Monaguillos

 

*Reportaje publicado en la revista Festa 1995

Cruzar el pórtico de la iglesia de San Bartolomé era como adentrarse en el interior de un universo caótico y pavoroso. Tan sólo habían pasado tres años desde que, en una tarde calurosa de agosto, el odio y la venganza de unos locos pirómanos, pertenecientes a una clase apaleada desde siglos atrás, lograron que las llamas devoraran el templo y su archivo histórico. Un capítulo doloroso y sangriento, sin duda el más atroz de nuestra historia local, se estaba empezando a escribir con sangre en los aledaños del templo de San Bartolomé, cuyas secuelas de aquella tragedia humana que fue la Guerra Civil iban a perdurar hasta nuestros días.
En el interior del templo hace frío. Es casi la Navidad del añol 1939. La primera Navidad sin músicas de metralletas ni cantos de horror desde que se iniciara la salvaj pelea entre padres e hijos, entre hermanos, entre ricos y pobres, entre explotadores y oprimidos.

Sentados en uno de aquellos bancos situados enfrente del altar mayor, el presbítero D. Conrado Poveda y un joven, que desea casarse, miran a su entorno percibiendo un tenue olor a quemado. Don Conrado, amargamente comenta, «seguramente, ni tú ni yo volveremos a ver la iglesia blanca». El joven no dijo nada y por su mente empezaron a fluir recuerdos de infancia, de un tiempo en el que él fue monaguillo, cuando el cura Torres y losé María Tortosa era sacristán. Toda la tensión de aquel momento empezó a disiparse a medida que iban llegando aquellos recuerdos y vivencias de aquel tiempo de infancia en que también fue monaguillo de San Bartolomé.

Sonrió cuando se acordó de Justo el Campanero -monaguillo de por vida- siempre tan quisquilloso y sobre todo miedoso. «Entonces, en la iglesia, había un cráneo humano que se utilizaba en los oficios de Cuaresmales, el cual empleábamos para asustar a Justo. El juego consistía en ponerle una pequeña vela encendida en el interior del cráneo, resaltando tenebrosamente sus orificios y lo dejábamos en rincones oscuros donde Justo pudiese encontrarse con él. Los gritos de miedo se oían por toda la iglesia saliendo disparado hacia la calle. También acostumbrábamos a tomar algún traguito del vino del que se guardaba para la celebración de la Eucaristía, que se traía de La Algueña y a comernos el sobrante de las formas que hacíamos en casa del sacristán y recortábamos a tijera. Íbamos de buena mañana a decir misa y luego, en vez de ir al colegio, nos subíamos al molino de la pólvora a pasar la mañana, o bien a su carpintería a hacernos alguna espada de madera o verle timbrar plantas para las fábricas de zapatos. De este hombre, de carácter férreo, recuerdo algo que me hizo mucha gracia, y es que sentenció, celebrando el bautizo de una niña que se casaría con ella, y así lo hizo, y tuvieron dos hijos varones y una niña, que se llamaron Pepe, Julio y Julia. Pepe, también fue sacristán y Julio murió fusilado, junto a otros del pueblo, como consecuencia del alzamiento faccioso del 18 de julio con tan sólo diecisiete años».

Casóse el joven y tuvo como vecino a un hombre que también se iba a significar como sacristán de la iglesia de San Bartolomé. «Fue el tío Pedro Requena, aquel pintor de Caudete que cuando se jubiló se hizo sacristán, y que además sabía tocar el violín«. «El tío Pedro fue un personaje angelical cuyo mayor exabrupto ante un gran cabreo era decir por los clavos del Señor». A este entrañable hombre, menudo, de barbilla afilada, gafas y calvicie que tapaba siempre con su inesperable gorra, también le fusilaron a su hijo Pedro en el mismo proceso que a Julio Tortosa. «El tío Pedro conmovió a las gentes de bien cuando dijo que perdonaba a los que mataron a su hijo. La Guerra Civil iba sumando muertos en los aledaños de San Bartolomé».

La dureza de la postguerra arrecia, pues Franco no cumple ninguno de sus compromisos en lo que se refiere a carencia de represiones. Hay mucha hambre y mucha gente detenida por las nuevas autoridades que van concentrándose en el cine de verano que hay en la Explanada. Los nombres de los nuevos jefes políticos son tan temidos como los de la época de dominación marxista. El hambre es atroz y hay gentes que mueren a su consecuencia. En el cine de la Explanada, hay guardias que se comen la comida que llevan las familias a sus presos y otros les apalean en los interrogatorios y se les obliga a cantar el «Cara al sol», que incluso cantan a dúo. Las gentes del pueblo acuden a la Explanada paja oírlos cantar. A los que detienen robando se les pela al cero, barren las calles y se les pone un cartel en la espalda que dice «por ladrón» y los hacen bajar por la calle Gabriel Payá cuando la gente sale de las fábricas. A los trabajadores se les obliga a acudir los domingos a sus fábricas para ser llevados en columna de a dos a oír la santa misa. Los jueves no había colegio y se obligaba a los niños a ir a la iglesia dándoles un papel que se sellaba como justificante y había que enseñar a la vuelta en el colegio y en el mes de mayo, el mes de María, muchos niños pobres tenían que robar flores para poder llevarlas a la Virgen María.

