“Qué hora será”
“Las tres menos cuarto”
“Habrá que comer algo, digo yo.”
“Dios, no dais cuartelillo.”
Abro la ducha y dejo que el agua fría recorra mi cuerpo durante un buen rato. Me seco y me ponga ropa limpia para mi paseo vespertino. Salgo al pasillo, camino con una cadencia algo artiesclerótica y alcanzo la calle.
El lugar me es perfectamente conocido. Con frecuencia paro por allí para tomar un café o poner gasolina. Tuerzo hacia la derecha, paso por delante de la fachada posmodernista de una fábrica de lámparas, atravieso las emanaciones ustibles de una gasolinera y me llego hasta la cafetería-restaurante en la que suelo hacer alto en mis viajes hacia Madrid o la costa. El ruido y la aglomeración reinan en su interior. Aquello parece los bastidores de un teatro justo en el momento antes de comenzar una zarzuela. Abigarrada y vociferante, una multitud humeante de mascados habanos mira los cabellos de las señoras cubiertos de laca y las mejillas untadas de afeites. El gentío, calzado con babuchas y ataviado con chalecos y bombachos de raso y turbantes de las Mil y una Noches, disputa hostilmente viandas, sillas, mesas y barra con otra multitud cubierta de falsas cotas de malla, supuestos parches de pirata o falaces calzas negras de renacentista estudiante salmantino. Camareros sin disfraz alguno, cargados como mulos de jarras de cerveza, copas de toda índole y cansancio en piernas y ojos, tratan de evitar, casi a ciegas, a una chiquillería berreante y clamorosa que se mueve como anguilas entre el mar de velos multicolores, penachos de plumas y alfanjes de latón.
– Marchando dos de ensaladilla rusa, una de caracoles, tres de empanada y dos de pulpo a la gallega.
– Niño, estate quieto que estás molestando al señor.
El último taburete de la larga barra en forma de L esta milagrosamente vacante. Deslizándome como un lebrel al acecho de su presa, consigo llegar hasta el codiciado sitial.
– Qué va a ser.
– Una jarra de cerveza bien fría, por favor.
Tres cervezas, un chichón, un pepito de ternera y una ración de ensaladilla más tarde deje aquel caótico ensayo de opera bufa, no sin antes haberle dado los nudillos a un rapaz que casi me da con un trabuco en los morros.
– Me da la ciento doce, por favor.
El conserje de guardia ha cambiado. Ahora es un joven sonrosado y mofletudo con aspecto de estudiante de magisterio. Observo que sobre el mostrador se exhiben unos pequeños folletos. Me coloco los anteojos y leo:” Guía turística y cultural. Moros y Cristianos, Villena. El mencionado título se exhibe en el ángulo inferior derecho, el resto de la portada lo ocupa un a fotografía, a todo color, del castillo de la Atalaya -, también conocido como el de los Pachecos por ser Juan Pacheco, favorito de los reyes Juan II y Enrique IV allá por la segunda mitad del siglo XV, el Marques de Villena mejor conocido – donde, oteando el horizonte desde las almenas, aparece la Mahoma de Bíar, con su turbante multicolor, su faz barbuda y sus trazas de ninot de falla. Sepan aquellos que estén interesados en la cultura festera, que la tal Mahoma de Bíar consiste en una efigie de cartón de más de tres metros de altura que, en las fiestas de moros y cristianos de dicha ciudad, es conducida al recién conquistado castillo en una especie de procesión lúdica, conocida popularmente como el El Ball dels espies. Antiguamente, según cuentan los cronistas de la ciudad, el más famoso y popular de estos espías fue el Tío Picho quien, disfrazado de madre de Mahoma, portaba un cántaro al hombro. En el transcurso de los acontecimientos, el tal Tío Picho era atacado por un “paco” – hoy le llamaríamos francotirador – y al dar uno de los disparos en la vasija, esta se rompía en mil pedazos, saliendo de ella multitud de asustadas ratas que corrían como endemoniadas cuesta a bajo, metiéndose entre las piernas de las niñas, señoras y demás visitantes y espectadores. Los historiadores locales señalan, con orgullo, que esta suelta de los pequeños roedores fue siempre uno de los rasgos más característicos y populares de sus fiestas. Ni a la pobre madre del profeta dejaban nuestros ancestros en paz. Por qué estaba la Mahoma de Bíar en el adarve del castillo de los Pachecos fue un enigma que no fui capaz de resolver. Es de sobra conocido que en esto de las fiestas de moros y cristianos, como en otras muchas, la permeabilidad y trashumancia de vestuarios, discursos, tradiciones, actos lúdicos y demás es una constante histórica.
