En busca del Vinalopó (IV)

Hacia la una de la tarde, luego de más de media hora de marchar mirando al suelo, llego a la carretera vecinal que une a Aspe con la autovía, desde allí puedo trasladarme a la margen izquierda y volver a mi primitiva condición de homus erectus. Busco algún lugar conveniente para la acampada pero, en lo que abarca la vista, no se divisa ni un solo lugar con sombra. Al final tengo que agachar de nuevo la cerviz y refugiarme bajo otro emparrado. Engullo un pequeño refrigerio y sacio mi sed. Reemprendo la marcha, al cabo de diez minutos el camino desaparece tragado por los cañaverales que han vuelto a brotar de forma casi milagrosa. Por fortuna, un viejo pontón aparece bajo mis pies, atravieso el río y, campo a través, llego hasta una vieja caseta de una cantera abandonada que se levanta en medio de una loma. Allí encuentro una estrecha senda que se adentra en unas chatas colinas donde el Vinalopó se encajona. El sendero desciende hasta casi lamer el agua que, poco a poco, ha ido perdiendo su textura lechosa. El cañón se estrecha más y más y aumenta la pendiente, el río se vuelve retozón y cantarino; cuatro matas de esparto constituyen la única presencia del reino vegetal en este tramo. Pienso en el mar. “Pronto veré el mar”, me digo. Pero lo único que me rodea son las áridas colinas. A la vuelta de un recodo, el desfiladero se ensancha, levanto la vista con la vaga esperanza de ver la cinta azul sobre el horizonte, lo único que puede verse es una nueva línea de colinas desnudas pardas y rojizas. Entre ellas y el lugar que me encuentro se abre el vasto piélago ondulante y verde turquesa de inmensos cañaverales, en medio de los cuales, como surtidor gigantesco, se levanta una grácil y singular palmera. Me adentro en aquel océano de frágiles tallos, algunos de los cuales llegan hasta los cinco metros de altura. Un sendero de altas paredes verdes me acerca hasta el centro del cañaveral, donde se abre un claro salpicado de matorrales, sargas y juncos. La senda se dirige ahora hacia las pedregosas colinas, mas, poco después, muere en medio de la espesura. Observo que tan solo me faltan unos pocos metros para llegar al ribazo. Abriéndome  paso a empellones, llego a mi destino. Trepo por la áspera ladera  hasta encontrar un camino que serpentea por las bermellones colinas. Un poco más allá, algunos pinos enanos intentan dar sombra a los roquedales. Llego hasta ellos, me deshago de mi petate y apoyo mi espalda en uno de sus troncos canijos. Son más de las dos y media de la tarde y del mar no se tiene noticia. Bebo ávidamente del recalentado líquido de la botella, mastico sin ganas un polvoriento pan de higo. Camisa, pantalón y gorra están empapados, los cuelgo de un pino y espero a que se sequen. Veinte minutos más tarde reemprendo la marcha. Durante media hora me pego al camino, pero pronto me doy cuenta que  su trazado es circular y, por ende, no me llevara a parte alguna. No tengo más remedio que continuar campo a través, subiendo y bajando empinadas vaguadas. La sed comienza a demandar su óbolo pero me resisto a disponer del último litro de agua que queda en mi cantimplora. Sin previo aviso, en lo alto de una loma, se extiende ante mí una extensa altiplanicie sembrada de diminutos naranjos y espinosos granados, “Con qué agua se regará todo esto”, me pregunto. Y no por mor de una  morbosa curiosidad agrimensora, sino por ver la posibilidad de hundir mi cabeza en algún pozo o acequia. Cosas de la modernidad, descubrí muy pronto que aquello estaba provisto de un sistema de riego por aspersión y, obviamente, era imposible obtener una solo gota de los finos tubos de caucho que se extendían entre las plantas. Me acerqué a uno de los infantiles naranjos, le arranqué un pequeño fruto de un verde aterciopelado y oscuro y, desenfundado mi pequeño cuchillo, lo sajé por la mitad. Mis dientes se hincaron con fuerza en su pulposo interior y mis labios succionaron el  agrio jugo. Repetí la operación tres o cuatro veces hasta que la acidez de la fruta me atacó la garganta. Encaminé entonces mis pasos hacia el campo de granados, pero su fruto tampoco estaba en sazón, por lo que, después de haber experimentado el fuerte amargor de uno de ellos, proseguí, algo aliviado, el camino. La altiplanicie terminaba en una pequeña altura y desde ella  puede ver el mar. Dios sabe porque ridícula asociación de ideas, me acorde de la Anábasis del griego Jenofonte y la alegría de los mercenarios dóricos al divisar el Mediterráneo después de meses de deambular por la altiplanicie de Anatolia.

Desde aquel otero, descendía, con un desnivel de, al menos, el veinte por ciento, hasta lo más profundo de la barranca, un recto y ancho camino. Lo malo era que, al llegar al fondo, había que subir de nuevo. Bajé y subí, subí y bajé por aquel empinado tobogán durante más de un par de kilómetros, durante los cuales consumí la poca agua que me quedaba. Al fin, cuando ya estaba a punto de sentarme a la vera del camino a retomar un poco el resuello, se abrió ante mí, entre le calor y la calima, la tímida verdor de la campiña ilicitana. En primer término, junto a la presa del viejo pantano, podía verse una especie de terraza construida sobre una blancuzca y pedregosa colina. Allí crecían media docena de escuálidos arbustos a la sombra de los cuales se hallaban esparcidos, sin orden ni concierto aparente, algunos bancos y mesas fabricados de troncos de palmeras. Una multitud dominguera pululaba por aquel extraño merendero. Los ancianos descansaban sobre aquellos banco sin respaldo, los niños se distraían dando puntapiés a los guijarros, y madres y padres se afanaban con bultos, termos y paelleras. Pero, lo importante era que, en un rincón, había una fuente de agua alcalina, salobre y tibia que me supo a gloria.

Eran cerca de las cuatro, el centro de la ciudad no debía de distar de ese punto más de unos cinco o seis kilómetros. Las piernas me pedían descanso, pero la cabeza me decía que lo mejor era realizar un último esfuerzo en busca de una ducha y de una jarra de cerveza bien fría. Me eché la mochila a la espalda y enfilé camino abajo. Veinte minutos después decidí que no había prisa ninguna, que igual daba llegar a las cinco que a las seis, la cerveza y la ducha no se iban a mover doquiera que se hallasen. Junto a una curva de la carretera, en lo alto de un ribazo, se levantaba un viejo algarrobo. Me deshice de mi bártulos apoye la espalda contra el tronco y cerré los ojos. El runruneo de la autovía de Alicante a Murcia, unos cientos de metros a mi derecha, se mezclaba con los agudos chillidos  que emitían algunas gitanas desde las chabolas de mi izquierda y con los rebuznos de un invisible borrico. Saqué las pasas y la torta de higos y mastiqué con ira.

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Imagen de la célebre ríada de 1982 a su paso por Elche.

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