En busca del Vinalopó (II)

“Los tiempos cambian, hay que adaptarse”.Me dije.

“”Los únicos que cambiamos somos nosotros. Los tiempos no se mueven ni un ápice”. Me respondí.

Las diez y treinta y cinco de la mañana. En el cielo, de cartón o de lo que esté hecho, no se ve ni una nube y el sol aprieta. Hago otro alto en el camino. Son las reglas que me he impuesto, Cada sesenta minutos, diez de parada para beber y reponer fuerzas. No estamos para machadas ni heroicidades. Cada pierna soporta más de un cuarto de siglo.

Un tamarindo polvoriento y solitario se yergue al borde de la margen derecha de la barranquera. Me llegó hasta él y descargo la mochila. Noto la camisa empapada de sudor. Me desabrocho y la extiendo sobre el arbusto que así me proporciona mejor sombra. Bebo unos tragos y mastico pasas, nueces y dátiles. Enciendo un pitillo, abro el cuaderno de gruesas tapas y anoto los pormenores. Desde allí, al otro lado del cauce, cubierto de matojos, se divisa perfectamente el Aeródromo del Alto Vinalopó, que es como llaman a esta improvisada pista, según acabo de leer en otro cartel que se yergue frente a mí. También puedo divisar, a unos tres kilómetros de donde me encuentro, el montículo, estribación de la Sierra Fontanella, de donde emergen la iglesia y el castillo de Bíar. A mis espaldas se adivinan las casas parduscas del antiguo Camoet, que desde 1848, siendo D. Ramón de Campoamor, aquel de la famosa oda a la locomotora que nos hacían recitar en el colegio, gobernador civil de la provincia, pasó a denominarse Campo de Mirra. Obviamente, D. Ramón en su oda, no se refería a la del exótico tren de Alcoy a Yecla, que fue construido algo más tarde. Para aquellos que se interesen por los hitos históricos, recordaremos que en el citado Camoet, hoy Campo de Mirra, se firmó el veintiséis de Marzo de 1244 el tan traído y llevado tratado de Almizra, entre el, entonces, infante D. Alfonso, más tarde Alfonso X, conocido con el sobrenombre del Sabio, y el rey nuestro señor  En Jaime I El Conqueridor, por el que , temporalmente – muy temporalmente me atrevería yo a añadir – quedaron fijados los límites meridionales de los reinos cristianos de Castilla y Aragón. Según dicho tratado, la mitad meridional de la actual provincia de Alicante, incluida la capital, quedaba en poder de Castilla como parte integrante del reino de Murcia.

Cierro el cuaderno y levanto el campamento. Vuelvo a colocarme la camisa, que no huele precisamente a agua de rosas, y reinicio la marcha. Un kilómetro río abajo se ha construido un nuevo azud que encauza las cuatro gotas de emponzoñadas aguas hacia una acequia desde donde sea distribuye por los vecinos huertos. A partir de ese `punto el cada vez más amplio cauce queda convertido, una vez más, en un polvoriento arenal donde apenas crece alguna mísera planta de esparto. Aun así, aquí y alla, se han construido improvisados diques, formados por piedras, tablones y desperdicios de toda clase y origen, a fin de que, la escasa lluvia sea reconducida a los sedientos campos. A la altura del pueblo de la Cañada, el último de habla valenciana por estos contornos,  no debemos olvidar que, casi durante cuatrocientos años, la línea divisoria entre los dos reinos cristianos pasaba por estos lugares; Villena y su campo, junto a Sax, fueron hasta la creación decimonónica de las provincias, concretamente hasta el nueve de septiembre de 1836, parte del reino de Murcia – comencé a oír, en la lejanía, unos sonidos sordos y secos como de fusiles, tracas o mosquetes.

“Los de la Cañada deben de estar de fiesta, qué santo será hoy”,me dije para mis adentros.

Al poco rato, advertí que aquellos recios truenos no venían del lado donde se encontraba el pueblo citado, distante tan solo unos dos kilómetros de donde yo me hallaba, sino que procedían del sur, en dirección a Villena, distante todavía unos diez kilómetros.

Alto del Vinalopó en Bocairente.
Alto del Vinalopó en Bocairente.

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