Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Alborada nº 44 – año 2000.
Cuando las tropas del general Franco ocuparon los municipios de la provincia de Alicante, a finales de marzo de 1939, cayeron los últimos territorios de la retaguardia republicana. Detrás quedaban tres años de guerra civil, cuyo desenlace significó el final de una experiencia democrática y de legalidad que intentó abrir un proceso de modernización sin precedentes en una sociedad históricamente estancada como era la española y acabar con su secular retraso. Este proceso pasaba por una reforma agraria, reforma del ejército, modificación de las relaciones Iglesia- Estado, laicización en materia educativa, cuestión estatutaria, reformas sociolaborales etc… Reformas todas ellas que chocaban con los intereses de la antigua oligarquía que había detentado el poder en España.
Lo que comenzó a partir de entonces fue el establecimiento de un régimen que se proclamaba defensor de los valores tradicionales de España y que acabó con las posibilidades de desarrollo que la democracia había vivido durante los años de la II República. Frente a las libertades ejercidas en el periodo anterior, el franquismo opuso un régimen de dictadura que, a nivel local, vio cómo los ayuntamientos, en los que se asentaban los cimientos de la democracia, quedaron en un segundo plano, estando su labor supeditada y casi dirigida por el Gobierno Civil de la provincia, que nombraba a su personal político y fiscalizaba su actuación (1).
Respecto al ejercicio del poder, los falangistas pretendían con el «nuevo estado» llevar a cabo su programa Nacional-Sindicalista, mientras que los monárquicos creían ver en Franco el restaurador de la monarquía de D. Juan de Borbón, algo que no entraba en los planes del general.
La implantación del franquismo en Elda exige preguntarse por el personal político que apoyó al régimen para desarrollar su política a nivel local, qué orígenes políticos e ideológicos tenía y, a partir de ello, inferir qué grupos sociales apoyaron al franquismo y hasta qué punto se beneficiaron de la implantación del nuevo régimen.
Los inicios del consenso. Política de adhesión y exclusión
La primera cuestión a responder es cómo el régimen se aseguró el apoyo de los hombres que debían desarrollar su política a nivel local y provincial. La respuesta quizá esté en la capacidad que tuvo el régimen para castigar a unos y premiar a otros. Para los primeros, el régimen no dudó en utilizar la carta que le proporcionaba la utilización sistemática de la violencia y el terror, con lo que no sólo depuraba la sociedad, sino que, al mismo tiempo, aumentaba la desmoralizacióny el miedo entre la población disidente,a la vez que ganaba el agradecimiento de los que querían el orden social sobre todas las cosas.
Sin embargo, la dictadura no sólo se mantuvo con la institucionalización de la violencia, sino que arbitró un conjunto de medidas encaminadas a premiar a otros, haciéndoles partícipes, de alguna forma, de los beneficios de la victoria militar, con lo que el régimen pretendía ampliar la base de su consenso, entendido éste como intercambio de intereses entre la cúpula dirigente del régimen y determinados grupos sociales que son los principales beneficiados y que tienen una fuerte capacidad de influencia sobre el resto de la sociedad (2).
La distinción entre vencedores y vencidos lavamos a encontrar en tres niveles:
I. En el espacio público: Tan sólo había trascurrido un mes cuando la comisión gestora (3) trataba de dar muestras de ruptura total con el periodo anterior. El 9 de mayo se creaba un servicio de inspección de bares y establecimientos públicos encargado de supervisar «la colocación obligatoria en los mismos de banderas nacionales y retratos del Caudillo y José Antonio» (4). Otras decisiones no se hicieron esperar y el 5 de julio se pedía autorización al Gobierno Civil para proceder al cambio de un gran número de nombres de calles, que se designarían con los nombres propios de la Cruzada y el recuerdo a los caídos (5).
Quizá la más importante, por el fuerte contenido simbólico que implicó, fue la construcción de la Cruz de los Caídos, fundamental en el aparato ideológico del régimen, para recordar el espíritu del 18 de julio y los valores de servicio y abnegación hacia la patria, a la vez que se acallaba a los otros caídos, a los que no les quedaba más que el olvido y la culpa. Importante en este punto es no olvidar el papel que jugó la Iglesia en la justificación del nuevo régimen, al desnaturalizar el concepto de querra civil para convertirlo en el de una Cruzada de Liberación Nacional, con lo que justificaba el alzamiento militar y el régimen que se implantaba tras la victoria.
II. En la actitud de la Iglesia: Durante el franquismo el espacio público se sacraliza y vuelve a ser ocupado por la iglesia (6), un espacio público organizado por un sector de la sociedad para someter a otro. No podemos olvidar que en la percepción cotidiana, ese espacio era visto de distinta forma por unos y otros, ya desde su posición de vencedores o vencidos, o desde su mentalidad de clase (7).
El poder político se encargó de satisfacer las demandas de la Iglesia y realizó una política de subvenciones destinada a facilitar su labor. En los primeros meses el nuevo ayuntamiento comenzó a plantear la reconstrucción del templo parroquial de Santa Ana, proyectando la «urbanización de la zona urbana lindante con la plaza donde ha de ser reconstruida la Iglesia Parroquial, al objeto de que ésta tenga en su día un emplazamiento digno de la misión divina» (8), y cediendo gratuitamente el valor de la enajenación de «cinco solares edificados con una sola planta …cuyas edificaciones se realizaron con fondos municipales en época roja»(9). Con ello el ayuntamiento promovía una suscripción para la reconstrucción del templo, que encabezaron los principales industriales de la ciudad, a lo que se añadía la donación por el Estado de 500.000 pesetas (10). En sesión del 15 de febrero de 1940, también se decidía la reconstrucción de la Ermita de San Antón, «en contraposición y para reparar la ofensa cometida por el primer ayuntamiento republicano a los sentimientos católicos de la ciudad al acordar demoler por supuesta ruina la Ermita de San Antón». Y más adelante se destinaban 20.000 pesetas para subvencionar la ornamentación del Altar Mayor de la Iglesia Santa Ana (11).
El predominio del nacional-catolicismo en un pueblo todavía conmovido y conmocionado por la tragedia de la guerra y las luchas fraticidas, logró que la gente no opusiera resistencia a volver a las costumbres conservadoras, pero siempre ocupando la posición tradicional que le había sido encomendada en el sistema. En este sentido, la celebración de las fiestas populares supuso un instrumento desde el que la élite local se proyectaba sobre el conjunto de la población (12). Las procesiones, y el lugar que se ocupaba en ellas, servían para poner a cada uno en su sitio, para ver qué lugar debían ocupar en la estructura social, de la que las procesiones oficializadas por la Iglesia eran una dura alegoría. Un ejemplo de la fuerte connivencia entre Iglesia y poder local fue la bendición, en el proceso de reconstrucción del templo de Santa Ana, de las nuevas campanas, que fueron apadrinadas por alcalde, gestores y autoridades del Movimiento ante la jerarquía eclesiástica y la multitud (13).
La iglesia respondió al poder local, pues, como correspondía y proyectó la figura de los principales hombres auspiciando su papel social al distinguirlos del resto de vecinos. Los espacios públicos fueron diseñados no sólo para los vivos, sino también para los muertos, estableciendo distinciones que no podía pasar por alto el nacional-catolicismo. La comisión gestora aprobó que el nuevo cementerio «conste de un recinto principal destinado al enterramiento de los católicos y otro de menor extensión destinado a la sepultura de los restos de las personas que no tuvieran aquella condición…Ambos recintos permanecerán debidamente separados con pared que los independice y con puertas de entrada distintas» (14).
3. En el trabajo: En una posguerra marcada por la explotación, el paro y una profunda hambre, se desarrolló una política legislativa destinada a favorecer en el empleo a los que habían defendido la«causa nacional». Los Gobiernos Civiles enviaron órdenes a los ayuntamientos encaminadas a lograr la plena colocación de mutilados de guerra, excombatientes, excautivos e hijos de caídos. En Elda fueron estos sectores los que ocuparon la mayoría de las vacantes que habían quedado en el ayuntamiento, como consecuencia del proceso de depuración de los funcionarios del mismo (15). Lo cierto es que las medidas tuvieron efecto en la provincia y en mayo de 1941 no sólo no existían problemas de paro entre los excombatientes de la provincia, sino que se había colocado a 600 que procedían de otras provincias (16).
A través de la instrumentación que hicieron de los sindicatos verticales, los empresarios actuaron como auténticos jefes de empresa (17) y se beneficiaron de una legislación que permitió la explotación obrera a unos niveles inimaginables. Las comidas de empresas organizadas por los sindicatos verticales, cada 18 de Julio, fiesta nacional del trabajo, y de carácter obligatorio, debieron suponer una humillación para muchos obreros, que debían desfilar ante la Cruz de los Caídos, en formación y con el empresario al frente, para rendir homenaje a los caídos de un bando, mientras callaban en su interior los gritos de hijos, padres, amigos, que habían caído en el otro lado.
Con todo ello el nuevo régimen pretendía recuperar el status quo anterior a la II República, poniendo gran interés en la restauración del viejo orden social (18). Es muy significativo que los quintacolumnistas que ocuparon el ayuntamiento de Elda a la espera de la llegada de las tropas franquistas, José Martínez González, Ernesto Ortín, Julio Beneit y Pedro Bellod, eran industriales y derechistas, con unos intereses muy particulares en el triunfo del nuevo régimen, ya que habían visto incautadas sus propiedades durante la guerra civil.
El régimen no dudó en acercarse a esta clase social y desde el principio la hizo partícipe de los beneficios de la victoria militar, no sólo devolviéndoles a su posición de privilegio, sino devolviéndoles las propiedades que habían sido socializadas e incautadas durante la guerra civil. Para ello se crearon las Comisiones de Incorporación Industrial y Mercantil (CIIMs) y el Servicio de Recuperación Agrícola (SRA),que tuvieron su homólogo a escala local en la creación en todos los ayuntamientos de «una Comisión Delegada y encargada…de la recuperación de los objetos arrebatados ilegalmente a sus dueños durante el periodo rojo…y de custodiar en las debidas garantías estos objetos y devolvérselos a sus legítimos dueños» (19). El sentido restaurador del régimen franquista queda puesto de manifiesto desde las primeras medidas tomadas por el régimen.