IV
La gran casa solariega había consumado su inexorable proceso de deterioro. El techo había desaparecido por completo, así como los marcos y hojas de puertas y ventanas. El muro frontal, donde veintidós años antes nos habíamos hecho aquella fotografía, continuaba en pie. Corren rumores, sobre los que no he sido capaz de atestiguar su falsedad, que algunos próceres de la vecina Elda habían hecho construir aquel caserón para que el insigne D. Emilio Castelar – el mejor orador de la primera república, la de 1873, de la que luego fue presidente – que pasó en esta localidad su niñez y primera juventud, pudiera usarlo como lugar de descanso y esparcimiento. Que yo sepa, sin embargo, no hay noticia fidedigna que aquel gran republicano liberal pusiera jamás los pies por estos entornos.
Nosotros solíamos venir aquí el segundo día de Pascua a comernos la mona. Un enjambre de chiquillos calzados con alpargatas de suela de cáñamo, seguidos de cinco o seis matrimonios todavía jóvenes. Los caseros, humildes, enjutos y solícitos, salían a recibirnos. En el gran zaguán y en el comedor adjunto, húmedos y fríos por la larga ausencia de calor humano, y por las grandes losas de desnuda piedra que recubrían el suelo, se extendían las viandas propias de la ocasión: huevos duros, tortillas de espárragos, de habas y de patatas, filetes de magro empanado, conejo con tomate y empanadillas de atún. De postre, toñas, magdalenas y sequillos. Los niños engullíamos, los manjares con excitación y ansiedad, nuestra imaginación puesta en la cercana aventura, el paso del tren. Apenas trescientos metros separaban el corral trasero, con su profundo olor a excremento de cordero y oveja, de la vía del ferrocarril. Tan solo había que trepar por unas rojizas lomas, chispeantes de yeso, y los relucientes raíles aparecerían ante nuestros asombrados ojos. Hasta podían tocarse con la mano, aunque eso estaba rigurosamente prohibido. Pocas cosas me han alterado tanto el pulso como aquella espera al atardecer. Dado que, a finales de los cuarenta, el tiempo era bastante más barato que hoy en día, los trenes acumulaban retrasos considerables, por lo que, a veces, teníamos que sentarnos junto a un pino y soportar largos minutos de callada y tensa espera. Cuando al atravesar el gran puente de hierro, desde donde, en aquellos famélicos tiempos, solían lanzarse al vacío una media de tres o cuatro padres de familia al año, el tren emitía su punzante silbido, todos nos poníamos de pie y respirábamos profundamente. Cinco minutos más tarde la tierra temblaba y, detrás de unas lomas, aparecía aquel monstruo con su cola de vagones de madera, de entre cuyas ventanas podían verse sus humanas víctimas. Esa noche siempre tenía el mismo sueño. En el momento que iba a tocar el frío raíl, aparecía aquel dragón de humeante chimenea, con sus calderas al rojo vivo y sus aterrorizados pasajeros, y, abriendo sus fauces, me engullía hacia sus vísceras incandescentes.
De adolescente y joven no paré en demasía por aquellos parajes. Sus dueños llegaron a tener aquella propiedad en medio del más absoluto abandono. Años después, a uno de mis hermanos se le ocurrió alquilarla. Durante ese periodo, a veces, nos reuníamos allí, en verano, la familia entera., padres, e hijos e hijas, junto a sus respectivos cónyuges y prole, si los hubiere. Fue en uno de aquellos estíos, poco antes de marcharme a vivir durante una larga temporada al lejano oriente, cuando nos hicimos aquella foto. El sol del mediodía se refleja oblicuamente contra el grueso y terroso muro, la lechosa grava que cubre el suelo se refleja en las morenas caras, iluminándolas con un aura peculiar. Catorce personas están en ella, incluidos un niño de dos años, mi hijo, el que me trajo en coche hasta Banyeres, y dos bebes de pocos meses. El personal está dispuesto como en un racimo de uvas. La mayoría está sentada sobre un gran banco de piedra caliza, algunos otros, erectos, detrás de los asentados, y otros pocos descansando sobre los relucientes guijarros. Las caras serias, los vestidos livianos, las teces oscuras. Los catorce pares de ojos, vaya usted a saber por qué, incluido niño y bebes, irradian fe, certeza y confianza en el futuro, afirmación del presente y superación del pasado. Es un fulgor colectivo, una inspiración luminosa de una mañana de verano. Poco queda de aquel resplandor. Mas, siempre me gustó pensar que, mientras muro y banco permanezcan en pie, los tiempos de la foto no pasaran.
Las gentes no paran de saludarme, desde que hace diez o quince minutos me he sentado, a la sombra de un viejo pino a pocos metros del río, a la entrada de la antigua avenida de palmeras, de las que apenas quedan dos o tres pares, que conducía a la vieja mansión. Al borde de donde me hallo, siguiendo el curso del río, transcurre un ancho y bien conservado camino por donde, en esta mañana dominical, circulan, corriendo, andando, a caballo, paseando el perro, en moto o en bicicleta, gentes de toda edad clase y condición.