En busca del Vinalopó (II)

Corría el año 1905, presidía el gobierno de la nación el Sr. Canalejas, siendo alcalde la ciudad el Ilmo. D. Ricardo García Arce, cuando se acometieron aquellas obras, destinadas a encauzar las lluvias torrenciales, mejorar la salubridad de los terrenos y hacer factible el cultivo de los mismos. Su longitud aproximada es de unos siete kilómetros, yendo desde el lugar conocido como La Solana, en el término del Caracol, hasta el plano del Carrizal. El lector queda enterado. No se tiene noticias del posible uso o utilidad del camino de sirga.

La potencial vía fluvial circunda Villena por el sureste, cruzándose a dos kilómetros de su inicio con la carretera nacional que une Alicante con la capital de España. Quince minutos más tarde me encontraba frente al hostal de carretera donde pretendía, a ser posible, refrescarme y pasar la noche.

“Cerrado por vacaciones del personal”, rezaba un simpático cartelito colgado en la parte interior de una amplia puerta acristalada.

“La cagamos. Me dije.

En el último momento, me di cuenta que sobre el dintel de la puerta no ponía hotel, sino Restaurante/Autoservicio. Un poco más alla había otra que rezaba: Hotel. Me llegué hasta ella. “Por favor, llamen al timbre”, decía el consiguiente cartel.

– Diga.

Salió una cascada voz del interfono.

– Quisiera una habitación, por favor.

Sonó un zumbido y la entrada quedó franca. Penetré en un oscuro zaguán. Detrás de un mostrador de obra, blanco como la cal, un magro vejete medianamente aseado me inquirió con apagados ojos grises. Junto a él podían verse una maquina de escribir del tiempo de Maricastaña y  un aparato de telecomunicaciones ultramoderno, de esos que llevan incorporado teléfono y fax a un tiempo. Una anciana silla giratoria vigilaba la entrada.

– Buenas.

– Cómo quiere la habitación, doble o sencilla.

– Sencilla, por favor.

– No tenemos ninguna sencilla que esté limpia.

– Pues…

– Es igual. Cuánto tiempo va a quedarse. Le cobraré el precio de una sencilla.

– Muchas gracias. Una sola noche si no le importa.

– La ciento doce.

M dice, alargando una mano de Cristo de Velázquez, sin clavos, que, entre índice y pulgar, sostiene una llave diminuta de la que cuelga una cadena digna émula de la de las Navas de Tolosa, a la cual, a su vez, va adjunta una pequeña etiqueta de plástico.

– Suba las escaleras y, al fondo del pasillo, tuerza a la derecha, luego todo seguido y, al final, otra vez a la derecha.

Añade con la consabida dejadez y sin mover ni una sola vez los párpados.

– Muy bien, muchas gracias.

Recojo púdicamente mi escasa mochila de cicloturista dominguero, de la que cuelga, un tanto procaz, la consabida cantimplora multicolor y, con quedo paso, trepo por la amplia escalera que conduce al primer, y único, piso.

Casi derribo, nada más torcer la primera esquina del mal iluminado pasillo, a una pechugona y despechugada señora de la limpieza, provista de la cofia, delantal y plumero reglamentarios.

– Perdone.

– Bueno día, dónde va uste.

– A la ciento doce.

– Niña – vocifera a una colega más joven y algo pizpireta que se encuentra al fondo de una desordenada habitación, ocupada en meter las sabanas en un negro saco de plástico  ¿La siento dose sta hesha lla?

– Zí, Virtu, zí, lla sta.

– Paze uzte. Al final del pasillo, a la deresha, ahí mimo la tiene uzte.

– Muchas gracias, con Dios, eh.

– Que tenga uzte buena stansia.

Abro la puerta y enciendo la luz. Se trata de una cámara amplia, distribuida a la manera tradicional. A la derecha se abre un vano por donde se accede a un amplio y, aparentemente, limpio cuarto de aseo, enfrente el dormitorio. Dos camas, una mesa y un par de ventanas con las persianas echadas. Las alzo, la luz mediterránea golpea la estancia, al tiempo que un fuerte tufo a cordero y sus heces golpea mi pituitaria. Justo debajo del cerco de mi ventana se levanta un corral, ahora vacío, que sin duda se llenara cuando llegue el atardecer.

”Al menos no oirás el “arrullo” de coches y camiones”-  Me digo

– “El que no se consuela es porque no quiere” – Me respondo.

La bañera es de las antiguas, amplia y acogedora. Abro el grifo y procuro regular la temperatura. Luego, como si de un striptease se tratase, me voy despojando lenta y cansinamente de mis ropajes, todos ellos recubiertos por una fina capa de blanco limo. Me tumbo en la bañera y quedo largo tiempo inmóvil, considerando qué de maravilloso tendrán las puntas de los dedos de mis pies. No tienen nada de  particular excepto algunas llagas y cortes, que hacen necesario el uso de tiritas y mercromina que, afortunadamente, he traído en el botiquín. Me adormezco, voluptuosamente, acompañado por el chapoteo del agua.

Acequia romana, la única descubierta, que llevaba a los cultivos de Monforte del Cid el agua del Vinalopó.
Acequia romana, la única descubierta, que llevaba a los cultivos de Monforte del Cid el agua del Vinalopó.

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