NOTA: Artículo publicado originalmente en la revista Petrer Mensual nº 38, febrero de 2004. Hoy la Esperanza de Caprala es, de hecho, un restaurante y casa rural regentada por Antonio Rico Navarro, ‘Saoro’, y su esposa.
Don José Sarrio Sempere fue un reputado y distinguido militar destinado en la colonia española de Cuba en el último tercio del siglo XIX. Allí hizo su fortuna y gracias a ella compró varias propiedades en la madre patria. Las fértiles tierras del valle de Caprala le atrajeron de manera especial y durante años se erigió en el mayor terrateniente de la zona. Construyó una casa de tres plantas en el corazón del caserío que con el tiempo se convirtió en un punto de referencia para los lugareños. Murió en el año 1902 y sus descendientes poco a poco se fueron desentendiendo de la heredad. Cien años después de su muerte, dos petrerenses, tras un dilatado y laborioso trabajo burocrático, no exento de dificultades, se han hecho con la legendaria finca de la Esperanza para volverla a poner en producción.
Durante su primer contacto con la casa, una vez que, ¡por fin!, se firmó la escritura, apareció entre muchos objetos personales (cartas, fotografías familiares, periódicos de la época, libros, postales, etc.) un uniforme militar que utilizaban los oficiales españoles en su destino de Cuba. De color azul oscuro, con hombreras, botones dorados, que en su tiempo destacarían por su brillo, y alguna distinción laureada. Y es que Don José Sarrio debió ser un militar importante. Tenía tratamiento de llustrísimo Señor. Era Comandante graduado, Capitán de Infantería, había sido galardonado como Caballero y estaba en posesión de la Gran Cruz y Placa de la Distinguida y Real Orden de S. Hermenegildo y S. Fernando. También fue condecorado con las Medallas y Cruces de África, Cuba y Mérito Militar.
A mediados del siglo XIX la carrera militar era una profesión de futuro y de ahí que los militares profesionales fueran por lo general gente culta e ilustrada que estaba al frente de unas tropas muy poco preparadas. José Sarrió amasó su pequeña -o mediana- fortuna en Cuba, cuando todavía la isla caribeña era una colonia española. Compró varias posesiones e inmuebles en Monóvar -de donde era oriundo-, en Elda y en Petrer. Quedó prendado de Caprala y allí mando construir una casa solariega donde pasar largas temporadas y, también, adquirió muchas tierras en el valle. Tenía fincas diseminadas por toda la zona, desde las inmediaciones del nacimiento de agua de Caprala hasta la Casa del Dolç, muy cerca del Arenal de L’Almorxó. Pegada a la casa construyó una bodega, corrales para el ganado, pajar, almazara y cambra. Sin embargo, sus bienes más preciados fueron sus derechos a horas de agua que todavía hoy en día perduran, y la casa, repartida en tres plantas de 88 metros cuadrados cada una. La bautizó, le puso el nombre de Esperanza en honor a su única hija llamada María de la Esperanza. También tenía un hermano llamado Don Buenaventura y dos hermanas monjas, Sor María de la Salud y Sor María del Remedio.
Su esposa que también gozaba del tratamiento de llustrísima se llamaba Joaquina Amat Linares. En la fachada todavía se puede contemplar unos manises (azules) con el nombre de la casa. Queda el hueco de un mosaico en el que estaba representada la figura de Cristo.
Su hija anduvo poco por la finca pero el nieto, conocido en Caprala como el senyoret, venía todos los veranos a sacar cuentas con el administrador Juan Payá.
Era abogado de Aduanas y dicen que se desplazaba desde Barcelona hasta Petrer a bordo de un Seat 850 al que no le gustaba forzar la marcha y por eso sus viajes se convertían en interminables. Una vez en la finca, cámara fotográfica en ristre, gustaba de vigilar cada uno de los lindes e inspeccionar que ‘les fites’ (mojones) estaban en su sitio. Tal era su celo a la hora de reclamar lo que, a su juicio, era suyo que tuvo sus más y sus menos con más de un lugareño.
En la entrada a Caprala, en lo que hoy es un bosque de pinos, junto a la carretera, existieron unos viñedos dedicados a la elaboración de cava que -aseguran- ofrecían una envidiable calidad. El resto de la finca, muy diezmada, por el abandono está plantada de olivos aunque la mayoría de las tierras quedaron desde hace años yermas a merced del bosque bajo y de los pinos. De ahí que algunos bancales se han convertido en auténticos bosques. La casa, durante algunos años, estuvo alquilada a varias familias de nuestra población o forasteras. El escritor Enrique Angulo, recientemente fallecido, pasó un verano en La Esperanza.
El paso del tiempo no ha logrado borrar un pasado de cierto esplendor. Las camas de hierro, un piano, algunos muebles y ciertas pinceladas en la decoración. Por ejemplo, en el zócalo de cada habitación estaban inscritas -todavía lo están- las iniciales de la persona que ocupaba la alcoba.
Cien años después del comienzo del declive de una de las fincas más ricas del término municipal -por la abundancia de agua- tornan a resurgir. Como el ave fénix, desde su ocaso levanta de nuevo el vuelo. Los abandonados bancales vuelven -y volverán- a labrarse y a estar ocupados por árboles autóctonos como los varias veces centenarios olivos cuyos troncos retorcidos han resistido el paso del tiempo y distintas culturas. Tierras y casa están plagadas de proyectos e ilusiones de sus nuevos propietarios y los sueños y la ilusión son sinónimo de esperanza.
Recuerdos olvidados
Una especie de sensación agridulce quedó tras la visita a la enigmática Casa de la Esperanza que le ha dado nombre a una de las fincas señeras de Caprala. Siempre hemos sostenido que esta parte de nuestro término municipal se asemeja más a una pedanía que a una partida rural. Durante la visita a cada una de las estancias, en estantes, armarios, repisas o muebles aparecieron abandonados gran cantidad de objetos y muchos documentos familiares. Fotos de personajes desconocidos para nosotros pero tremendamente vinculados a la historia de quienes habitaron el inmueble. Imágenes y artículos en diarios de principios del siglo pasado, algunas monedas de la época que servirían de trueque para la compra de cualquier mercancía, unas cartas manuscritas… en definitiva, una sensación extraña al ver las fotos familiares, las cartas y los objetos muy personales olvidados en el más puro desorden por los rincones de cada una de las estancia.
Me gusta volver a releer este artículo que nos permite conocer parte de la historia de La Esperanza.
Quiero felicitar a Saoro y a Mª Carmen por haber recuperado esta singular finca, por abrirnos sus puertas y hacernos sentir como en nuestra propia casa. Os animo a que sigáis deleitándonos con vuestra cuidada gastronomía en un entorno donde la naturaleza nos muestra todo su esplendor.
Capralenc