En busca del Vinalopó (III)

Me deshice rápidamente de mis zapatillas de deporte, calcetines, camisa y ropa interior. Con la ayuda de mi cinturón, fabrique un atillo con todo ello y lo lancé por encima de las tranquilas aguas que, en ese punto, no tenían más de tres metros de anchura. A continuación hice lo propio con mochila y cantimplora. Tal como vine al mundo, me introduje en el vado.  Las aguas no alcanzaban la altura de mis rodillas, pero el lecho estaba cubierto de un fango sumamente resbaladizo que, al ser hollado por las plantas de mis pies, se extendió como una negra nube por las aguas circundantes. Con paso quedo y cuidadoso crucé la corriente y menos de cinco minutos más tarde alcancé, sano y salvo, la otra orilla.

Aquella mañana, como la anterior, el despertador había sonado sobre las siete y media. Una vez duchado, vestido y desayunado, reemprendí la marcha. El cauce artificial del río, esponja seca eternamente expuesta al sol, se alargaba  a lo largo de unos cinco kilómetros en dirección sud suroeste. A ambos lados se extendía un terreno liso como una mesa de billar, pero, mientras en la margen izquierda tan solo crecían esporádicas matas de esparto entre las que, de vez en cuando, podía verse corretear algún asustado conejo, en la derecha, cual verdes palmeras entre las dunas del desierto, se alzaban lujuriosas plantaciones de manzanos. Hacia la altura donde la Acequia del Rey – canalización construida en tiempos de las guerras napoleónicas al objeto de desecar la laguna de Villena que se encontraba a unos diez kilómetros en dirección nor noreste – vertía en los viejos tiempos sus aguas, el lecho del cauce comenzó, tímidamente, a reverdecer. Veíanse, de vez en cuando, pequeños brotes de herbaje moteados de multicolores florecillas diminutas. Aquello excitó mi curiosidad y descendí desde lo alto del talud, por donde marchaba cómodamente a lo largo del misterioso camino de sirga, para examinar más de cerca tan curiosos fenómeno. Fascinado por su belleza, intente hacerme con alguna de aquellas minúsculas floraciones mas, al agacharme para arrancarlas, di tal patinazo sobre un cieno casi invisible, su color y textura se confundían con el reseco terreno circundante, que caí de bruces cuan largo era sobre el silvestre césped. Ciego de rabia, en un principio creí haberme luxado o roto alguna de las extremidades, maldije, en voz alta, al río y a su progenitora, mas también, en mi interior, a mi propia estupidez por culpa de la cual había iniciado aquel descabellado periplo. Con infinito esmero y cuidado me alcé sobre mis cuatro patas, luego me aguante sobre las dos posteriores e intente alcanzar “terra firma”. No había dado ni media zancada, cuando me vi de nuevo en el aire, intentado imitar a la Pavlova o la Fontyn , ambas famosas bailarinas clásicas, para acabar con mi trasero en el mojado césped y la barra de acero de mi mochila clavada en mis riñones. Permanecí algunos segundos mirando al cerúleo cielo con la boca abierta, lo que hizo que algún atrevido insecto la invadiera. Escupí al invasor, me lleve la mano a donde la espalda pierde su casto nombre y comencé a maldecir de nuevo. Algún tiempo después, apoyándome, de nuevo, en pies y manos, logré ponerme de rodillas, alcé los ojos y miré a mi alrededor.

“Debe haber alguna manera de salir de aquí, sin atiborrarme de cieno” Me dije.

Examiné, con toda la serenidad de que fui capaz, el terreno donde me hallaba. Me encontraba en una pequeña isla verde rodeado por aquella tierra blancuzca de aspecto inocente, pero  más  peligrosa que una capa de hielo. Observé que hacia la ladera izquierda se sucedían, formando un alargado archipiélago, una serie de brotes herbáceos que, quizá, si los hollaba con mucho mimo y cuidado, podrían conducirme a la libertad. Con infinito primor  alcancé la postura erecta y me dispuse a atravesar el parvo prado. Mas, a medida que me iba acercando al centro del cauce, la solidez del terreno decrecía, sintiendo bajo mis pies la esponjosidad de su textura.

“Habrá por aquí arenas movedizas”. Me pregunté.

“Déjate de chorradas, y mira por donde pisas.” Contesté.

Estire la pierna cuanto fui capaz y me lancé al vacío. Cinco minutos más tarde me encontraba, sano y salvo, encima del talud. Fue, entonces, cuando oí una voz de barítono que parecía salir de entre unos apretados cañaverales que se alzaban unos ciento cincuenta metros río abajo.

