En la vida, en demasiadas ocasiones, tendemos a centrar todo nuestro pensamiento en aspectos negativos, a concentrar todas nuestras fuerzas en resolver aquellos conflictos que, muchas veces, más que solucionarlos, lo que hacemos es volver y volver a ellos en forma de espiral, sin posibilidad de salir de allí y afrontarlos de frente y con firmeza.
En esta época de pesimismo, la tristeza y los pensamientos negativos parecen estar instalados en cada uno de los lugares que frecuentamos, parecen inundar el aura de aquellas personas con las que coincidimos…Están presentes en nosotros mismos como una especie de piel de la que se hace complicado desprenderse sin sufrir heridas irreparables.
Pero hubo una noche, cuando la luna nos miraba desde su posición privilegiada en el universo, en que aprendí lo necesario que es quererse uno mismo. Aquella noche, con el cielo todavía sin iluminar por estrellas impasibles a nuestros sentimientos, fui consciente de lo esencial que resulta aceptarnos tal y cómo somos, con nuestros miedos, inseguridades…con esos vacíos que creemos imposibles de llenar, pero que, sin duda, en cualquier instante de nuestra vida, y con el acontecimiento más insignificante, pueden quedar cubiertos sin apenas ser conscientes de ello.
Vitalidad. Calma. Armonía entre mi cuerpo y mi mente. Estados que apenas conocía fueron capaces de fluir de mi ser, transportándome a una esfera en la que tan sólo existía yo misma. Recuerdos que creía olvidados me hicieron volver a sumergirme en épocas donde la felicidad consistía en simples sonrisas, juegos o cálidos y reconfortantes abrazos…
Ese día en que me adentré de lleno en el arte milenario del Tai chi terminó para mí con tres regalos: una canción que abre el camino para reclamar la vida que realmente queremos, un aprendizaje vital que me llevó a apreciar a las personas en su plenitud, sin límites preimpuestos, y unos instantes en los que, simplemente con cerrar los ojos y comenzar a conocerme a mí misma, fui feliz.