Agua de borrajas

Otra cosa que confesó Virgilio es que todavía conservaba una gorra que se había comprado el día que salió agua por primera vez y verdaderamente, encima de la mesa, se encontraba la gorra de la foto treinta y nueve años después. «La conservo porque ja­más me he preocupado en con­servarla. Nunca sé bien dónde es­tá pero al final, mira, la encuen­tro.» En ese momento se la colo­ca y oculta su exigua melena: «si conservas las cosas el tiempo suficiente, siempre acaban siéndote útiles».

Los recuerdos de Juan son de la primera línea de batalla: «el principal problema del pozo era cómo coger los tubos al agujero. Se optó por ir colocando cada vez tubos más estrechos, con­forme nos acercábamos a la su­perficie, y además así era más barato. La primera vez que in­tentamos extraer agua el último tubo, el más pequeño, voló por los aires.» Pero eso es sólo la pri­mera parte, «después se cam­biaron los tubos, que bajaban más o menos sujetos hasta aba­jo, donde los fijábamos. Pues bien, el primer tubo que bajába­mos se soltó y cayó libremente. Yo me encontraba abajo, en un espacio en el que apenas cabía­mos el tubo y yo. Cuando vi que caía como un misil me pegué a la pared y esperé que cayera rec­to. Afortunadamente así fue.» Pero hay un recuerdo sobre el que aún no puede sonreír: «en una plataforma, sobre el pozo, trabajábamos una persona ya mayor y yo. El cometido de mi compañero era mantener esta­ble la plataforma con una espe­cie de polea. Lo habíamos hecho varias veces y no había ocurrido ningún problema, pero un día se le resbaló la cuerda de las ma­nos, la plataforma se volcó y ro­dó por el suelo. Yo reaccioné y lo cogí al borde de la plataforma, exactamente esa imagen que han visto en tantas películas de acción, sólo que con la dificultad añadida de mantener el equilibrio en una inestable plataforma inclinada. Afortunadamente mi compañero pudo regresar a la plataforma y la situación se so­lucionó».

El suceso más gracioso lo pro­tagonizó Ernesto, padre de Juan: «cuando explotó el tubo, el agua a presión nos golpeó a todos y mi padre perdió la dentadura. Entre la confusión, creímos que había caído en el pozo y mi padre entró a buscarla. Estuvo en esa tarea un buen rato, mirando si estaba en algún recoveco. Cuando ya su­bía, derrotado, la vio enganchada a la plataforma, en la superficie».

También recuerda Juan que, si bien el agua no servía ni para el consumo ni para el riego, «limpiaba la ropa de una manera es­pecial. No sé la causa, pero ya le gustaría a muchas lavadoras ac­tuales dar ese resultado.»

La nota folclórica, nunca, mejor dicho, la entona Alfredo Millá, uno de los socios: «cuando salió el agua vino todo el pueblo y los músicos de la Unión, por entonces unos treinta, tocaron largo y tendido. Después de todo era en verdad una celebración popular, el agua era para todo el pueblo, nos arriesgamos con aquel pozo no por ánimo de lucro, sino en pos de un bien común».

El tesoro hundido

A la entrada de la Molineta, en el lindero oeste de la urbanización El Paso (cuyo promotor es José Chorro Suay), puede per­manecer todavía esa agua subterránea en la que tan­tas miradas convergieron hace cuarenta años. Los im­plicados en aquella primera («y última por mi parte», suele añadir Juan) extracción se mojaron y nos dieron su opinión:

SÍ: Juan sostiene que «si se excava, claro que hallarán el agua, y no sólo eso, también un buen puñado de pesados tubos de la empresa Rielsa, porque allí nadie se moles­tó en sacar nada». Según su versión, el tesoro líquido con entrañas de metal «está todo ahí. Se paró la extrac­ción porque era una ruina: salía poca agua y no tenía una fácil utilidad. Quizás haya un mayor caudal a más pro­fundidad, que haga rentable un nuevo pozo, pero eso ya es especular». Pero lo que Juan sí puede sostener sin ta­pujos es que agua, como las meigas, «haberla, hayla». Alfredo es menos rotundo que el hijo de su socio, pero no descarta la posibilidad: «tal vez hay todavía agua, pero a muchos metros de profundidad. Aunque realmente no lo sé». Su mujer parece estar mucho más segura, porque piensa que estoy interesado en volver a extraer agua, y co­menta: «si hay que perforar, se perfora».

NO: La posición de Virgilio es clara como el agua: «No, no, ¿qué va haber agua ahí? Aquello se acabó, cero, kaput…»

En todo caso, como dirían los abogados, hay una duda ra­zonable: el agua puede estar ahí. Un agua que se revaloriza a cada segundo que pasa: si hace cuarenta años su valor era ya importante, hoy vale diez veces más.Y no importa si sale salada (en el conocido manantial de Novelda, de agua ultrasalada, se instaló un balneario de lujo y aún en la actualidad no es infrecuente ver a gente bañándose) o sulfurosa (¿han oído hablar de las exitosas aguas de Fuente Podrida o Cofrentes hoy día las aplicaciones del agua son casi infinitas y eso que parece que la ciencia sólo ha atisbado su poder medicinal y sus aplicaciones para todo tipo de tratamientos y recuperaciones.Quizás generaciones venideras se extrañen de que no nos beneficiáramos de bienes tan evidentes.

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