Caprala y yo

*Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Petrer Mensual nº 26 –  febrero de 2003

Y parece que haya muchas, porque siempre suelen tener cobertura en los medios, pero no, qué va, hay muy pocas. Vidas como la de Juan Payá Rico («Juanito el de la Casa de la Balsa») hay muy pocas y sus historias interesan por lo insólitas que son. Porque hay algo de grandeza humana en la vida tradicional. Algo inspirador en la simbiosis hombre-naturaleza. Y un nada desdeñable poso de sabiduría.

Juan Payá Rico junto a uno de sus olivos.

Y no puedo, no puedo hacerle justicia. Lo veo hablar, y emocionarse, y gesticular y darme una docena de explicaciones y razones para cada fenómeno natural y sé que no voy a poder. ¿Cómo plasmar todos esos conocimientos? ¿Cómo hacer justicia con pa­labras a toda una vida dedicada al campo? ¿Cómo llegar a captar la significación vital de sus palabras? No necesitaría ni una entrevis­ta. ni dos, ni tres, necesitaría «71 años ya, y to­da la vida aquí». El esfuerzo de cultivar «cua­tro o cinco mil tomateras y tres mil matas de pimiento», por poner sólo un ejemplo, son magnitudes extracomunicativas. «Sí, y je, los domingos a Sax, al mercado. Y también íba­mos a Villena. Salíamos por la noche, con el carr0, después de cenar. Un «farolet» para alumbrarse y hala, a caminar. A veces nos paraba la Guardia Civil: «¿dónde vais?». La noche era un transitar bajo las estrellas. Algo así co­mo los Reyes Magos, pero todos los días. Y de la fantasía a la realidad, y de la poesía al tra­jín de la plaza: «claro, había que llegar antes de que se hiciera de día porque había que co­ger puesto y entonces se madrugaba. Pero claro, valía la pena. Los tomates eran nuestro producto estrella, hemos llegado a vender en un día catorce o quince cajas de tomate de unos 35 kilos en el mercado».

Juan en el depósito de Caprala.

Y los recuerdos de quienes compartían fa­tigas y algarabías. De los que todavía quedan y de los que ya no están. Porque en la época actual, el campo no se regenera, no brota sangre nueva, nadie echa raíces. Cada pérdi­da es irrecuperable, el paisaje pierde matices. Hojas que se desprenden y no volverán. «Sí, mira, en su época, vivía en la casa de la Tía Pelá, en la Casa la Balsa, y en el caserío vivía el tío Luis, la tía Ana María y el tío Pepico, el padre de Virginia, el tío Santiago, el tío Gonzalo; vivían también en la casa de Marcos (Ventura e Ignacio) y en el rincón de Coloma e incluso en la Cueva del Tío Murciano (en la senda recuperada de la Cueva del Agua) lle­gó a haber gente, estaba allí el propio tío Murciano, que se ve que era un hombre muy chistoso, aunque yo ya no lo conocí». Juan también ha conocido y recuerda ni más ni menos que once increíbles rebaños en Caprala (que etimológicamente, no viene sino a significar algo así como «tierra de cabras»). Así que hale, nuevo recuento: « estaba uno en L’Avaiol, otro en la Casa de la tía Pelá, otro en la Casa de la Balsa, uno con el tío Ventura, el tío Santiago un «altre», Juan «el Mancheguet»  también tenía, la tía Ana María otro, el tío «L’hermós» otro, el tío Ventura el de Marco también, la Casa del Dolç también poseía y L’Almorxó también.»

