Estimado amigo. Será una satisfacción verdadera para mí que la presente te halle en la más completa salud y bienestar en compañía de los seres que te son más queridos.
Quiero, en primer lugar, pedirte perdón por escribirte esta carta, ya que figuro como «individuo de malos antecedentes», y porque puedo cansarte, como el enfermo que se empeña en contarnos con detalle todo el proceso de su larga enfermedad, al relatarte, aunque sea por encima, algunos hechos de mi desgraciado proceso.
…Es el caso que he caído en un oscuro y profundo pozo desde donde apenas vislumbro la pequeña circunferencia de la remota claridad. Y si te elijo a ti para que escuches mis cuitas, es porque te considero el más comprensivo y, espiritualmente, el más capacitado para oírme y comprenderme.
Te diré simplemente que no me creo un ángel ni un malhechor; que soy un hombre que, por mi constitución físico-psíquica, por la influencia del siglo que me ha tocado vivir, por el ambiente en general que he respirado, he tenido unas ¡deas. Pero como no he sido hombre de acción y me ha faltado talla y voluntad de divulgador o teorizante, no he sido nada. Pertenezco a esa curiosa fracción de seres que, si triunfan sus ideas, seguirán siendo lo que eran: trabajadores simples y anónimos sin más ambiciones que vivir respetados, respetando a los hombres y a los ideales de cultura abiertos a los caminos del porvenir… Y perdiendo, lo pagamos con condenas dignas de un ministro, pero sin ningún apoyo, sin ninguna influencia, olvidados a nuestra propia miseria y a nuestro propio dolor
Y la causa principal de mi desgracia -opino yo- es el haber vivido en un pueblo pequeño; en una gran ciudad hubiera pasado desapercibido como figura política; y no olvido, además, un dicho muy corriente entre los brasileños: «pueblo pequeño, infierno grande». Además, viví muy refiado y ni siquiera un «pliego de descarga» presenté que pudiese exculparme de muchas cosas. Había leído en la Ley de Responsabilidades políticas que no se perseguiría a los idealistas , sm a los malhechores. No tenía, pues, que temer nada.
Cuando se me preguntó si había ido alguna vez a «Rabosa» contesté sencillamente que yo, por mi amor al campo, a la montaña, no quedaría un bello rincón del término de Petrel que no hubiese visitado. Recordé haber ido una vez durante la guerra, pero ajeno a ningún asunto.
Mi asombro fue enorme cuando en el Consejo se me dijo que había requisado no sé cuántas cosas de esa finca y que con Pascual González habíamos destruido la imagen de su ermita. Sólo por los paisanos supe después que la ermita estaba en el mismo edificio. ¡No lo sabía!
Se me culpó de miliciano armado, y bien sabe Dios que, de no haber hecho falta el hacerle guardia una triste tarde y una noche entera al Sr. Cura -no quería que yo me apartara de su lado- no hubiese cogido una escopeta en mis manos. Primeramente había amparado su vida con mi pecho desnudo, sin ninguna arma.
Durante toda la guerra no dejé de ser sargento, pero casi al final de la misma, debido a mi estado de salud, me mandaron a la Compañía de Sanidad -allí me podría tratar mejor- como delegado político suplente. Alguien que me vio se apresuró a denunciarme después, y como a comisario político se me ha juzgado.
Y finalmente -oh suerte mía- allá por el año 1932 fui invitado a pertenecer a una sociedad que me dijeron que sólo a la caridad y a la cultura se dedicaba, que veinte días después ya me había dado de baja por medio de una carta.
Tan poco eso había influido en mí vida, que me vi sorprendido al ser preguntado sobre la masonería. Dije la pura verdad de una manera sencilla y confiada. Pues fui fuertemente acusado de masón en el Consejo, a pesar de haber presentado un documento firmado por el que fue cobrador en Elda -yo se lo pedí al enterarme que fue tal- diciendo que nunca me había visto en tal centro. Poco me valió decir la verdad; si fui una hora, bastó para que tuviera capital trascendencia sobre mi expediente. Ahora, por ese hecho, no tengo derecho a la redención de penas por el trabajo, a la libertad condicional, cuando por decreto me llegue el tumo, ni siquiera a los derechos de una visita especial… Además, constante tengo el peligro de que me trasladen lejos, donde no me llegaría el diario socorro de la familia y donde el clima no me sería tan favorable.
Dios mío ¿es posible -pienso yo- que un hecho fugaz, olvidado por completo ya, y que fue por mi parte de pura curiosidad, tenga ahora más peso, más valor que toda una vida de trabajo y honradez y de practicar el Decálogo de Dios?¿Y acaso no fui bautizado cristianamente? No, nada han influido aquellos veinte dias sobre mi alma (¡aunque influyan tanto sobre mi destino!). Y te aseguro, bajo mi palabra de honor, que nada tengo que ver con la masonería.
