicolores faldas acampanadas, solicita dos limonadas pequeñas y un café granizado bien grande. A su lado un trío de mocitas quinceañeras, breves minifaldas, negras botas de alta caña y altísimo tacón, maquillaje y carmín, solicitan tres bombas con voz melosa, a la par que barriobajera. El barman vierte en un gran receptáculo de plástico una buena ración de limón granizado y la rocía con un generoso chorro de ginebra barata. Tentado estoy de pedir una de lo mismo, pero, en el último segundo, cambio de opinión y me decido por un granizado de buen tamaño de café y limón. Salgo de nuevo a la calle. Delante de mí camina una familia compuesta por un moro nazarí, que camina con muletas, y una corsaria que empuja un carrito ocupado por un niño de unos tres años vestido de labrador. La gente comienza a  ocupar sus asientos en los graderíos. Por fuerza, deben ser gentes pasada la cincuentena o que no ha llegado a la pubertad, aparte, naturalmente, de los visitantes foráneos. Según la ya citada Guía Turística y Cultural el casi 30% de la población desfila encuadrada en alguna de las comparsas. Si, en la cabalgata de los carnavales de Río de Janeiro, la cuota de participación fuera de proporciones parecidas tardaría mes y medio en desfilar.

Son más de las diez de la noche. Las mortecinas luces del arrabal apenas me permiten distinguir la calzada. Por encima de mi cabeza vuelan pesados camiones, a los que, poco más alla, engulle un oscuro túnel excavado en la roca. Allá, en la Corredera, continua el desfile, escuadra tras escuadra y comparsa tras comparsa.

En el norte de Europa se vive para trabajar, en el sur se trabaja para vivir. En este rincón sudoriental de la península se vive y se trabaja  para hacer posible la fiesta.

“¿Es este, amigo mío, el modelo del futuro, o un pueblo anclado en el pasado?

“Es una sociedad que solo tiene en cuenta el presente”

Arribo de nuevo al restaurante donde almorcé pocas horas antes. Ahora es un oasis de paz. Un camarero se pasea con gesto derrengado entre las mesas. Otros dos medio dormitan apoyados en la desierta barra. Pido un filete con patatas y un flan y lo riego todo con todo con un par de cervezas y una copa de anís on the rocks.

Con pisada vacilante camino los poco cientos de metros que me separan del albergue. Me entregan la llave, asciendo al cuarto, me desvisto y me entrego a los brazos de Morfeo.

El Vinalopó a su paso por Elche un día de lluvias torrenciales.
El Vinalopó a su paso por Elche un día de lluvias torrenciales.

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