En busca del Vinalopó (II)

Continua el viaje novelado de Francisco Peiró por el cauce del Vinalopó. Recuerden que si les resulta pesado leer el texto en la pantalla, pueden descargarse un pdf o directamente una versión para imprimir pinchando en los respectivos iconos justo debajo del título.

II

De niño, todo lo que tuviera que ver con estaciones de tren me parecía triste y miserable, y producía en mi ánimo un rencor sordo y agresivo. Tengo grabada en la memoria, como si fuera ayer, el sabor avinagrado y pastoso del humo de la Estación del Norte de Valencia y el estremecimiento que me producía el miedo a extraviarme entre aquella azarada multitud. Tan fuerte era ese sentimiento de temor que, antes de salir de casa, ya me veía, perdido y sollozante, buscando a mi padre bajo aquella bóveda retumbante de cristal y hierro. La noche anterior a nuestra partida soñaba con maletas vociferantes, me veía ignorado por gentes apresuradas y hoscas e intimidado por las máquinas que me lanzaban a la cara chorros de vapor. Sentía, entre las húmedas y pegajosas sábanas, los empujones y gritos de paquetes, bultos y animales de corral, los pisotones y codazos de rollizas matronas cubiertas de grises delantales y negros pañuelos, su boca destilando olor a ajo y su frente sudor; la peste a sobaquina de los bancos de piedra y el indescriptible olor a putrefacción de los urinarios. Todo ello mezclado, de alguna manera, con el aroma característico de la tortilla de patata y los boquerones en vinagre.

Odiaba las charlas entre las comadres, los viajantes de comercio y alguna que otra joven, a veces embarazada, con la cara marcada por enormes ojeras. Charlas en las que mi padre participaba alegremente a lo largo de las interminables horas que duraba el trayecto entre Valencia y Monóvar.

La visión de la huerta al salir de la ciudad hacía que se me encogiese el alma. Detestaba aquella planicie de un verdor uniforme y monótono que me hacía sentir como una verdura o una alcachofa más. Al llegar a Játiva las cosas mejoraban, el valle se ensanchaba, emergían las montañas y, poco a poco, el aire se impregnaba del olor seco y profundo del olivo, el romero, el tomillo y la resina de pino. Traspasados Mogente y Fuente la Higuera comenzaba a reconocerme en el paisaje de amplios horizontes, lomas grises y tierras desnudas, secas y pardas. La abigarrada multitud del cruce de La Encina, volvía  a ponerme de mal humor. Las gentes bajaban las sucias ventanillas para comprar toda clase de bebidas y viandas, y por los abiertos vanos entraban un frío de sudario y los alarmantes pitidos del jefe de estación.

Al entrar en Villena  mi pequeño corazón se henchía de ilusión. ¿Estaría allí, esta vez, aquel trenecito que casi parecía de juguete? La esperanza de aquella visión y el saber que solo quedaban tres paradas más hasta nuestro destino me levantaba el ánimo. Hasta el punto que, alguna que otra vez, me digne a sonreír a alguna de las rubicundas y bigotudas matronas e, incluso, a contestar con poco más que monosílabos a sus insulsas preguntas.

– ¿A dónde dijiste que vas ese tren tan pequeño, papa?

– Ese tren niño bonito – contestaba una de aquellas recias hembras, a quien nadie había dado vela en aquel entierro  – va  a Alcoy y viene de Yecla. Allí, precisamente, tengo yo un sobrino guardia civil. Dice su madre que pronto llegara a cabo, si señor.

Alcoy, Yecla. No sé porque, quizá por la película, se me antojaban lugares parejos a Marraquesh y Casablanca.  Parajes ignotos, lejanos, de romántico ensueño. Lugares misteriosos que, quizás, nunca llegaría a visitar. Soñaba con subir a aquel tren. Pero, nunca pude realizar mi sueño. A la pobre “Chicharra”, como se la conocía popularmente por estos andurriales, la jubilaron en 1969 después de casi cien años de viajes legendarios y exóticos sin que, por una causa u otra, pusiera yo pie en uno de sus liliputienses vagones.

Las hojas de mi diario de viaje revolotean entre el armónico rumor de los pinos, mientras las profundas costras del tronco marcan mi espalda, produciéndome un suave cosquilleo. Banyeres a mi izquierda y Benejama a mi derecha me miran lánguidamente. Solo el castillo de la primera, erguido y serio como el negativo de una foto, me niega su sonrisa. Al frente, frutales y viñedos me guiñan el ojo al pasearse por los suaves bancales del ondulado valle. Más allá, en los Altos de Martínez, el césped de pinos engalana las rocas. A mis espaldas el monte rasurado continúa enseñando sus vergüenzas de ramera rijosa. A mis pies, casi tocándome los tobillos, se extiende una senda recta y ancha que va camino de ninguna parte. Son los restos terrenales de mi viejo tren de juguete del que solo queda el terraplén de la vía que, por esta zona, va bordeando la vera de un río ya agonizante  que, entre matojos, zarzas y espinos, oculta su escuálido aliento.

Me levanto con gesto cansado. Vuelvo a ponerme mi vieja camisa de lino, a cuadros rojos y azules, que había extendido al sol sobre unos matorrales para secar el sudor del camino. Repongo en la mochila los frutos secos, los mapas y el cuaderno. Cierro la multicolor cantimplora y la cuelgo de un gancho del zurrón. Pongo todo el conjunto sobre mis hombros y reinicio el camino.

Una bella imagen del Pantano de Elda. Autor: Néstor Rico Campos.
Una bella imagen del Pantano de Elda. Autor: Néstor Rico Campos.

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