El descubrimiento

Querido lector:

Siempre he creído que la amistad, el amor y el sexo son tres palancas que mueven el mundo, y mi experiencia vital me ha dado la razón porque, al menos, sí mueven mi mundo. Por eso, estos relatos tienen mucho de las tres. Puede que haya cambiado los nombres de los personajes o adaptado las situaciones, pero los sentimientos expresados en las narraciones son totalmente reales, reales de verdad. Espero que las disfrutéis tanto como yo. Y aprovecho para invitaros a que si queréis nos contéis vuestras propias historias o nos consultéis cualquier duda o problema sobre estos temas.

Pd. Gracias a todos los que habéis hecho posibles estas historias.

El descubrimiento

Alicante. Mediados de septiembre, empezaba a refrescar. Viernes noche. Lidia se preparaba para salir. Tenía 21 años. Acababa de hacerse otro cambio de look: media melena y mechas rubias. Menuda, aunque con pecho imponente, sus rasgos, algo infantiles, eran atractivos. Se enfundó en unos vaqueros, se puso una camiseta de tirantes escotada y se calzó sus botas marrones. Mientras se arreglaba pensaba en Ricardo. Le había conocido ese verano a través del primo de un amigo. Desde el principio le llamó la atención: alto, fibroso, moreno, con el pelo rizado a la altura de los hombros, tenía un aire al galán de ‘Pasión de gavilanes’ con el aspecto aniñado de Gonzalo Miró. Una monada, vamos.

‘Nena, que le gustas a Ricardo’, le había dicho esa semana Lucía, ‘que me lo ha dicho Javi’ -amigo de Ricardo, que su amiga conocía-. ‘¡Venga ya!’. ‘Que sí. Este finde hacen botellón en el apartamento de Javi, me ha dicho que te iba a llamar. Yo no puedo ir, pero tú aprovecha, que te lo pone en bandeja…’ ‘Ja, ja, ja. Vaya tela’. ‘Y quiero detalles’. ‘Ja, ja, ja’. La conversación pareció sacada del patio de un instituto, pero es que en el fondo aún conservaban esa inocencia. Y eso que Lidia iba de femme fatale, daba la impresión de comerse el mundo, cuando sólo era una fachada, una coraza, para que el mundo no la comiera a ella.

Cogió la chaqueta y salió de casa. Condujo el coche de su madre -el suyo estaba en el taller- hacia San Juan. Llegó al apartamento, que se encontraba casi en El Campello. Una urbanización de playa, con jardines y piscina; bien conservada. Se miró en el espejo del coche, se retocó el pintalabios, más brillo, y repasó la línea negra de los ojos. Tocó al telefonillo y  abrió Javi. Nada más entrar en el salón y saludar a los cuatro chicos (eso nunca le había intimidado, había ido muchas veces de fiesta solo con amigOs) se dio cuenta de que el ‘rollito’ que había entre Ricardo y ella rondaba en el ambiente.

Se sentaron en la terraza y Lidia les acompañó con los cubatas, aunque apenas bebió una copa. Tampoco ellos tomaron mucho. Tenían ganas de salir de fiesta y en poco más de una hora abandonaron el piso para continuar el botellón en el Castillo. Se fueron todos en el coche de Lidia. En 20 minutos estaban en las faldas del Benacantil.

Se encontraron con unos amigos de ellos y se pusieron a hablar, beber y reír alrededor de las bolsas de plástico con hielos y botellas. Lidia se fijó en que Ricardo cojeaba de la pierna derecha y le preguntó qué le había pasado. ‘Un papiloma en el pie, lo he cogido en el gimnasio. No es importante, aunque molesta bastante’, le explicó, ‘pero hoy tenía que salir’, apostilló con picardía sacando a relucir la mejor de sus sonrisas.

Pasaban los minutos y las miradas cómplices entre Lidia y Ricardo se sucedían. Estaba claro. Lidia empezaba a sentirse impaciente. Aunque estaba muy a gusto y, además, disfrutaba de esos momentos previos del ritual antes del momento álgido, quería que estos ‘trámites’ pasaran rápido.

Al fin pusieron rumbo al Barrio. Los chicos propusieron un pub que estaba en la calle de arriba de la plaza de La Plata. Ella no puso ninguna objeción, al fin y al cabo no esperaba estar mucho tiempo dentro del garito. De todos modos, le sorprendió gratamente descubrir que la música no estaba mal, pop y rock, y que el sitio y el ambiente eran bastante decentes.

Comenzaba la segunda parte del ritual. Acercamientos, tonteo, brindis, más chupitos y, lo fundamental, arrimarse para bailar. Mucho. Pudieron olerse. Pese a que apreciaba que se había puesto colonia, él olía sobre todo a limpio, a recién duchado. El de ella era un olor más intenso y exótico, y muy yin, olía a incienso y mirra. La impaciencia se convertía en ansiedad. Estaban ya a punto de caramelo, rozándose las caras y sintiendo el aliento la una del otro y… en ese preciso momento alguno de los amigos tuvo la genial idea de cambiar de lugar. Era como en los sketchs de la tele, cuando sale una escena bonita, con música suave de fondo y, de repente, un personaje suelta una barbaridad, se oye el ruido de disco rayado y toda la magia y el romanticismo desaparecen. ‘Me cago en la puta…Hay que joderse’, pensó Lidia, mientras se esforzaba en mostrar buena cara.  A Ricardo también se le notaba a la legua que la interrupción no le había hecho mucha gracia.