Por tantas cosas, unas exageradas y otras falsas, me veo en el purgatorio y ¡quiera Dios no sea infierno! Aún estoy agradecido a mis denunciantes y acusadores pues, a poco que hubiesen aumentado la dosis, me hubiese costado la vida.
Ningún odio siento, pues no está bien que el alma descienda hasta ese bajo pantano para manchar sus blancas alas. Entreno al espíritu en la paciencia y la resignación para fortalecerlo y templarlo en el fuego del bien. Si en mi vida falta el calorcillo del Sol, procuro no falte luz en mi espíritu. Y es el dolor el mejor acicate…
Si no fuese por la constante tortura de pensar en el hogar; deshecho; mis padres ancianos y desvalidos y mi esposa desamparada… poco importaría mi suerte, pues llego con Kempis a la conclusión de que todo en esta vida es «vanidad de vanidades».
A veces me retugio en la Poesía; ella suele endulzar el vaso amargo de mi vida.
¿ Y tú? Un dia me pedías dijese la verdad sobre tu vida rectilínea… No fue preciso que yo lo hiciera donde me decías. Ahora yo sólo te pido que digas la verdad que tú conoces de mi vida, y si un día un decreto o algo suscitase una revisión de mi expediente, influir algo, si pudieses, a fin de modificar mi suerte… Te lo agradecería como sabe agradecerlo un hombre de corazón.
Me imagino que trabajas mucho. Y sé que hablas con esa excelente muchacha, hermanita de Juanito, al cual estoy muy agradecido pues, según mi madre, se está interesando por mi asunto. ¡Dale las más expresivas gracias de mi parte!
Recibe un fuerte apretón de manos de tu amigo, deseándote pases felices días de Navidad en compañía de tus familiares.
Tu incondicional amigo q.e.t.m.,
Alicante, 20 diciembre 1942.
El requerimiento de Paco a Doroteo Román para que «si un día un decreto o algo suscitase una revisión de mi expediente, pudieses influir algo a fin de modificar mi suerte» no cayó en vacío, aunque sin duda tardó mucho, demasiado tiempo para las ansias del condenado. Dos años y medio después de la carta de Mollá, recluido en la cárcel alicantina, se produjo la revisión del expediente. Fue entonces cuando Doroteo firmó una defensa de su amigo. En ella no oculta los ideales políticos de Mollá, pero dice que siempre los expresaba «con ecuanimidad y ponderación inalterables». Resalta su vida austera, el cultivo de la poesía, «su arriesgada intervención en favor del Sr. Cura Párroco», su no pertenencia a la masonería y, sobre todo, la ayuda que Paco le prestó cuando, en octubre de 1936, Doroteo, junto con 29 personas más de Petrel y un vecino de Rojales, fueron juzgados en un juicio sumarísimo acusados de ayuda a la rebelión. El 15 de octubre el Tribunal Popular dictó nueve sentencias de muerte que se cumplieron dos días después; Doroteo Román fue uno de los absueltos sin cargos. El escrito de Doroteo dice así:
DOROTEO ROMAN ROMAN, mayor de edad, casado, empleado, con domicilio en la Plaza del Generalísimo, n° 8, de Petrel, Alicante
CERTIFICA
Que por espacio de varios años sostuvo relación y trato amistoso con FRANCISCO MOLLÁ MONTESINOS, cuyas opiniones, en cualquier materia, manifestábanse siempre con ecuanimidad y ponderación inalterables. De vida austera y laboriosa, las aficiones literarias, principalmente en el campo de la poesía, eran en él exponente fiel de sus sentimientos.
En julio de 1936, iniciados los sucesos revolucionarios, sus esfuerzos se encaminaron a mantener el orden, siendo notoria su arriesgada intervención en favor del Sr. Cura Párroco de esta localidad, cuando el domicilio de éste iba a ser asaltado por las turbas. Que en todo aquel periodo no perteneció a la Masonería, es circunstancia que le consta al que suscribe. Quien, por otra parte, ha de manifestar también, tanto en honor a la verdad como por deber de gratitud, haber recibido su decidida protección y defensa en momentos de grave peligro, cuando fue encarcelado y sometido al Tribunal Popular.
Y para que así conste, a efectos del expediente que se le sigue, firmo la presente en Petrel, a veinticinco de abril de mil novecientos cuarenta y cinco.
A principios de 1946 Paco fue trasladado a la prisión de Carabanchel, y en julio de ese mismo año ya gozaba de libertad condicional y trabajaba como mecánico de máquinas de calzado en una fábrica de la capital madrileña. Era el primer paso para su libertad definitiva, que fue firmada el 16 de septiembre de ese año, aunque con la prohibición de regresar a Petrel hasta 1950. Realmente no volvió a su pueblo hasta 1962, pues durante 12 años habitó en Elda, en la calle Vázquez de Mella, junto a la misma línea en la que comienza el término de Petrel.