Estos tiempos de penuria económica están forzando a muchos españoles -jóvenes y los que ya no lo son tanto- a buscarse la vida en el extranjero, en algún lugar más propicio para trabajar y prosperar. La situación no es nueva en la historia nacional; el precedente más obvio lo encontramos en los duros años de las posguerra, en los que, tanto por razones ideológicas como económicas, el país vivió un exódo. Esta introducción viene a cuento de la serie que les presentamos hoy, «Querer es poder», que retoma la aventura -real, autobiográfica- de Mayo Casanova, exactamente en el punto en que dejamos su escrito precedente, «Barcelona, recuerdos de posguerra», que se extendió durante 17 capítulos.
Para refrescarles la memoria, aquí dejamos los tres últimos párrafos de aquel relato:
«Y dio comienzo en España la fiebre de la emigración. Algunos partieron hacia el Canadá o Australia, países que necesitados de obreros ofrecían facilidades. Pero la gran mayoría optaron por cruzar el Pirineo, camino de Alemania como destino preferido, aunque fueron muchos los que eligieron Suiza, Francia o Bélgica.
La estación de Francia de Barcelona se convirtió en el punto de llegada y partida de gente de todos los lugares de España, que con sus pobres maletas de cartón a menudo rodeadas de cuerda para evitar que se abriesen, decían adiós a su país y no precisamente para hacer turismo.
El conjunto de aquellas personas ofrecía un triste aspecto, aunque la mayoría parecían contentos de marcharse. Seguramente llevaban en sus espaldas mucho sufrimiento.
Y el Palmera optó un día por hacer lo mismo. Con su maleta de cartón como todo el mundo, se subió a uno de aquellos trenes de la esperanza. Sabía cuál sería su estación de destino pero ignoraba como todos los demás cuál sería el suyo en la vida. Hambre no pasó nunca más, pero dificultades y sinsabores como casi todo el mundo. Pero esa es otra historia».
Y he aquí esa historia:
La aventura. Querer es poder (I)
Fin de trayecto, París, Gare d’Austerlitz, diciembre de 1952. Cambio por francos todo mi capital que consiste en cinco mil pesetas. Quedo bastante decepcionado, solo me han dado algo más de cuatrocientos francos. Salgo al exterior para dirigirme al metro. La calle está cubierta de nieve, siento frío, mi chaqueta de pana y unas chirucas en los pies no me van a preservar de mucho. De pie frente a la entrada del metro, con orejas y nariz a medio congelar, comienzo a ser consciente de mi inconsciencia. ¿Cómo se me ha podido ocurrir lanzarme a esta aventura sin informarme bien del valor de la peseta fuera de España y de la temperatura del mes de diciembre en París? Me contesto a mí mismo: soy un autentico inútil. Sin embargo, no tardo en reaccionar al ocurrírseme una frase que, sin saberlo, constituirá una constante durante toda mi vida: «Ni han podido ni podrán conmigo», en referencia a las circunstancias.
Dentro del vagón del metro el ambiente es cálido aunque por lo visto los hay de más frioleros que yo, una joven pareja permanece de pie, abrazados y como si practicasen un boca a boca para reanimarse. Me sorprende tanta permisividad, en Barcelona terminarían en alguna comisaría.
He tomado dirección Montmartre que es el nombre que más me suena. Encuentro alojamiento en un sórdido hotel frecuentado por gente poco recomendable, aunque ello no me preocupa, será que en Barcelona yo vivía en un barrio de lujo. Solo dos pegas en aquel mal llamado hotel, las sábanas no están demasiado limpias y por la noche prostitutas y borrachos no paran de vocear.
Salgo a la calle, compro el diario France Soir y empiezo a recorrer con la vista los anuncios, sentado dentro de un bistrot y con una humeante taza de caldo Viandox sobre la mesa (no me he atrevido a pedir nada para comer pensando en los precios).
Llevo tres días presentándome a diferentes anuncios sin resultado, en todos ellos ha surgido el mismo problema: los permisos de residencia y trabajo, sin papeles no hay trabajo.
