En busca del Vinalopó (III)

–  Ya ve vuestra merced en que abyecto estado me hallo gracias a la incontinencia de sus congéneres.

Me responde dulcemente el espíritu del río.

Quedo silencioso durante largo tiempo sin saber qué decir, ni cómo disculparme por aquella bajeza.

La novísima canalización, acompañada de un camino de sirga de dimensiones ciclópeas, avanza por la campiña sajeña durante unos tres kilómetros. Finalizando abruptamente, como si una partida de Polifemos se hubiera dedicado durante una tarde a revolver tierras y, a la  postre, cansados de la diversión, se hubieran marchado a tomar la merienda. Increíblemente, al poco, el río comienza a regenerarse; arbustos y cañaverales tornan a crecer en sus márgenes. Incluso aquel líquido espeso va perdiendo un poco de su hediondez y ganando algo de su antigua liquidez.

Como un kilómetro antes de que el Vinalopó se encajone en las colinas de la Torreta me alejo un poco del cauce al objeto de respirar algo de aire puro. Cruzo por debajo de un esbelto puente ferroviario de medio arco y me aposento en una minúscula vaguada donde, sobre unos metros cuadrados de ralo césped, crecen cuatro chopos, dos tamarindos, una docena de eucapliptus  y un bello y añoso pino mediterráneo. Dudo que haya algo tan relajante y armónico como escuchar, entre los silencios azules del cielo y el cálido borbotar de la tierra, los quedos silbidos de las copas de las coníferas del Mare Nostrum. Un golpe de viento aleja el silvestre son e inunda el ambiente de los raucos rugidos de la autovía que se halla tan solo a unos cientos de metros de distancia. Es la una de la tarde, el sol amenaza con comerse el cielo. La luz reverbera en colinas y valles y lo convierte todo en un gigantesco espejo. Los escasos tragos de agua no consiguen mitigar el ardor de mi garganta ni la pesadez de mis piernas.

“Venga recoge los bártulos, dentro de poco más de una hora, podrás disfrutar de una ducha caliente y un buen trago de fría cerveza.” Me digo.

Ni siquiera tengo fuerzas para contestarme.

Me alzo pesadamente con las manos a la altura de los riñones, justo encima  de los prominentes michelines. Torso y espalda todavía andan húmedos de sudores que la ligera brisa que se levanta a la sombra del pino no ha podido ahuyentar. La camisa, como de costumbre, se balancea, seca, como una hoja marchita, sobre un cercano tamarindo. Regojo los enseres, me enfundo la reseca prenda y sigo mi camino.

Río y ferrocarril caminan paralelamente adentrándose en el desfiladero. Más tarde los raíles se incrustan en la dura roca para salir, por el túnel, al otro lado de la colina. El pronunciado desnivel acelera la masa de agua, haciendo que, por momentos, esta sea más cristalina y menos fétida. Los cañaverales surgen con fuerza de la tierra rojiza. El cañón se estrecha más y más. En el espacio más ceñido, donde las paredes del desfiladero apenas distan unos cincuenta metros entre sí, se alza la antigua presa. Jamás había pasado por estos lugares y no tenía noticia cierta de en que estado se encontraba el vetusto dique. Sorprendentemente, el muro, de unos doce metros de altura, se encontraba en un excelente estado de conservación, así como el aliviadero excavado en la roca, si bien la sedimentación hacía mucho que había rendido inservible aquella obra de ingeniería renacentista, considerada como modélica en su tiempo. Junto al lado del aliviadero, en la margen derecha, se había construido una especie de escalera con grandes bloques de granito de más medio metro de altura cada uno. Descendí por ella hasta la base de la presa por donde circulaba un pequeño reguero que iba a perderse en los recovecos del desfiladero recubierto por completo de cañaverales. Pegado a las paredes del cañón, avancé por una estrecha senda, pero al cabo de medio kilómetro esta se perdía en la espesura. Crucé el río por medio de unos guijarros situados allí al efecto. Mientras lo hacía, me dirigí de nuevo al espíritu del riachuelo:

– Me alegra ver que ya vais recuperándoos del triste estado en que os dejaron en Sax.

– Gracias por vuestro interés, caballero. Mas, sabed que Sax es solo el primer paso de un largo calvario. Y pensar que, hasta hace poco, los de aquella villa me tenía por el salvador de sus vidas y haciendas.

– Si no recuerdo mal, corría el año 1681 cuando las autoridades municipales sajeñas amenazaron de muerte a cualquier vecino que permitiera que vuestras aguas fueran utilizadas por los de la vecina, y sin embargo foránea, Elda.

– Veo que sois un personaje ilustrado.

El valle de Elda debía de estar muy cercano pero el silencio y la sensación de soledad eran tales que el habitáculo más cercano parecía encontrarse a decenas de kilómetros. Al fin, encontré otra senda que, serpenteando por el despeñadero, seguía al río. A la vuelta de un recodo me di de bruces con uno de los accesos a la autovía. Tomé el camino de la estación  y luego crucé a la otra orilla por el nuevo puente. El Vinalopó, de nuevo encorsetado entre placas de hormigón, me miraba con lánguidos y exhaustos ojos.

El río Vinalopó a su paso por Novelda.
El río Vinalopó a su paso por Novelda.

2 thoughts on “En busca del Vinalopó (III)”

  1. Hola a todos, el objetivo que llevamos desde los numerosos colectivos y concejalias en devolver la vision del rio como el que tiene en el nacimiento que por cierto creo que el tramo de la foto esta ya en Banyeres, el poder andar por todo el cauce como el relato de Paco Peiro que ya tuve ocasion de leer hace algun tiempo, pero sin la vision de abandono por el que transita a veces, es una antigua propuesta de muchos pueblos que esperamos conseguir.
    Un saludos Vinalopenses y animo al equipo de este periodico tan necesario y tan increible.

  2. Es reconfortante saber que, aparte de una servidora, alguien más se digna dirigir la palabra y el cariño al resto de seres vivos que habitan el planeta, rocas incluidas. ¿Seremos más acaso sin saberlo?

    Felicidades por el relato, Francisco, me parece precioso.

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