En busca del Vinalopó (IV)

Quédome allí, despanzurrado, las piernas estiradas, escuchando el gorgoteo de mis intestinos, sin ningunas ganas de moverme. Las campanas suenan plañideras, por la puerta de la plaza penetran en el sagrado recinto algunas faldas encorvadas con zapatos negros de medio tacón. Los ojos entornados y la mirada medio perdida, rememoro la última vez que presencié el Misteri. El calor de media tarde de agosto, la muchedumbre que ocupaba hasta el último rincón del recinto. Creo que se representaba la primera parte, lo que los ilicitanos llaman La Vespra. Desde mi lugar de observación – consciente de la temperatura ambiental habíame acodado bajo el arquitrabe de la puerta de Oriente, donde corría una sutilísima brisa – no podía ver la entrada de la Virgen y sus acólitos en el templo, lo que daba al angélico canto un aire más místico, más misterioso, más oriental, entre fenicio e ibérico. La Marededeu y los serafines se llegaron hasta el altar mayor. Al poco de abrirse la lona, color del cielo, que oculta la bóveda, apareció la mangrana, especie de gigantesca pelota, hoy diríamos cápsula espacial,  de un reluciente latón dorado rojizo semejante a un adorno de Navidad que, suspendida de un grueso cordón de oro, descendía suavemente hasta donde se encontraba la Madre del Señor. De improviso, todavía a más de quince metros del suelo, la irradiante esfera estalla y despliega sus alas en forma de áureas ramas de palma, bajo las cuales se cobija un niño/ángel cubierto de una túnica de pálido azul. A renglón seguido, sus labios entonan una dulcísima melodía.

Me cuesta horrores levantarme y el primer paso es un suplicio. Miro a mi alrededor totalmente desorientado. Preguntando a los transeúntes aquí y allá, llego al deseado albergue. Unas desgastadas y mugrientas escaleras suben desde la calle hasta una recepción diminuta y oscura. Detrás de un mostrador de mármol  negro, se parapetan una ajada mujer treintañera y una niña como de diez años. La madre intenta abrir a la hija a los secretos de la división, mientras no deja de hacer calceta.

– Buenas tardes, deseaba una habitación para esta noche.

– Muy bien señor.

En ese preciso momento se abrió la puerta metálica del vetusto ascensor y aparecieron un joven y una señorita, provistos de mochilas de considerable tamaño, de inconfundible aspecto anglosajón.

– Lo sentimos mucho, pero la habitación no nos gusta.

Dijeron con marcado acento británico, al tiempo que depositaban una gran llave de hierro colado sobre el mostrador.

La señora de matemática calceta me miró con ojos de desamparo. Le devolví tímidamente la mirada. La posibilidad de huir cruzó mi mente. Fue tan solo una tentación fugaz. El cansancio pudo más que el amor al confort y la molicie.

– Las habitaciones tienen ducha, verdad.

– Claro señor, todas tiene baño.

Penetré en el mohoso ascensor. Subí al segundo piso. Me encontré con un pasillo que había recibido su última mano de pintura allá por los años treinta o cuarenta. Originariamente la pintura debía de ser color hueso, ahora tenía un cierto aire cadavérico. Una luz mortecina, proveniente de dos desnudas bombillas, contribuía a alegrar el ambiente.  La gruesa llave no encajaba bien, por un momento pensé de nuevo en mudarme de lugar, al fin, se abrió la vetusta puerta. Una cama de latón yacía en un rincón de la estancia, en otro una silla oscura y una mesa metálica, en medio, un ventanuco se asomaba a un lóbrego patio de luces. Al fondo se abría una cuarteada puerta de cristal esmerilado, detrás de la cual se encontraba un retrete de los de cadena, un lavabo que había conocido mejores tiempos y una ducha que pendía, algo insegura, de una desconchada pared.

“Tiene el aire entre negro y nostálgico de las películas de Boghart”

“Difícilmente te vas a encontrar con una Lauren Bacall”

Las ropas estaban crujientes gracias a la mezcla de polvo y sudor. Me desvestí, abrí el desteñido grifo, me apoyé contra la sudada pared y dejé que el agua  hiciera su trabajo. Permanecí en esa postura hasta que me dolieron los codos, luego me senté en el suelo y me olvidé del mundo mientras el líquido corría a mi alrededor. Serían las siete y media cuando, limpio y perfumado, puse de nuevo los pies en la calle.

Las aceras comenzaban a animarse. Grupos de jóvenes descendían de frágiles motocicletas y se dirigían a bares, pizzerías y tiendas de hamburguesas. Me dirigí a la calle de los cines. La sesión no comenzaba hasta las ocho y media. Me di, despacio y sin prisa, un garbeo por el Raval – antiguo arrabal cristiano en oposición al mudéjar que se levantaba a la otra orilla del río. Hasta no hace mucho era un barrio obrero de casas bajas, y corrales y patios en la parte trasera. Los cuantiosos solares y las casas en ruinas indican que la piqueta urbanística del burgués renovador se acerca. Me apoltrono en la silla del cine, coca cola en una mano y un paquete de palomitas en la otra. La película trata sobre la locura de un rey ingles en los tiempos de expansión del imperio. Se me antoja que debería aprender algo de ella, pero no acierto a barruntar el qué.

Ha sido un día ajetreado y mañana todavía queda un trecho hasta llegar al mar. Debería meterme en la cama, pero la visión de aquel antro amarillento me ancla a la silla de una horchatería hasta pasadas las once. Desde un teléfono público, llamo a mi hijo para que mañana sobre las dos de la tarde esté en La Marina, pedanía de Elche  que se asienta a la orilla del mar a unos dieciséis kilómetros de donde me encuentro.

Me adormezco pensando en Lauren Bacall y sueño con el vuelo de un Halcón Maltés.

En el próximo capítulo, Peiró culminará el viaje que le ha llevado del nacimiento (en la imagen, la Font de la Coveta) a la desembocadura del río Vinalopó. No se pierdan las reflexiones finales.
En el próximo capítulo, Peiró culminará el viaje que le ha llevado del nacimiento (en la imagen, la Font de la Coveta) a la desembocadura del río Vinalopó. No se pierdan las reflexiones finales.

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