Siéntense, les hablaré de un lugar, que no está ni cerca ni lejos, ni allí ni aquí. Un lugar al que fui deseando no hacerlo y, una vez allí, comprendí que en la vida debemos hacer las cosas para cambiar completamente la visión que tenemos de ellas. Como hace tiempo escribió el conocido poeta turco Nazım Hikmet Ran, “el hombre cambia de gustos cuando cambia de lugar” […]
En este caso les hablo de un lugar y sus gentes. En este caso, les hablo de Estambul. No pretendo aburrirles con sermones o contándoles todo lo que hice durante mi estancia allí, para eso tienen las fotos: la mezquita azul y sus seis minaretes, el esplendor de Santa Sofía durante la puesta de sol o los baños turcos y su excitante y, a la vez, placentera relajación. Creo que se merecen conocer algo, no quiero decir que estén equivocados en aquello que piensan, les ánimo a que vean la vida desde el punto de vista que, en estos momentos, yo lo hago. Aún me acuerdo del día que reservé el viaje, no estaba segura, como iba a ir yo, una mujer, a un país de cultura y tradición musulmana. Ya me imaginaba teniendo que ir tapada hasta las cejas siendo privada de los derechos que durante muchos años mujeres de todo el mundo han luchado para que tuviésemos. Nada más lejos de la realidad. Allí, cada uno va como quiere, y si no te gusta, pues como siempre se ha dicho, no mires. Por ello, me acerqué a una señora y le pregunté por qué algunas mujeres iban tapadas y otras no. Su contestación me dejó algo perpleja. Las mujeres se tapan porque así lo desean, por supuesto por creencias religiosas. En caso de matrimonio, el acuerdo es mutuo, tanto del amante como de la amada, evidentemente, en todo hay un pero y en todo hay radicalismos y extremos.
Lo cierto es que, por lo que a religión respecta, elegí una fecha un poco conflictiva para viajar a Turquía, el Ramadán, tan conocido y a la vez tan desconocido mes del año, en el cual los creyentes no comen, ni beben, ni practican sexo (esto último más de uno no lo llevaría nada bien), desde la puesta del sol hasta la caída del mismo. Me acuerdo que nunca le encontré demasiado sentido a esta celebración que tanta fe lleva tras de sí. Ahora lo veo más claro. Se lo explicaré de la forma que yo lo comprendí. Un hombre, tendría unos 45 años, era nuestro conductor en una de las excursiones que realizamos al mar negro. Nuestro protagonista era de los que realizaba el ayuno, es decir, durante todo el día ni comió ni bebió absolutamente nada. Yo, en su ‘pellejo’, hubiese caído al suelo exhausta y sin fuerzas ni para aguantar el peso de mi propio cuerpo. Sin embargo, este señor, nadó, condujo, corrió y aún le dio tiempo a practicar su italiano. ¡Chapeau! Y todo ello lo hizo su fe, la fe que sentía por algo que los occidentales no dejamos de pisotear y despreciar, porque no es algo nuestro… La fe que sentía ese hombre me llevó a preguntar el por qué de ese mes de ayunos y sacrificios. En realidad, tras la explicación lo entendí todo mucho mejor. En realidad, tiene dos razones. La religiosa, que me recordó bastante a la Semana Santa católica, ya que conmemora la subida a los cielos y el reencuentro con Alá de Mohammed (que no Mahoma). La segunda de las razones es social. Mi narrador me explicó que durante un mes lo que intentan es ponerse en la piel de aquellos que no tienen para comer. “Yo sé que iré a mi casa y tendré una gran mesa repleta de múltiples manjares, hay mucha más gente de la que pensamos, no tiene ni un tozo de pan para llevarse a la boca-explicó mi interlocutor-algunos de nosotros donamos a organizaciones caritativas todo el dinero que nos hemos ahorrado durante el mes de Ramadán, no sólo obramos con la palabra sino también con el ejemplo”. Impresionada sería la mejor forma de describir mi reacción en ese momento. Como en todo, no todo el mundo hace lo mismo, pero nada más que uno lo haga el resto estaremos salvados.
Estambul, preciada ‘capital europea de la cultura 2010’, donde, según parece, aún no les han enseñado a conducir. Aquellos que hayan ido lo sabrán, o los que hayan montado en un taxi. La DGT se llevaría las manos a la cabeza y se daría cuenta que una línea continua no es una falta grave al lado de cosas como dar marcha atrás en plena autovía o crear un cuarto carril donde sólo habían dos.
Vayan a Estambul, anden por sus calles, monten en sus taxis, hablen con sus gentes, de este modo, conocerán, sabrán y espero que, al igual que me pasó a mí, cambien su visión de, al menos, el mundo turco. No les decepcionará, se lo aseguro.