– ¡Voto a brios, mal rayo os parta caballero! Por qué de esa manera insultáis a mi madre la Naturaleza. ¿No sabéis que al hacerlo también ofendéis a la vuestra, puesto que de ella nacemos todos?

Faltaría a la verdad, aunque quizá diera mayor verosimilitud a este relato, si dijera que aquella voz me dejó confuso o espantado. Por razones que desconozco y que, quizás, nunca me serán reveladas, las flores y plantas del jardín de mi abuelo, en Monóvar, me hablaban antes incluso de que yo tuviera uso de razón. Muchos años después, fueron las rocas graníticas, que se alzaban cual gigantescos mamuts congelados, en medio de los velazqueños bosques de la desaparecida aldea escurialense de Navalquejigo las que, en mis mayores momentos de congoja y angustia, me ofrecieron compresión y consuelo. Y no mucho ha, el brumoso mar que lame las orillas de la isla Porscha, entre las ciudades paulistas de San Vicente y Santos, me infundió, con sus alentadoras palabras, el coraje necesario para seguir viviendo. Por  qué iba a espantarme si un mero riachuelo, casi una charca, se dirigía a mi humilde persona.

– Perdonad, no era mi intención ofenderos ni a vos ni a vuestra madre quien, como bien decís, es también la de todos los que habitan sobre la tierra. Lo que dije fue tan solo producto de la rabia y el dolor. Os ruego me perdonáis cualquier agravio.

El terraplén de la margen derecha llegaba justo hasta los espesos cañaverales, por entre los que podía oírse el suave burbujear de un hilillo de agua. Durante otros mil quinientos metros, seguí caminando por encima del terraplén izquierdo, aunque la marcha se hacía cada vez más dificultosa por su progresivo deterioro, grietas y desprendimientos se multiplicaban por doquier. Al cabo de otra media hora, vi frenado mi avance  a causa de la espesa vegetación que emergía de una profunda acequia que iba a desembocar en el río. Observé que unos cientos de metros más adelante se levantaban las ruinas de lo que, en otros tiempos, debió de ser algún ingenio o fábrica destinada a aprovechar industrialmente las posibilidades cáusticas de la zona. Consideré probable que, en aquella dirección, todavía existiera un camino por donde, antiguamente, se accediera a la factoría. Descendí del talud y me dirigí hacia los restos de la truncada chimenea. No había recorrido cien metros, cuando me encontré con una barrera impenetrable formada por un conocido arbusto al que por estas partes denominan salada blanca y por otras salgada blanca o sagra, añadiré, para los muy aficionados a la botánica, que su nombre científico es atriplex halimus. Es esta una planta industrial que solía utilizarse para la obtención de sosa. De común, dicha planta no suele medir más de un metro, pero por estos parajes su altura se veía duplicada o incuso triplicada, siendo algunas de sus ramas del grosor de un muy rollizo brazo. Hallábame, pues, con todos los caminos bloqueados, pero no estaba dispuesto a volver sobre mis pasos., lo que hubiera  significado un retraso de más de una hora. Volví a encaramarme al talud y descendí por el lado del río en busca de un hueco entre los cañaverales que me permitiera cruzar al otro lado. Un sexto sentido me hizo retroceder unos ciento cincuenta metros y allí, entre los verdes tallos, pude ver que el grosor de la espesura menguaba y podía distinguirse  la magra corriente y, justo al otro lado del cauce, había un pequeño claro recubierto de césped. Con pies y codos, quebré algunas ramas y alcancé la orilla. La corriente era límpida y poco profunda, pero el lecho estaba recubierto de una patina inconfundible de cieno. Vista la pasada experiencia,  barrunté largo tiempo sobre la mejor forma de franquear aquel escurridizo escollo. Fue, entonces, cuando, por segunda vez, escuché la voz del río; en esta ocasión, recriminándome por mi cobardía.

