En busca del Vinalopó (II)

Gracias a Dios el pequeño fardo había resultado mucho más pesado en mis sueños y temores que sobre mis espaldas. Ciertamente, notaba una ligera opresión sobre mi columna y mis riñones pero, hasta ahora, el peso había sido  más que soportable. Si bien apenas llevaba una hora de marcha.

No podía precisar hasta que hora permanecí despierto la noche anterior en la venta. Recordaba, si, que el zumbido de coches o camiones me habían despertado, al menos, un par de veces. Para mi sorpresa, cuando el despertador sonó a las siete y media, las molestias eran mucho menores que lo inicialmente previsto. Una buena ducha fría acabó de despertarme y tonificar los maltrechos músculos y tendones.

“Puede que aguante hasta Villena”. Me dije al bajar a desayunar.

Un par de cafés con leche, un zumo de naranja y tres magdalenas me dejaron como nuevo. Compré una botella de agua mineral, la introduje en la multicolor cantimplora y me puse en marcha.

Crucé la carretera y tomé la primera senda en dirección al río, con intención de caminar a lo largo del cauce, pero aquel plan resultó inviable. El caudal, a tan solo tres kilómetros de Banyeres, era ya tan solo un sucio hilillo de líquido grasiento, aportado, casi todo ello, por los desagües e industrias de la ciudad. No había senda ni camino que bordeara el lecho y sí abundantes arbustos y espinos que lo bloqueaban y hacían imposible la marcha.

Un rápido vistazo al mapa del Instituto Geográfico y catastral, me indicó que, desde Banyeres a Benejama, el trazado de la antigua “Chicharra” marchaba paralelo al río, a tan solo cien metros del cauce. Volví sobre mis pasos hasta darme con una ancha senda sobre cuyo terreno, en tiempos, se habían asentado las traviesas y raíles de nuestro famoso tren de vía estrecha. Por aquel agradable  y recto camino, flanqueado por maizales, viñedos y manzanares, caminé durante algo más de una hora. Al cabo de la cual hice mi primer alto de la jornada junto a un gran pino centenario que, seguramente, habían plantado los ferroviarios que construyeron aquel tren, sueño de mi niñez.

El Salse, un diminuto caserío a escasa distancia de Benejama, es uno de esos lugares donde parece haberse detenido el tiempo. La estación del ferrocarril aun está en buen estado, y a uno se le antoja que, en breves momentos, aparecerán los vagones de hojalata uncidos a la vieja máquina de latón. Por un momento, estoy tentado de desviarme y recorrer las callejas del caserío, pero, en el último instante, desisto de ello. Seguro, me digo, que en esa docena de casas agrupadas en un par de manzanas de las que sobresale una diminuta capilla de argamasa, la vida no debe ser muy agradable. Es muy posible que solo me encuentre con caras hoscas y perros furiosos. Qué necesidad tengo de turbar su paz y la mía.

La huerta crece y los márgenes del camino formado por la antigua vía férrea, asaltados por la voracidad de los lugareños, menguan. De un huerto de ciruelos escojo una mórbida fruta dorada que, con mi pañuelo, pulo con infinito cuidado cual si fuera la bola de cristal de un brujo. Con una mezcla de vergüenza y un extraño sentimiento de culpabilidad, se trata de una fruta afanada y, por lo tanto, prohibida, la acerco a mis labios. No creo que el maná del desierto con que Javhe alimentó al pueblo escogido en su travesía por el desierto tuviera un sabor más dulce ni una textura más jugosa. Se derrite entre mis dientes como lo haría la nieve mezclada con miel. Demos gracias a Dios que, aunque hayamos perdido casi todas las esperanzas y no pocas ilusiones, aun nos queden los sentidos.

El trazado de la antigua vía tuerce bruscamente hacia el Sur en busca de Bíar, al otro lado del valle. A la salida de una cueva aparecen, cual ajadas casas de muñecas, la estación y el almacén ferroviario de Benejama. Con una mano de pintura y los servicios de un cristalero podía servir perfectamente para los decorados de un spaghetti western. Al llegar de nuevo al cauce, veo que el puente que lo atravesaba ha sido volado y el caudal ha desparecido. Ya no queda nada, .ni siquiera las aguas fecales a las que la sedienta tierra, por una parte, y la acequia de Benejama por otra, han hecho desaparecer. En su lugar, ocupan el arenoso lecho raídos colchones, viejos neumáticos, enmohecidos orinales, retorcidos carritos de bebé, podridos sofás y sillones y otros deshechos de la flora urbana.

Digo adiós a mi tren de juguete, cuyo espíritu, flotando sobre los quebrados arcos del puente se aleja hacia el recio castillo de Bíar y sigo, ahora, a lo largo del seco y apestoso cauce. Poco más adelante, sin embargo, los humores del cadáver en descomposición del río reaparecen. Del mismo lecho, rodeados de un pudoroso césped moteado de pequeñas flores blancuzcas, surge un borboteo de fluido fecal que apenas tiene fuerzas para deslizarse por la casi nula pendiente.

Absorto en estos incidentes casi paso por alto una enorme nave, surgida en medio de la nada, con techos de Uralita y altos muro pintados de verde. Su anchura es como de unos doce metros y su longitud de algo más de treinta. Qué podía almacenar aquel edificio situado en un lugar semejante, tan alejado de cualquier lugar habitado y tan distante de cualquier carretera o camino principal. Unos metros más allá el secreto me es desvelado “Peligro, pista de aterrizaje, entrada y salida de aviones”. Rezaba un gran letrero de cartón y madera medio desvencijado. Quién lo iba a decir. Durante los fines de semana, supongo, aquello debía de estar muy concurrido. Quizá, ahora, los niños en vez de soñar con trenes de juguete que se desplazan a exóticos lugares como Alcoy  y Yecla, soñaban con avionetas de plástico que atraviesan el azulado cielo de cartón.

Néstor Rico Campos ha ilustrado los paneles explicativos de la iniciativa del I Encuentro del Vinalopó. El trabajo le llevó meses, pero ha sacado a la luz gran parte del valor medioambiental que todavía tiene la zona a pesar de su degradación.
Néstor Rico Campos ha ilustrado los paneles explicativos de la iniciativa del I Encuentro del Vinalopó. El trabajo le llevó meses, pero ha sacado a la luz gran parte del valor medioambiental que todavía tiene la zona a pesar de su degradación.

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