Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Petrer Mensual nº 9 – Septiembre de 2001
Hace 40 años en La Molineta, ahora zona urbana, brotaron 90 litros por cada segundo transcurrido. Con el paso del tiempo el caudal menguó y el agua dulce se convirtió en salada. Algunos aseguran que el preciado líquido todavía está allí y que constituye todo un «tesoro escondido».
En 1962, allá por San José, por fin ocurrió: un caudal de noventa litros por segundo brotaba del pozo excavado en la Molineta. Los campos adyacentes se inundaron rápidamente.Todo el pueblo se acercó a inmortalizar en sus retinas el acontecimiento. Los componentes de la entidad mercantil Aguas y Riegos «La Molineta», aquellos pioneros que habían obligado a la tierra a escupir con furia el bien llamado oro líquido, se daban palmadas en la espalda: «por fin». Parecía el justo premio a tanto esfuerzo. Pero sólo fue un efímero momento de éxtasis colectivo, como marcar un gol en una final que acaba perdiéndose. Y ésa es la comparación que nos puede guiar: la medalla de plata, la vitrina vacía, el segundo puesto.
«Se sabía que en la Molineta había agua, así lo señalaba algún estudio y varios zahorís consultados» asevera Juan el Arpa, hijo de Ernesto, la figura capital en esta empresa; «el terreno era propiedad de mi padre, así que convenció a algunos amigos para que le apoyaran económicamente a la hora de extraer el agua y les vendió una porción de terreno de una tahúlla (equivalente a once áreas y dieciocho centiáreas) de extensión por cinco mil pesetas, de esta forma se creó la Sociedad de Aguas y Riegos la Molineta. No me preguntes qué les dijo o cómo les convenció, simplemente consiguió subirlos a todos al mismo barco» Los grumetes del único barco de la historia que naufraga por falta de agua eran Faustino Rico, Ramón Vidal, Francisco Rico, Francisco Verdú, Maximino García, Amparo Rico, Alfredo Millá y Ernesto Poveda. Al poco tiempo embarcó algún otro ilustre lobo de mar, como Pepe «el del sindicato» y Francisco Leal (Paco Sogall).
Los inicios fueron duros, como relata Juan: «del pozo se hicieron ochenta metros a mano. Yo personalmente, acompañado siempre por el Ficha, estuve cavando casi dos años. Después de eso se hicieron sesenta metros con barrenos y perforadoras, hasta que finalmente, a ciento cuarenta metros, hallamos el agua. Ésta se estimaba a sesenta metros de profundidad, continuamos tanto porque en la sociedad éramos muchos, uno sólo se habría cansado bastante antes. Y además todos estábamos seguros de que saldría agua». El pozo se convirtió en una cuestión de fe, en un reto personal, y así, bajo estos dos principios, el barco salvaba su primera gran ola.
Los dos primeros días que salió agua lo hizo con rabia y era potable. Al tercero el caudal decreció, pero todavía «salía un caudal importante, que respondía a nuestras expectativas». Incluso lo que mostraron los análisis de ese fatídico tercer día, un agua con tres gramos de salinidad no apta para el consumo humano, no les desanimó. El agua se dedicaría «al riego».
Lo siguiente era canalizar y controlar el agua. «Vinieron cuatro empresas, finalmente fue una de Valencia, ‘Rielsa’, la que se encargó de todo: las bombas, los tubos, etc. Y sobre todo el motor de la bomba, es lo que más recuerdo: era gigantesco y tenía un sonido muy característico». Pero a partir de aquí, la historia del barco de nuestros héroes es la del continuo aumento de las olas y el viento. El mar se encrespaba: «ponerlo todo en funcionamiento nos costó sudor y lágrimas, cada día se estropeaba algo. Para entonces el caudal era de veinte litros por segundo, éste era su caudal, en un primer momento se debió coger una bolsa de agua». Sin embargo, aún bastante menguado, el manantial continuaba siendo muy apetecible para los agricultores: «se hizo un nivel con una goma y muchas canalizaciones, se dio acceso a muchas tierras, desde el vertedero hasta la Molineta».
Hasta entonces los problemas eran afrontables y el éxito era sólo una cuestión de constancia. Pero la mala suerte extendía una vez más su ominosa mano: «al segundo año de riego, la tierra, la propia caliza, se deshacía. Era como si hirviera. El agua, por su parte, parecía aceite,era muy grasosa» . En la tierra donde se regó en un principio, como si la hubiera pisoteado el mismísimo Atila, «ya no volvió a crecer la hierba». La explicación residía en la presencia de sales minerales incompatibles con el cultivo. «El agua ya no tenía ningún uso claro y además el caudal disminuía, hasta tal punto que ya no era rentable su extracción».
El barco se hundía y los socios fueron saltando progresivamente. Como manda la tradición, el capitán fue el último en caer: «finalmente quedó mi padre, y optó por vender el terreno a una empresa de Monforte del Cid (la transacción la realizó, por si alguien lo dudaba, el mago de las ventas, Paco Sogall) que tampoco tardaría mucho en deshacerse del ruinoso negocio». El destartalado barquito había capitulado ante la dura condición, después de navegar por un camino donde «todo fueron pérdidas» y «trabajo sin recompensa» excepto en el hecho de que, quizá, sea una proeza perfecta para que la imaginación vuele alto: «Sí, eran ocho, y estuvieron a punto de conseguirlo. Su jefe tenía el cabello rojo como el fuego y medía más de dos metros…»
La Odisea
No hablan de gigantes de un solo ojo o bellas sirenas, pero si se le pregunta a alguno de los implicados por algún recuerdo curioso sonríen de oreja a oreja. «Tengo más recuerdos de ésos que de de los serios» comenta Virgilio Pérez, contable de la empresa, «con e tiempo todo te parece que posee un valor anecdótico ».Tal y como dice un estudio de sus libros de contabilidad (concretamente el llamado «Diario de caja», que comienza antes incluso de hallar agua, allá por 1961 ) nos revela la inaudita coyuntura económica de la época: un libro de leyes de aguas costaba ciento veinte pesetas; una conferencia a la que asistieron para «averiguar lo del cable» les salió por ciento cincuenta pesetas; la legalización de libros en papel, trescientas treinta; los servicios de un carburerò y carburo, ciento veinticinco; el guarda Calillos cobraba cincuenta pesetas por cada día de vigilia; dormir en la pensión Regina salía por doscientas cuarenta y nueve perras; y un kilo de sal era nuestro si desembolsábamos tres pesetas… Incluso encontramos que el yeso se pesaba en ¡caices! Pero lo más llamativo son los precios de los taxis: viajar a Valencia costaba cuatrocientas noventa pesetas, trescientas setenta valía el desplazamiento a San Pedro del Pinatar y cincuenta pesetas era el menoscabo de nuestro patrimonio económico al acercarnos a Elda. Todos los viajes de la empresa fueron realizados (lógicamente) por los dos únicos taxistas que había en Petrer: Juan Martínez («Juanito el chófer») y Manuel Martínez.