Una vez vadeado aquel ínfimo obstáculo, desaté el hatillo que había confeccionado con mi ropa y me vestí de nuevo a excepción de calcetines y zapatos, ya que mis pies estaban tan cubiertos de cieno que tuve que esperar  hasta que este se secó y pude arrancar, mal que bien, la película de tierra reseca. En el interim, extraje algunas viandas de mi mochila, arranqué un largo trago de la cantimplora y garabateé unas concisas notas en mi cuaderno. Serían las diez y media de la mañana cuando reemprendí la marcha. Caminé un largo trecho a la vera de una valla metálica que protegía una extensa plantación de manzanos. Al poco me topé con un camino que atravesaba el río por medio de un pequeño pontón de madera y luego seguía un trayecto paralelo al fluvial hasta donde podía alcanzar la vista. Las soledades de sarga y esparto del saladar quedaron atrás. Los huertos de manzanos iban dando paso a viñedos y maizales. Aire y tierra se iban impregnando de una mediterránea morbidez. A mi derecha, tan próximos que casi podía poner mi mano encima de ellos, se alzaba los ocres peñotes de la sierra Cabrera con sus pequeñas hondonadas salteadas de pinos. A mi izquierda, más lejana, la aridez grisácea y roqueña de la sierra de Peñarrubia. Por aquel lado, cuando el viento era desfavorable, emergía el bronco gruñido de la autovía de Madrid a Alicante. Quince minutos después arribe a la colonia de Santa Eulalia. A esta ciudad en miniatura, decimonónica creación novelesca de una dama de noble alcurnia que terminó sus días arruinada y loca, no le faltó de nada, palacio, iglesia, teatro, fábrica, molino, estación de ferrocarril y carretera. Hoy no es más que un esqueleto polvoriento de lo que fue.

La amplia vereda moría allí, en aquella ciudad fantasma, por lo que durante la siguiente media hora tuve que seguir el curso del río acompañando a los terrosos bancales, que apenas dejaban crecer almendros o vides, o a los eriales emplumados de esparto. Poco antes de llegar a Sax, apareció a mi derecha un serpenteante camino asfaltado que parecía dirigirse hacia el peñón donde se asienta su castillo. Decidí seguirlo, cada vez  era más difícil seguir el curso del río, a la vera del cual ahora se abrían algunas huertas. Quince minutos más tarde, me encontraba sentado en una triste colina rojiza parcialmente cubierta de ralos pinos, al pie de la cual se levantaba un maloliente depósito de desecho industrial. Enfrente, ondeaban los gallardetes del castillo que lucía almenas calizas imitadoras del cartón piedra. Los oblicuos peñascos que formaban el espolón de la roqueña galera donde se asentaban los muros castellanos, encorsetados hoy en un sudario de cemento a fin de evitar que se desprendan y sepulten al viejo barrio que se levanta a sus pies,  semejaban diurnos fantasmas gigantescos.

Torno a realizar el rito de los frutos secos, el agua y el recado de escribir. Desconcertado por la ambigüedad del paisaje, desciendo hasta el puente de piedra que se levanta a las afueras de la población. Un cauce de desnuda flora, encorsetado en planchas de hormigón, muestra a los ojos de los escasos viandantes las vergüenzas de su escaso caudal. Recorro las calles del solitario arrabal, emparedadas entre los viejos muros de desusadas y blanquecinas factorías. Alcanzo la estación donde los raíles, engarzados en una grava de grandes guijarros manchados de grasa, se pierden  en un horizonte de líneas paralelas en forma de aspa. Camino a la vera de la pedregosa vía hasta encontrar una senda que, descendiendo por una barranquera, llega a un camino que se dirige hacia el río. Un enorme terraplén de tierra recién vertida me corta el paso. Subo por el talud y me encuentro con una pista de tierra aplanada de unos siete metros de ancho por donde circulan tres cicloturistas y un señor muy serio montado en un viejo rocín. Al otro lado del talud, por un cauce descarnado de polvo grisáceo, discurre lentamente un reguero de espesa y fétida negritud.

– ¡Dios mío! Qué te han hecho.

Exclamo en voz alta, sin poderlo evitar.

Otra imagen del río Vinalopó a su paso por Bocairente.
Otra imagen del río Vinalopó a su paso por Bocairente.

2 thoughts on “En busca del Vinalopó (III)”

  1. Hola a todos, el objetivo que llevamos desde los numerosos colectivos y concejalias en devolver la vision del rio como el que tiene en el nacimiento que por cierto creo que el tramo de la foto esta ya en Banyeres, el poder andar por todo el cauce como el relato de Paco Peiro que ya tuve ocasion de leer hace algun tiempo, pero sin la vision de abandono por el que transita a veces, es una antigua propuesta de muchos pueblos que esperamos conseguir.
    Un saludos Vinalopenses y animo al equipo de este periodico tan necesario y tan increible.

  2. Es reconfortante saber que, aparte de una servidora, alguien más se digna dirigir la palabra y el cariño al resto de seres vivos que habitan el planeta, rocas incluidas. ¿Seremos más acaso sin saberlo?

    Felicidades por el relato, Francisco, me parece precioso.

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