Total, que se fueron todos a un irlandés de La Rambla, al Mooligan’s, y pudieron reanudar el ritual. Apoyado en la barra, le hablaba a ella pegadico a su oído y ésta sonreía. Se acercaron todavía más, tontearon de nuevo y comenzaron a besarse. Primero despacio, y con descansos largos entre morreo y morreo, para terminar de tomar confianza, luego más intensamente.

Enfrente, los chicos, muy maduros ellos, los miraban y se reían sin preocuparse en disimular. Incluso sacaron la cámara de fotos para inmortalizar el momentazo. Pasaron unos tres cuartos de hora, y el pub cerró. Eran las 4.30 horas. Ya fuera, discutieron sobre dónde ir: ¿Puerto? ¿after? ¿San Juan? Ricardo y Lidia se miraban sin decir nada. ¿Cómo hacer para desaparecer los dos sin anunciar con tubos de neón y letras parpadeantes que iban a follar? Y él fue rápido. ‘Yo creo que me voy a ir al piso ya, porque me duele el pie. ¿Me puedes acercar?’, preguntó mirando a la chica. ‘Claro que sí, además, yo también estoy un poco cansada’. La excusa había quedado bastante natural; los amigos, que decidieron ir al Puerto, aceptaron barco y Javi le dio las llaves, aunque lo miraran por donde lo miraran, aquello cantaba por soleares y por bulerías.

Lidia había aparcado en una de las perpendiculares que unen las calles Calderón y San Vicente. Recorrer el trayecto hasta allí desde La Rambla no debía durar a paso normal más de 6 minutos. Tardaron más del doble, no tanto por la cojera de Ricardo como porque, haciendo caso al gran maestro, se pararon en cada farola para besarse y hacerse arrumacos. Cogidos de la mano llegaron al coche y se dirigieron al apartamento. A Lidia no le hizo falta buscar ningún pretexto para subir, simplemente Ricardo dijo: ‘¿Subes?’ Y subió.

Por el pasillo, de camino a la habitación de Javi, Lidia marcaba el paso con Ricardo detrás, rodeándola con sus brazos por la cintura, besándola por el cuello. Sus manos subieron y por encima de la chaqueta le tocaron tímidamente el pecho, instintivamente ella puso sus manos sobre las suyas para indicarle que tenía vía libre.

Se fueron a la cama y se desnudaron rápidamente. ‘Qué piernas más bonitas’, pensó Lidia cuando Ricardo se quitó los vaqueros. A él se le abrieron los ojos al ver sus tetas que se imponían ante sí. Las besó y lamió sus pezones rosados y ella le acariciaba el pecho, depilado, bajando cada vez más, hasta llegar al pene, que también acarició con pasión, algo que él repitió a la inversa.

Lidia estaba muy excitada, le volvió la impaciencia, esta vez porque se la metiera directamente, por follar. Sin embargo, él se puso encima; besó su cara y fue recorriendo su cuerpo con la lengua; se sentó al final de la cama. Ella lo miraba algo incrédula, nunca le habían hecho ‘eso’, nunca se lo habían comido. Aún no había practicado sexo oral. Tuvo algo de recelo y miedo a no saber qué hacer, dudó en pedirle que no siguiera por ahí, pero no le dio tiempo a hablar. Antes de poder reaccionar, Ricardo tenía su lengua entre sus labios, moviéndola e introduciéndola, al tiempo que le acariciaba los senos; y ella sólo pudo soltar un pequeño gemido. El placer la iba recorriendo, pero una mezcla de temor y cierta culpabilidad le impedía dejarse llevar del todo.

Él paró. Y ella, que había estudiado en colegios de monjas y curas y tenía muy inculcado eso de dar para recibir, se dispuso a corresponderle. Cambiaron las posturas. Los rasgos infantiles de Lidia se tornaron perversamente sexys. Acercó su boca a su miembro, no sin cierto reparo. Pero, alumna aplicada como era, empezó a besarla por la punta. Sorprendentemente no sólo no le desagradó, sino que le gustó, gozaba como pocas veces había hecho. Y siguió chupando de arriba abajo y por todos lados, casi con devoción. Él respondió con gemidos, fuertes y leves.

Ninguno llegó a tocar el cielo con los dedos esa noche, y eso que insistieron. Se les quedó un poso de frustración y vergüenza. Aquello pasó e, incluso, fueron amigos, pero nunca hablaron de esa noche. Eso sí, al menos a Lidia le sirvió para descubrir cuál iba a ser a partir de entonces una de sus posturas favoritas en la cama.

 

 

 

 

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