En busca del Vinalopó (II)

“Hombre, si son las fiestas de moros y cristianos villeneras”, recordé. “Ahora si que la hemos hecho buena”, proseguí, “y yo que pensaba hospedarme en la Salvaora y zamparme allí un buen relleno y un suculento triguito picao. Aquello debe estar de bote en bote. A ver si no encuentro ni un mal sitio donde pasar la noche.”

Recordé que a las afueras, en el polígono industrial al borde de la carretera general, había un hotel de carretera y decidí encaminar mis pasos hacia allí.

A medida que me acercaba a la medieval ciudad, otrora importante capital de un marquesado que abarcaba parte de lo que hoy constituyen las provincias de Alicante, Albacete y Cuenca, el retumbar de espingardas, trabucos y mosquetes se iba haciendo más y más audible. El valle de Bíar llegaba a su fin, abriéndose hacia tierras murcianas. Recortadas por las plomizas colinas y el azul del cielo, los grandes espacios se perfilaban en el horizonte. Cada paso mío era contestado por una nueva descarga. Poco a poco el cauce fue desapareciendo por completo, tragado por los campos de uno y otros con el beneplácito o, al menos, la vista gorda, de la Confederación Hidrográfica del Júcar, que es la entidad encargada de proteger las aguas fluviales por estos contornos.

La carretera local de Bíar a Cañada se cruza en mi camino. Poco más allá, encuentro una sombra al amparo de una caseta de adobe. Son las doce pasadas. Aprieta la sed y el agua escasea. Ingiero mi ración de frutos secos, tomo un pequeño sorbo y garabateo unas notas.

“Espero que esta sea la última parada antes de verme ante un buen jarro de cerveza” Me digo.

No hay contestación.

De la carretera mencionada, parte un camino de herradura que parece ir bordeando la sierra de la Villa. A ambos lados los campos están en barbecho y el blancuzco terreno resquebrajado por la luz y el calor del sol. De pronto, el terreno comienza a encajonarse y agrietarse como la piel de un gigantesco paquidermo, formando una hendidura de más de veinte metros de profundidad. El camino de herradura desaparece engullido por el tajo. Me veo obligado a marchar a través de unos terrosos bancales jalonados de vides que se abren al corte. Descubro unos enormes pilares de cemento y ladrillo que emergen de la hondonada y mi camino se ve obstruido por  un terraplén. Son los restos de la infraestructura de la “Chicharra” que, después de viajar hasta Bíar, ha vuelto a retomar el camino hacia el norte en busca de Villena. Intento salvar el terraplén, pero me encuentro que al otro lado se abre al vacío. No tengo más remedio que seguir su curso  hasta una enorme gravera. Es sábado y el ingenio está desierto. Las maquinas descansan como agotados seres antidiluvianos y a su lado, en buen orden, forman dos docenas de polvorientos camiones hormigoneras. Cuido mis pasos porque el terreno está plagado de zonas de lodo blancuzco donde uno puede hundirse hasta más allá de la cintura. Tardo unos buenos veinte minutos en circundar aquel descampado de grava, cal y maquinaria. Más de una vez estoy a punto de besar el cenagoso suelo. Cuando, por fin, creo que me encuentro a salvo, una verja me corta el paso y dos ruidosos mastines vienen a mi encuentro.

– Torcido, Fermín, estaos quietos. Venid paqui. – Suena la voz de un individuo como de unos sesenta años, gorra campera y pantalones de pana, que aparece de detrás de una tapia. –  Buenos días nos de Dios, qué se le ofrece.

– Nada, estaba dando un paseo y me he despistado. ¿Se puede alcanzar la carretera de Bíar a Villena desde aquí?

– Ahí mismico, detrás del portillo.

– Muchas gracias.

Me echo la mano a la visera de mi gorra, y reculo todo lo dignamente que puedo sin apartar la vista de los canes.

– Con Dios, a pasarlo bien

Al asfalto de la carretera le envuelve un extraño silencio, han cesado las salvas de la arcabucería. No obstante, de vez en  cuando, rachas perdidas de viento traen un regusto a pólvora y, por encima de la sierra de la Villa, se adivinan penachos de humo flotando sobre el castillo de los Pachecos. Una camioneta rencorosa y sollozante se adelanta. A ambos lados de la carretera lucen  lustrosos campos de vides y huertos de ciruelos, las cunetas están vigiladas por mansos plátanos de paseo y alguna que otra solitaria encina. Me paro en el arcén y consulto el mapa. El lecho artificial del río debe de dar comienzo por estos parajes. El pretil de un puente me avisa. Abandono la carretera y, por una suave rampa, desciendo hasta una especie de rambla artificial, por cuya margen derecha transcurre una estrecha senda. Comienzan a aflorar de nuevo las putrefactas flores urbanas: quincalla en descomposición, plásticos plateados, paraguas sin luto y colchones agujereados por los insomnios de costumbre. Al rato, la rambla se convierte en un amplio canal de unos veinte metros de anchura y unos cuatro de profundidad, por encima del talud izquierdo corre un amplio camino de sirga. Aquello tiene un aire irreal, como si algún ser gigantesco hubiera abierto el campo con un bisturí.

Garceta cómun en el Pantano de Elda. Autor: Néstor Rico Campos.
Garceta cómun en el Pantano de Elda. Autor: Néstor Rico Campos.

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