En busca del Vinalopó (III)

– Muy bien, perfecto.

-¿Quiere que le acompañe y se lo indique personalmente? A mí no me importa.

Añade el de aduanas, quizá porque con aquella gorra sudada y aquel cansancio debo de tener cara de paleto. Puede también que tenga cara de paleto a todas horas y, hasta hoy, no me haya enterado.

La habitación decorada con mobiliario ultrafuncional, con paredes de un gris entre azulado y metálico, no tiene un aspecto demasiado acogedor. El magnífico aire acondicionado y el suntuoso cuarto de baño compensan por la frialdad del ambiente. Realizo las prolongadas inmersiones de costumbre, me adorno con ropa limpia y salgo a la calle, procurando no olvidarme de la indispensable tarjeta magnética.

Las paredes de la cafetería de la estación tienen el mismo tono, entre gris, azul y malva, que las habitaciones. El mobiliario consiste, casi exclusivamente, en gruesos tubos cromados. Frente a mí, hay sentados un par de gitanos de los de palillo en boca, vara en mano y sombrero en testa. Su estómago denota su buen comer y su pelo, azabache y abundante, destila brillantina. Por retazos de su conversación, me participan que han venido a actuar en algún espectáculo de las fiestas eldenses que tiene lugar este fin de semana. Poco después, aparece otro grupo de seis o siete, entre señoritas y caballeros, que también parece pertenecer al mundo de la farándula. Un par de conductores de líneas regulares perdidos en la barra completan el cuadro. Tomo un plato combinado acompañado de tres buenas cervezas y un poco de fruta.

Subo a mi hogar sincronizado y me tumbo un rato. Sobre las cinco y media me doy una ducha fría y a eso de las seis salgo a callejear un poco.

Es sábado, la avenida se encuentra casi desierta y cerrados gran parte de los bares y establecimientos. Tanto en su extremo norte como sur, la vía desemboca en un pardo pedregal, más alla del cual se recortan algunos huraños olivos y alguna que otra famélica palmera. Subo hacia el casco viejo de Petrel, hacia el este, por una calle ancha de casas de una o dos plantas de aspecto un tanto descuidado. Se trata, obviamente, del antiguo camino que enlazaba a los dos pueblos contiguos. Me llego hasta la plaza mayor, desierta y cuadrada, aguas arriba se encuentra la mole barroca y caliza de la iglesia parroquial con la cúpula cubierta por las azules tejas vidriadas tan características de estas tierras. Unos apagados jubilados dormitan en los bancos. Penetro por las empinadas rampas del primitivo asiento urbano, ocupado por musulmanes, mudéjares o moriscos durante casi mil años. Un macizo castillo, tan lozano y reluciente que podría confundirse con la extravagante residencia de un acaudalado industrial, corona el cerro. Cual cabe esperar, las rúas son recoletas, empedradas, silenciosas y limpias y el espíritu de Alá rezuma en cada uno de sus ordenados guijarros. Cerca de la renovada fortaleza, giro hacia el sur y  me dirijo al antiguo arrabal que se asienta sobre una colina de menor altura coronada por dos ermitas. La de San Bonifacio, patrón de la ciudad, construida en 1674 se erige sobre la del Santo Cristo, algo más moderna y espaciosa. Frente a la más antigua se levanta una pequeña explanada desde donde pueden verse las dos ciudades, el valle y las colinas adyacentes. En primer término, justo debajo, se divisan las serpenteantes y retorcidas callejuelas, con casas rematadas por terrazas unas veces y por desgastadas tejas ocres ennegrecidas por el tiempo las más. Más alla, el ajedrezado tablero del ensanche con sus rectas calles y grises edificios de varias plantas coronados por las consabidas antenas y tendederos. Al otro lado del río, hacia el oeste, en la lejanía, se levanta la sequedad suma del monte Bolón, donde ni siquiera se atreve a crecer el esparto. A sus pies crecen las calles, plazas, farolas y fábricas de un polígono industrial. El conjunto, inmerso en la vespertina luminosidad  y enmarcado por los azulados montes, me hace pensar en la ciudad del Cairo vista desde la fortaleza de Saladino. Un Cairo más limpio, más prospero y más ordenado, pero que conserva en su seno el mismo hechizo oriental del desierto africano. Desciendo a la ermita del Santo Cristo. Hay una boda en curso. Tules, rasos y gasas para las señoras, fracs y sombreros de copa para los caballeros. Todos hablan en valenciano, son, a no dudarlo, de lo mejor de la sociedad petrosina.

Anochece, retorno a la estación de autobuses en busca de magro refrigerio y luego decido bajar hasta Elda que, como me enteré por los de la raza caló, está en fiestas. Las estrechas y rectas calles parecen solitarias y mal alumbradas. A partir del mercado, la ciudad se ilumina, y  la multitud se espesa junto al casco antiguo que se levanta al pie de una chata colina en donde apenas quedan restos del antiguo palacio condal. Las calles se retuercen y estrechan, las campañas de la iglesia tañen. La procesión de la Virgen de la Salud y el Cristo del Buen Suceso va a comenzar. Unos pocos curiosos se alinean en las aceras para ver el espectáculo. Algunos buenos burgueses, ellos, pelo entrecano, columna estirada y traje de chaqueta; ellas, tacón alto, faja y mantilla, acompañan a los patronos.  Está claro que nada de esto despierta gran entusiasmo. Las verdaderas fiestas del pueblo son las de San Antonio, a lo largo de la primera semana de Junio, entonces, como ahora en Villena, Sax en febrero, marzo en Bíar, abril en Banyeres, y mayo en Petrel, el pueblo se llena de turbantes, estandartes, damasquinados, corazas y cascos, vibra, trasnocha, bebe y se siente moruno.

El río Vinalopó por Elche, cerca de su desembocadura.
El río Vinalopó por Elche, cerca de su desembocadura.

2 thoughts on “En busca del Vinalopó (III)”

  1. Hola a todos, el objetivo que llevamos desde los numerosos colectivos y concejalias en devolver la vision del rio como el que tiene en el nacimiento que por cierto creo que el tramo de la foto esta ya en Banyeres, el poder andar por todo el cauce como el relato de Paco Peiro que ya tuve ocasion de leer hace algun tiempo, pero sin la vision de abandono por el que transita a veces, es una antigua propuesta de muchos pueblos que esperamos conseguir.
    Un saludos Vinalopenses y animo al equipo de este periodico tan necesario y tan increible.

  2. Es reconfortante saber que, aparte de una servidora, alguien más se digna dirigir la palabra y el cariño al resto de seres vivos que habitan el planeta, rocas incluidas. ¿Seremos más acaso sin saberlo?

    Felicidades por el relato, Francisco, me parece precioso.

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