Aunque mis comidas se limitan a un panecillo y una salchicha con mucha mostaza picante, el dinero se me está agotando, así que opto por una idea que se me ha ocurrido. Me doy de baja en el hotel y con mi pequeña maleta de cartón dormiré en los bancos acolchados del aeropuerto de Orly. Solo habré de pagar el billete de ida y vuelta del autobús que va directo.
Lo de dormir en Orly solo da resultado dos noches. Hay mucha vigilancia policial y ellos me avisan que no es lugar para pernoctar. Afortunadamente mi pasaporte en regla me salva de problemas.
La tercera noche la paso durmiendo al raso tendido sobre un banco del Bois de Boulogne pero no logro conciliar el sueño, el frio es insoportable todo y que llevo en el pecho y espalda un ejemplar del France Soir bajo la ropa.
La escarcha se acumula sobre mi cabeza, lo que me obliga a sacudírmela de vez en cuando. De madrugada me levanto y salgo de aquel parque, aquello no se puede aguantar.
Dando vueltas por la ciudad voy a parar casualmente al mercado central de París, Les Halles. Dando tumbos por su interior escucho de pronto a alguien hablar español. Se trata de dos hombres mayores llegados de España al finalizar la guerra civil. Muy solidarios conmigo me encuentran trabajo para aquella misma noche para la descarga de camiones cargados de frutas y hortalizas que llegan a diario. Su ayuda va más allá y uno de ellos me acompaña a un pequeño hotel regentado por un matrimonio de Toulouse, pero con muchos años en París. Está ubicado en la rue Faubourg Saint Denís, a escasos metros del mercado.
El trabajo es penoso y tengo la espalda casi en carne viva, pero compensa el cobrar a diario las horas trabajadas, aunque he de pensar que no se trata de un trabajo estable por tratarse de un trabajo «noir” es decir ilegal.
A los pocos días la buena mujer del hotel al quejarme yo de mi espalda, me confecciona gratuitamente una especie de chaleco hecho de diferentes retales de ropa, pero que me resulta muy útil. La gente se está portando bastante bien conmigo.
Como en Les Halles trabajo de noche, por las mañanas continuo buscando trabajo, aprovecho algunas horas de las tardes para dormir.
Por fin he conseguido un empleo. Se trata de una industria dedicada al «decolletage” (tornillería) en la rue des Cascades del barrio Menilmontand, al que los parisinos llaman Menilmouche (menilmosca) por tratarse de un barrio en el centro de la ciudad de aspecto bastante cutre y bohemio. En él parece ser que vivieron gente del espectáculo como Maurice Chevalier, Ives Montand o Edit Piaf entre otros.
La cosa ha funcionado muy deprisa, al preguntarme el empresario de que lugar de España era yo y al contestarle que de Barcelona, su respuesta ha sido- catalanes y vascos son bienvenidos a esta casa, mañana por la mañana preséntese a las siete con ropa de trabajo. Salgo en busca de una tienda donde comprarme un mono de mecánico. Las palabras de aquel hombre me han reconfortado mucho.
Llevo casi dos meses trabajando en Dorvit que así se llama la industria, cuando al llegar una mañana, me muestran la carta que han recibido del Ministerio del Interior en la que comunican a la empresa que al tener completo su cupo de extranjeros, el 10%, no pueden dar curso a su petición. Así pues vuelvo a encontrarme sin trabajo y lo que es peor, sin los papeles necesarios para seguir buscando.
Afortunadamente durante el tiempo que he trabajado en Dorvit, he cobrado puntualmente todas las semanas lo suficiente para vivir sin agobios y hasta guardar una parte del dinero, que escondo debajo de mi camisa.
De pronto, pienso en la nota que escribió mi madre, un nombre y una dirección en París. Se trata de un familiar lejano, hermano de una cuñada de mi madre, que ha continuado carteándose con su familia desde que llegó a París al huir de España tras nuestra guerra. No tengo grandes esperanzas pero voy a probar suerte.
…CONTINUARÁ…
Me alegra mucho volver a leer las memorias de nuestro amigo Mayo.
Muy buena la ambientación.
muy buen relato, muy interesante,el sr. mayo tiene una memoria buenísima.
Me ha gustado mucho, además el titulo de las memorias lo resume todo.
Esperamos nuevas entregas.