…Prosigue desde el octavo capítulo…
La vida de las mujeres en aquellos años hay que considerarla como muy dura. Aquellas mujeres abnegadas, sufridas y silenciosas, habían de ocuparse de distribuir el poco dinero que aportaba el marido, cocinar con lo poco que se tenía, freír con una maloliente pasta que era conocida como “grasa”, fregar los platos con aquella arena fina o arcilla , conocida en Cataluña como “terra de escudelles”, limpiar el suelo de rodillas con aquel producto abrasivo llamado “trisódico”, ocuparse de los hijos y también del marido que los domingos exigía una camisa limpia y planchada con una plancha de hierro de medio quilo de peso que había que calentar al fuego durante media hora dándole con “el ventall” de esparto sin parar.
De aquellas mujeres que han sido siempre ignoradas y olvidadas, tal vez un día alguien piense que merecen ser recordadas aunque tardíamente, porque fueron ellas sin duda alguna las que más hicieron por nuestro país en aquellos años.
La madre del lazarillo formaba parte de aquel colectivo de mujeres abnegadas. Sola, sin marido, con dos hijos a los que mantener, sufría cuando al llegar fiestas señaladas como son las Navidades o los Reyes no podía dar a sus hijos nada que alterase la monotonía de todo el año.
Aquel año al estar ya cercano el día de Reyes se decidió cambiar algo las cosas, y un atardecer se dirigió a la calle Pelayo donde estaban los almacenes Capitolio, anteriormente llamados Almacenes Alemanes (después de perder estos la guerra, ya no era recomendable el nombre) y una vez dentro se apropió con disimulo de dos lápices y dos gomas de borrar para que los Reyes se las trajeran a sus dos hijos. No tuvo suerte, fue descubierta, tuvo que devolver lo que había hurtado y asustada y temblorosa ante la amenaza de llamar a la policía, pasó según supieron sus hijos años más tarde, el peor día de Reyes de su vida.
Lo dicho, se trataba de mujeres para escribir su nombre con mayúscula.
El hambre aguza el ingenio y se crea en la ciudad una nueva profesión la de “colillero”. Se trataba de hombres que con un largo bastón en la mano, en el extremo del cual había clavado un pincho de metal que usaban para pinchar primero y recoger a continuación sin necesidad de agacharse, las colillas de cigarrillos que los fumadores dejaban caer al suelo. Su lugar de trabajo preferido eran las Ramblas por tratarse de una de las vías más frecuentadas, aunque los jueves por la tarde con la llegada de los soldados en busca de su raspa, aquel espacio se convertía para los colilleros en un filón, los soldados a la vista de tanta falda, solían ponerse muy nerviosos y fumaban desaforadamente.
Los cigarrillos de entonces carecían de filtro, lo que significaba que toda la colilla era tabaco aprovechable aunque algunos fumadores avanzados a su tiempo, al liar su cigarrillo colocaban en un extremo una bolita de algodón que actuaba (o no) a modo de filtro. Aquello era anticiparse al progreso.
Aquellos hombres, los colilleros, estaban mal vistos hasta por los más pobres. Sucios y malolientes, inspiraban rechazo hasta tal punto que, cuando los pequeños de la familia llegaban a su casa sucios después de jugar en la calle, las madres a veces los comparaban con los colilleros.
Había un tipo de colilla muy preciada, la de cigarro puro que equivalía en cantidad a varias colillas de cigarrillo y de calidad muy superior al tabaco de estos. Algunas veces el colillero avistaba a un fumador de puro por las Ramblas cuyo cigarro ya se había consumido más de la mitad y pinchando todas las colillas que encontraba, iba siguiendo al hombre a la espera de que soltase por fin el resto del cigarro.
Aquellas colillas debidamente desmenuzadas y clasificadas por clases, se vendían a granel. Ya se verá dónde y cómo en otro capítulo.
La ciudad de Barcelona iba poco a poco cambiando su fisonomía, comercios nuevos, pequeños talleres artesanos y más afluencia de gente en las calles, aunque en los barrios más humildes todo continuaba igual, el hambre seguía allí anclada y los fríos inviernos continuaban torturando a sus moradores.
En la calle Junquera esquina con Trafalgar se construye un edificio que por su altura adquiere el nombre, para la gente del barrio de “el Rascacielos de la Plaza Urquinaona”. En esa misma plaza y en el cruce de Vía Layetana con Fontanella se ha colocado una pequeña tarima elevada desde la cual un guardia urbano con su traje blanco en verano y su salacot de explorador en la cabeza dirige el tráfico gesticulando con las manos y su silbato en la boca. El lazarillo que pasa frecuentemente por aquel lugar siempre se detiene algunos segundos para observarlo, aunque su mayor deseo hubiese sido poder acercarse a él para decirle “Livingston”, supongo”, pero mejor no probarlo porqué en aquellos años el sentido del humor escaseaba. La única nota de humor se encontraba leyendo La Codorniz pero como era “la revista más osada para el lector más inteligente”, no tenía una tirada excesiva.
En el centro de la Plaza Urquinaona y en el subsuelo se adecuó un amplio espacio ya existente con anterioridad, para urinario público, pero eso sí, para la gente de aquellos barrios, se trataba de un urinario de lujo. Espacioso y todo embaldosado de blanco, disponía de varios váteres de verdad, varias duchas y los clásicos urinarios para hombres en los cuales y durante largo tiempo permaneció un cartel muy artesano en el que se leía “Si quieres estar fuerte y sano no le des a la mujer lo que tienes en la mano” ¿Se trataba de alguna asociación onanista secreta? ¿Era tal vez obra de misóginos? ¿O se trataba de una sutil sugerencia invitando a los hombres a ingresar en el seminario? Nunca se sabrá, pero alguien con influencia lo debió colocar para que permaneciese allí tanto tiempo.
Para usar las duchas debía pagarse una pequeña cantidad que daba derecho a la toalla que entregaba el empleado. Para hacer uso de los váteres también debía pagarse algún céntimo que se entregaba al mismo hombre a cambio de dos pequeñas hojas de papel higiénico, es decir, todo un lujo.
El papel higiénico era prácticamente desconocido en los hogares pobres, donde solo se conocía el papel de periódico que las amas de casa (y solo amas de su casa) recortaban primorosamente y colgaban con un gancho en la comuna. Así los periódicos se convirtieron en un producto polivalente, abrigaban pechos y espaldas en invierno colocados debajo de las camisas (y resultaban efectivos), envolvían mercancías en los mercados, se usaban como papel higiénico y a veces hasta se leían. El único inconveniente era la calidad de su impresión, que al hojearlos dejaban los dedos manchados de tinta, lo que hubiese dado pie con un poco de humor a definir aquella generación como la de “los culos letrados”.
Como en el yin y el yang, la mujer es la primera en construir lo que el hombre destruye.Con su labor diaria,con cada gesto ,la mujer «crea».Con los residuos de una guerra inventa un detergente de arena,cocina sin alimentos, une retazos de tela ,ordena, intenta dar brillo a un paisaje deslucido.También protege, defiende, pare..sin ella la reconstrucción no comienza. El lazarillo lo sabe bien, una de ellas lo abrazaba fuertemente para protegerle mientras le transmitía conocimientos cual «tradición oral». Mi pequeñito homenaje para todas aquellas mujeres …insustituibles.
Me ha parecido muy interesante.
Me gustaria que enviarán mas historias.