NOTA: Artículo publicado originalmente en la Revista Festa 2009.
«La única expresión que se puede permitir en la gran retratística es la expresión del carácter y la cualidad moral, no nada temporal, efímero o accidental» Edward Burne-Jones (1)
Retrato
(Del lat. retractus).
- m. Pintura o efigie principalmente de una persona.
- m. Descripción de la figura o carácter, o sea, de las cualidades físicas o morales de una persona.
- m. Aquello que se asemeja mucho a una persona o cosa.
- m. Der. retracto (2).
La primera definición de «retrato» que ofrece la Real Academia Española es bastante parca en contenido, si bien en su segunda acepción se acerca más a la explicación del retrato pictórico que aquí nos ocupa.
El origen de éste se remonta a las antiguas civilizaciones mesopotámicas y estaba ligado a la realeza, aunque no se trataba de representaciones demasiado fieles al original. Que el retrato ha estado comúnmente asociado al poder, es algo que la mayoría conoce y entiende como símbolo de fuerza y culto. Sin embargo, no siempre ocurrió así. Los romanos no sólo representaban a sus gobernantes, sino también a sus familiares, aunque sólo los patricios. Se trataba de retratos funerarios como medio de perpetuar la imagen de los seres queridos en el mundo de los vivos, pero eran esculturas o pinturas sobre tabla que idealizaban en parte al retratado, aunque algo menos que en las efigies de dirigentes.
La costumbre de no circunscribir el retrato a la clase política continuó durante las diferentes etapas artísticas de la historia, aunque siempre tomando como modelos personajes nobles, ilustres o respetables. Así, vemos retratos de comerciantes, banqueros, artistas, poetas, filósofos… desde la Edad Media hasta la Contemporánea, si bien hubo a partir del Renacimiento una importante renovación: el retrato privado pintado se tomó como tema independiente, desligado, por ejemplo, de las imágenes de comitentes arrodillados en actitud oferente en las pinturas religiosas.
Pero la verdadera democratización del género vino de la mano de artistas como Gustave Courbet, Honoré Daumier o Jean-François Millet, pintores realistas de la primera mitad del siglo XIX que, comprometidos con la causa socialista, pretendían dar a todas las capas de la sociedad la misma importancia en la esfera artística. En sus cuadros los protagonistas eran peones camineros, lavanderas, operarios de fábrica, agricultores…, lo que al principio levantó ampollas en las Academias y en el público en general.
Como es bien sabido, el siglo XX supuso una ruptura grave con la tradición, lo que desembocó en la abstracción pura de mediados de la centuria. Esto provocó un decreciente interés por el retrato hasta los años sesenta y setenta, cuando artistas como Francis Bacon o Lucían Freud lo recuperaron con notables diferencias de enfoque y factura con respecto a todo lo anterior.
Tradicionalmente los retratistas han trabajado por encargo, tanto de personas públicas como de particulares, aunque en ocasiones se han dejado llevar por la admiración y el afecto hacia el protagonista. Este último caso es el de los retratos que custodia el Ayuntamiento de Petrer referidos a figura de Francisco Mollá Montesinos (190 1989), más conocido como Paco Mollá.
Se trata de dos dibujos y dos pinturas realizados en su mayoría en la década de los 80 y los 90 por artistas que sintieron un profundo apego por el poeta petrerense. Amigos, familiares o compañeros que supieron ahondar en su alma y dejarla plasmada en un lienzo o en un trozo de papel. Cada uno es diferente, como diferentes son los artistas, a pesar de que el retratado siempre sea el mismo.
¿Por qué sucede esto? Muy sencillo, cada pintor incorporó su sensibilidad y su punto de vista, interpretando los rasgos y la personalidad del modelo según las experiencias vividas con el mismo.
Siguiendo un orden cronológico, el primer retrato que mencionamos es un óleo sobre lienzo pintado en el Reformatorio de Alicante en 1945. Nuestro poeta había llegado allí a finales de 1940 acusado (sin juicio) de estar adscrito a la masonería, haber participado activamente en la Guerra Civil como comisario político, haber colaborado en el incendio y destrucción de la ermita de Rabosa, así como de confiscar bienes de la finca. Estos años en la cárcel fueron durísimos, pero al menos se vieron recompensados con buenas amistades y una excelente escuela.
Durante este tiempo Paco Mollá se convirtió plenamente en poeta gracias a la positiva influencia que ejercieron otros presos vinculados a la cultura: el periodista Francisco Ferrándiz Alborz o los poetas Manuel Arabid, Jorge Llopis, Diego Petrus y, por encima de todos, el oriolano Miguel Hernández. Pero no sólo se relacionó con escritores, también lo hizo con músicos, como José Estruch Martí y José Vives, y con pintores, como Salvador López y Vicente Martínez Moncada.
Precisamente este último es el autor del cuadro de 35,9 x 28,5 cm sin marco que se encuentra en la Fundación Paco Mollá. En la esquina inferior derecha el autor escribió: «Al lírico poeta y excelente compañero, F. Mollá / V. Moncada 45».
Nada hemos encontrado sobre este pintor, su vida o su obra, pero siempre es osado pintar un retrato, pues de todos es sabido que es un género complicado, tanto por los conocimientos anatómicos que son necesarios, como por la capacidad de captar el mundo interior del modelo.
En este caso, Moncada, con pincelada corta no exenta de detalle en lo que concierne a matices y luces, nos muestra el busto de un joven Paco Mollá vestido con una chaqueta marrón y corbata verde, algo mal anudada. Puesto que posó para el mismo durante su estancia en la cárcel, su cabello aparece rapado, percibiéndose bien la falta de pelo en la zona de las sienes. Además, el pintor lo retrata con unos surcos nasolabiales muy pronunciados, quizás demasiado.
Pero sin duda lo más interesante es su expresión. Siempre se ha dicho que los ojos son el espejo del alma, y esos ojos nos devuelven una imagen triste del espíritu del poeta. Privado de libertad condicional, sabiendo que su familia sufría penalidades y sin posibilidad de mantener visitas íntimas con su esposa Justa Beltrán, debió pasar días muy tristes:
No concibo la vida sin tu amor.
Y si sufro la ausencia, es porque espero
pasar la negra noche del dolor
y mostrarte después lo que te quiero (3)
Tanto los ojos (casi sin vida, sin brillo) como las cejas (ligeramente arqueadas hacia abajo) registran por sí solos dolor, pesar e incertidumbre. Sus labios sellados también nos hablan de silencio, de contención. Esta pintura, junto a sus poemas de prisión, son testimonio de un sufrimiento que terminaría por fin en 1946.
Por desgracia, la pinacoteca municipal no cuenta en su haber con ninguna pintura de la década de los 50,60 y 70, lo que habría sido de gran valor para conocer la evolución fisonómica y personal de Francisco Mollá.