No eran otros tiempos, es un pasado re­ciente, próximo, un viaje por una memoria fresca. E incluso los bailes que se hacían, que tenían gran éxito, y que hoy también se han perdido (a muchos jóvenes escuchar estas his­torias les recuerda a rituales tribales). Tan le­jos y tan cerca, ¿eh? « Sí hombre: ¡los bailes! Lo pasábamos bien, teníamos una pequeña orquesta: José el laúd, Serafín también el laúd, el hijo del tío Tomás la bandurria, yo la guita­rra… ¡Ja, ja, Anita, la llamaban Anita! A mis nietos les suena a diversiones inocentes, pero vaya…Y es que, en esta zona hubo gente y hay ahora chalets de campo porque hay agua. El agua es la clave. Lleva años saliendo un chorro de 8 metros cúbicos por hora, y en el último año hasta ha estado brotando 10. Este manantial no falla. Han pasado ya 31200 me­tros cúbicos desde que se instaló el nuevo contador (hace un año), y no entra toda. Y,¿a qué no sabías que esta agua llegó incluso al Castillo de Elda, en los tiempos de la ocupa­ción árabe? Y es una historia curiosa, porque en un tiempo pretérito, según me han conta­do mis antepasados, el agua de Caprala se la llevaban los señores del Castillo de Elda (y aún quedan restos visibles de la antigua con­ducción a la altura de la partida de Santa Bárbara), y por aquel entonces un abogado de madrid familiar de los dueños de L’Almorxó les propuso a los cinco dueños de Caprala co­menzar acciones legales para conseguir que se quedase en Caprala el agua, a cambio de ob­tener la mitad. Se ve que el abogado lo «va fer correctament» (Juanito habla «valencia de Petrer des de sempre) y por eso se explica ahora que en L’Almorxó y en la Casa del Dolç reciban agua de Caprala. Sí hombre, y agua que, por cierto, técnicos de la Conselleria de Medio Ambiente declararon no potable hace una década más o menos, pe­ro mira, yo he bebido siempre y me encuen­tro espléndido. Incluso era un agua famosa, venía gente a llevársela en garrafas y de hecho siguen haciéndolo. En fin, lo que soy yo, creo que voy a beber ahora mismo».

Y  más y más. De un tema a otro, de un re­cuerdo de ayer a uno de hace 10 años. Lo sabe todo. No creo que se pueda trazar una historia válida y fiable sobre los últimos cien años de Caprala sin hablar con Juanito. «¿Y cuándo se encontró el asentamiento roma­no? El tío Marino encontró las ánforas, pero no había nada dentro. Aunque no sé, yo no enterraría o conservaría con especial cuidado un recipiente si no tuviera nada de valor den­tro. Mmh, no sé, no sé.»

Y  no puedo, no puedo hacer justicia. Se aca­ba el día, se acaba la cinta, se acaba la hoja. Y esto no ha hecho más que empezar. Es como cuando encuentras una mina de oro, no se le puede sacar todo el rendimiento en un día. Pero sabes que vas a volver, porque vale la pe­na. Por eso mismo se levantará Juanito maña­na a cuidar del campo, no por un acto rutina­rio. Porque a veces el trabajo es un placer y hay recompensas más valiosas que el dinero.

Los pesos pesados de los olivos

En Petrer no hay más. Son los más grandes y los más rentables. Olivos de Guiness. De 250 a 300 kilos o incluso más anualmente por olivo. Tres personas no alcanzan a rodear su base. Y si tiene 14 monstruosidades de éstas, calcula: unos 4000 kilos de oliva, cifra a la que ni se acercan muchas fincas petrerenses de más de 50 hectáreas y decenas de olivos.

El prodigio viene de lejos. Árboles milenarios que ya debieron cultivar los romanos (no lo pue­do demostrar, pero seguro vamos). El mimo de Juanito, que los tiene a corpo di baco y les ha­ce podas extraordinarias. Y un viaje a Israel. Y una mente abierta y receptiva a las innovacio­nes agrícolas. «Hace unos 10 ó 12 años fuimos a Israel (Israel precisamente, tierra de olivos) a ver una feria agrícola (en un viaje organizado por la Cooperativa) y allí fue donde vi yo por prime­ra vez el riego por goteo. A la puerta de la feria vi unas tomateras y unos pomelos que bueno, eso era…También me maravilló el hecho de que no se labrara, que permitía una mayor ex­tensión de las raíces del árbol. Así que llegué aquí y lo cambié todo. Di la bienvenida al riego por goteo, a miles de metros de riego por go­teo, y aparqué mis herramientas de labranza, qué ya no hacían falta al parecer, porque míralos como están».

 

 

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