De izquierda a derecha: Francisco Máñez, Juan Valcárcel, Ricardo Tomás, Antonio Mira y Pepito Tortosa.

El profesor Pavía, catedrático de Literatura, resume magistral mente este tiempo. «Poco a poco la ciudad va entrando en la normalidad, en la norma dura de los vencedores. En las calles, en los actos oficiales, hay brazos extendidos, camisas, cantos que hablan de montañas nevadas y luceros. En el interior de las casas, de muchas casas de Petrer, reina el ángel del silencio; en unas se llora a los muertos pasados que se llevó la guerra; en otras, a los desterrados y a los muertos recientes que trajo la paz. No hay vencedores que puedan salir victoriosos de tanta sangre; no hay vencidos cuando se puede perpetuar la lucha por la justicia y la libertad. Lentamente, sobre las sombras, va avanzando el día».

En el Ayuntamiento hay una comisión gestora que preside Nicolás Andreu, como alcalde, con la pretensión de normalizar la vida local bajo los auspicios del nuevo régimen, por ello en agosto del año 1939, según el libro de actas, aprueban la compra de una bandera nacional, además de iniciar los arreglos de la Plaza del Caudillo, calle Prim y Camino de Novelda. Un año después, la comisión gestora ya aprueba el gasto de 62’40 ptas. de cera para la fiesta de San Bonifacio y la compra de una alfombra para la iglesia a utilizar en los actos religiosos de asistencia municipal, cuyo valor es de 264’23 ptas. También se pagaron 20 ptas. por la conducción al cementerio a caballo del cadáver de un pobre.

En los primeros años de la década de los cuarenta, José Rico y Gregorio Poveda son los nuevos monaguillos de San Bartolomé. Gregorio confiesa que, cuando aceptó el cargo de monaguillo, todavía estaba impresionado fuertemente por el recuerdo de haber visto la llegada a la plaza de los ataúdes con los restos de los caídos para ser enterrados en el sótano de la iglesia. «Ver tantos féretros juntos y tanta gente condolida me impresionó. Habían tirado las gradas y para entrar en la iglesia había una rampa de casquicho y tierra. Luego se hicieron las gradas».
La comitiva fúnebre salió de Alicante y en Monforte se incorporó el féretro con los restos de Leopoldo Pardines. Todos permanecen en el templo, menos los restos de Joaquín Poveda que están en el cementerio. La muerte de Joaquín Poveda supuso el acto más vejatorio y degradante ocurrido en este pueblo, junto a los que murieron en los paseos. Después de la muerte de Frescoreta (Joaquín Poveda), las calles se quedaron vacías y el silencio fue impresionante. El dolor y la vergüenza fueron patentes. El martirio de Frescoreta, arrastrado por las calles recibiendo golpes de la masa enfurecida, la impotencia del alcalde por detener la barbarie y su muerte en el Salitre, por varios disparos de escopeta, semejaron un tanto al crimen de Gólgota. Aquel día, las gentes decentes de derecha y de izquierda lloraron de amargura.

Gregorio fue un monaguillo avispado y ágil como el viento rezando el rosario, empeñándose en ser el que más sillas recogía después de la celebración de la misa. «Al principio sentía mucho miedo cuando a las seis de la mañana abría la iglesia. Entonces estaba todavía negra y al abrir me lanzaba como un cohete a encender todas las luces. Llegar al campanario suponía superar el temor a la oscuridad y los ruidos del reloj». Las 20 ptas. que cobraba al mes y las propinas que recibía, como una de 50 ptas., consiguieron animarle a vencer los miedos.

Subida de San Bonifacio a la ermita. Monaguillos: Luis García, Juan Alcaraz y Juan Rico. 18-V-1947.

En los bautizos, desde las gradas, se tiraba calderilla a los niños que acudían como moscas. Recoger algunas monedas suponía comprar algún caramelo en el carro de coixa, el tío Pere el fallago o la tía afílaora, o quizá para llevarlas a casa para que la madre las guardase y pudiese comprar un poco de harina que el carro de cotene, de noche, llevaba a los hornos.

2 thoughts on “Monaguillos”

  1. Buenisimo el reportaje, diecisiete años después de su publicación, no ha perdido ni un ápice de su interés, aún si cabe, el paso del tiempo le va dando la «solera» de uno de los mejores trabajos periodísticos sobre una de las facetas menos estudiadas de nuestra posguerra.
    Las fotos entrañables y a todos los que tenemos una cierta edad, todo cuanto relatas magistralmente, nos es muy , muy próximo.
    Lo dicho,mi felicitación a Paco Mañez.( Porque aparte de todo, su relato es divertidisimo, lo he pasado en grande leyéndolo)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *