Hoy les hemos hablado en la redacción de «El forjador de katanas», un relato corto que supone la obra novel del petrerí Antonio Pérez -con ilustraciones de nuestro poeta residente Pablo Llorente– y que está buscando apoyo popular para su edición. Ahora, y para que se animen, les dejamos con el primer capítulo de la obra –aquí para contribuir-.
Ayumu siempre había sido un niño muy curioso. Lo contemplaba todo con mucha atención y parecía maravillarse con pequeñas cosas, a las cuales la mayoría de personas no prestaba la más mínima atención. Provenía de una familia muy pobre, y solía pasar la mayor parte del día deambulando por las calles de la aldea, contemplando el ir y venir de las personas, escuchando el canto de los pájaros y observando con tremenda expectación aquellas escenas que para el resto eran de lo más cotidiano.
En su paseo diario por la aldea, pasaba por el huerto y veía a los hombres cavando en la tierra y a las mujeres recogiendo las cosechas con sus cestos. Se le antojaba muy curioso ver a las mujeres, con sus figuras esbeltas y sus kimonos estampados, agacharse a recoger frutos y hortalizas con elegantes movimientos, mientras escuchaba el repiquetear de las azadas percutiendo la tierra. Así era Ayumu, siempre parecía percibir algo más de lo que percibía la mayoría.
A media mañana, se acercaba al centro de la aldea y se sentaba en cualquier rincón para ver pasar a las personas, poniendo toda su atención en ellas: un señor mayor cargado con dos cubos de agua, unidos por un palo de madera que colocaba en sus hombros, dos niños que corrían y reían, una mujer con un kimono colorido y estampado con flores, que sostenía un wagasa amarillo para cubrirse del sol,…Y así sucesivamente, observaba el trajín de la aldea en su hora punta.
Llegada la hora de comer, se dirigía de vuelta a casa, deteniéndose siempre cerca de la casa del pastelero. Le gustaba ver a aquel buen hombre trabajar, mientras captaba el aroma de los dulces que allí se cocían en el horno de leña. El pastelero era un hombre risueño y bondadoso que de vez en cuando le obsequiaba con algún dulce, ya que sabía de la situación precaria de su familia.
―Ayumu-San ―le solía decir con una gran sonrisa―, pasa y lleva contigo este regalo.
Y le ofrecía algún pequeño manjar en una bolsa de papel.
El niño aceptaba tímidamente la ofrenda, y tras recibirla hacía una reverencia, pronunciando únicamente un sincero «arigato».
Pero la razón por la cual pasaba por allí a diario, no era para ser obsequiado por el pastelero, sino para poder contemplar cómo éste realizaba su labor. El pastelero era muy consciente de ello y aquella era precisamente la razón por la cual se sentía muy complacido al hacerle algún regalo al chico.
Ayumu disfrutaba observando los procesos de elaboración de aquellos pasteles. Le gustaba ver como el pastelero les daba forma mientras cantaba alegremente, como los cocía y como los decoraba para que tuviesen una forma y unos colores atractivos para la vista.
Así era el chico, veía una obra de arte en cada cosa elaborada con conciencia, en cada tarea a la que se dedicaban las personas con esmero, en cada flor o en cada melodía de la naturaleza. Su don era poder contemplarlo y escucharlo todo con ojos y oídos muy atentos.
Residía en una vieja casa con sus padres, dos personas humildes que se ganaban la vida como podían. Tras la escasa comida con su familia, disfrutaban del postre que el pastelero les había regalado y daban gracias por lo poco que tenían y por haber sobrevivido un día más en las humildes condiciones en las que vivían.
Una tarde cualquiera, Ayumu decidió acercarse a ver trabajar al nuevo herrero que se había instalado en la aldea. Según había escuchado era un hombre solitario y de fuerte carácter, al que no le gustaba relacionarse mucho con los demás. Pero era el mejor herrero de la región. Se le conocía como el «forjador de katanas». Al parecer, este misterioso personaje sólo se dedicaba a forjar katanas, y fabricaba las mejores que jamás se habían visto.
El niño, rebosante de curiosidad, estado que era muy propio en él, decidió que aquel día acudiría a observar como aquel herrero desempeñaba su labor. De este modo caminó hasta las afueras de la aldea, donde se encontraba la herrería de este enigmático forjador de espadas. Era una zona solitaria, y aun estando a una distancia relativamente larga, ya podía escuchar el sonido del martillo golpeando el metal incandescente.
Cuando estuvo un poco más cerca, pudo comprobar que la puerta estaba a medio cerrar y, a través del hueco dejado entre la hoja y el marco, pudo observar al nuevo artesano. Se quedó algo sorprendido ya que esperaba ver a un hombre fuerte y corpulento de musculosos antebrazos, pero no fue así. El herrero lucía una estatura mediana y delgada, mientras trabajaba el metal frente al fuego. Mostraba un semblante serio y concentrado mientras forjaba el acero.
A vista de cualquier otra persona, el trabajo del herrero podría antojarse aburrido y monótono, pero a los ojos de Ayumu aquel hombre era un verdadero artista. El niño no alcanzaba a entender el proceso que el hombre realizaba para fabricar aquellas katanas de leyenda, pero por los movimientos de sus manos y la expresión de su rostro, enseguida comprendió que el forjador de katanas tenía algo excepcional…