NOTA: Publicado originalmente en la revista Festa 2002.
El 22 de diciembre de 1989 era viernes. Esa tarde, cuando un sol que había brillado cálido comenzaba a ocultarse, un hombre de 87 años entraba en la eternidad desde la habitación 412 del hospital de Elda. Paco Mollá, el poeta más líricamente puro que ha dado Petrel, dejaba su rostro mirando al valle, reflejada en sus ojos la luz dorada de la Sierra del Cid. Eran las cinco de la tarde, la hora de los encuentros. Paco se reencontraba con Justa, la esposa que sólo ocho meses antes le había precedido en el camino hacia lo Absoluto.
Ha pasado el tiempo, ahora mismo se cumplirán trece años de su muerte y el uno de marzo pasado debimos celebrar el centenario de su nacimiento. Se han escrito, es cierto, bastantes artículos y algún que otro libro sobre la vida y obra de Paco pero quedan todavía muchos aspectos por estudiar; Paco Mollá es un ejemplo de vida, de compromiso con el ser humano, de acendrado amor a la naturaleza. Lo necesitaremos siempre como modelo vital. Y en cuanto a su obra… yo no creo que una obra de la categoría de la de Mollá se disuelva en el olvido, podrá quedar sumergida durante más o menos tiempo pero finalmente emergerá poderosa porque tiene la forma y el contenido que la hacen ser poesía necesaria y verdadera. Queda mucha labor por hacer: siguen sin recogerse en un corpus único todos los poemas que Paco publicó en distintas revistas o los muchos inéditos escritos en cuadernos que espero que no se hayan perdido. Y está absolutamente por trabajar su breve pero intensa obra narrativa.
Hay, pues, mucho trabajo por hacer en cuanto a la edición y estudio de su poesía, pero es necesario también seguir investigando aspectos biográficos que condicionaron su obra. Hoy quisiera, como homenaje en su centenario y desde esta revista en la que tantas veces colaboró, contribuir con nuevos documentos a dar a conocer a los interesados una etapa decisiva de nuestro poeta: su estancia en la cárcel y el comienzo de su obra. Estas páginas son parte de una investigación sobre la narrativa de Paco que espero dar pronto a la imprenta.
El poeta en la cárcel
En Petrel, al acabar la guerra, muchas de las personas que se habían distinguido en la defensa de los ideales republicanos fueron confinados en el cine de verano que había en la Explanada. Bastantes dirigentes municipales, líderes de los sindicatos obreros o simples particulares, habían huido de la ciudad a finales de marzo. Algunos no tuvieron tiempo de salir de España y sufrieron la cárcel o la muerte, otros vivieron un largo exilio en Francia, Marruecos o Hispanoamérica. Ciertamente la reclusión en el cine de verano era el medio de control y ficha de todas las personas significadas en el bando vencido. Petrel, que había vivido unos hechos sangrientos durante la guerra y que había sido un pueblo en el que «hasta las piedras eran socialistas» (El Mundo Obrero, 30 de noviembre de 1929), vivió una dura represión. No obstante, pronto empezaron también las cartas de libertad para gran parte de los encarcelados, mientras que otros, con proceso abierto, eran conducidos a otras prisiones.
Paco Mollá fue uno de los que vivieron esa situación. A finales de mayo de 1939 fue puesto en libertad sin cargos significativos, pero se sentía muy incómodo en Petrel por la actitud de algunos de sus paisanos que no perdonaban a la familia Mollá el papel que alguno de los hermanos jugó durante la guerra (Paco había sido presidente de las Juventudes Soóafistas ya antes de la República, Bonifacio murió en el frente y Vicente había logrado escapar a Argentina). Por ello, en septiembre de 1939 Justa y Paco se fueron a Elche, donde creían poder rehacer sus vidas mejor que en Petrel, pero Justa no se hacía a vivir allí y la pareja volvió al pueblo a principios de 1940. Inmediatamente Paco fue acusado por determinados convecinos de haber participado en la quema y destrucción de la capilla de Rabosa y de otras actividades políticas y hechos violentos.
Sin ningún tipo de juicio, a mediados de febrero fue llevado a la plaza de toros de Monóvar, convertida en prisión, donde pasó vanos meses antes de ser trasladado a Alicante. A pie, Justa iba a verlo a Monóvar casi todos los días para llevarle algo de comida, y de esos amargos momentos dejó Paco testimonio en tristísimos poemas. Existe un curioso documento, fechado el 24 de sepftentore de 1940 por el director del campo penitenciario de Monóvar, en el que se le concede a Paco el Premio de Honor del certamen literario celebrado con motivo de la festividad de la patrona de los reclusos.
DON VÍCTOR VIÑES SERRANO, Director de segunda dase del Cuerpo de prisiones, con destino en el Campo Penitenciario de Monóvar (Alicante)
CERTIFICO: Que en el Certamen Literario celebrado en el día de hoy en este establecimiento de cargo, con motivo de la Festividad de Nuestra Señora de la Merced, ha obtenido el PREMIO DE HONOR el recluso
FRANCISCO MOLLA MONTESINOS por su trabajo en verso «CANTO A LA VIRGEN DE LA MERCED». Y para que conste, satisfacción del interesado y acreditación de esta circunstancia, expido el presente en Monóvar, a veinticuatro de septiembre de mil novecientos cuarenta.
En octubre fue trasladado a la cárcel de Alicante. A finales de 1940 fue juzgado en consejo de guerra. Tres eran los cargos principales que se le imputaban: su adscripción a la masonería, su activa participación en la contienda como comisario político y su colaboración en el incendio y destrucción de la ermita de Rabosa, así como la confiscación de bienes de la finca.
En su defensa, Paco reconoció haber pertenecido a una logia eldense durante sólo 20 días del año 1932, pero que tal hecho -dice- no había significado absolutamente nada en sus ideas y en su vida, puesto que había acudido a las reuniones tan sólo por curiosidad y por su afán de aprender, ya que creía que era una sociedad cultural y filantrópica; por ello -explicó-, en cuanto conoció sus características, se dio de baja.
También creía Paco que su actividad en la guerra no habría de ser motivo de condena. Con 35 años se alistó como voluntario en Sanidad. Se le envió al frente del Guadarrama y allí se le nombró sargento en su batallón -la 30 Brigada, 2a División- y allí vio morir a su hermano Bonifacio. Enfermo crónico de asma, padeció una pulmonía y fue trasladado a un hospital de Madrid, donde quedó como delegado político suplente dentro de la Compañía de Sanidad. El propio Paco alegó en su defensa que nunca tuvo en sus manos un arma sino cuando, en una noche de julio de 1936, se quedó en la casa del párroco de Petrel, don Bartolomé Muñoz, defendiéndole de posibles atentados; pese a lo cual, el sacerdote fue asesinado cerca de Villena el 6 de septiembre de 1936 por milicianos de Petrel y Caudete.
La última acusación, su participación en la confiscación, primero, y posterior destrucción de la imagen religiosa de Rabosa, no se pudo probar. Aunque la defensa que hizo Paco de sí mismo era débil, ningún testigo pudo relacionarlo con el activo concejal y ferviente revolucionario que fue Pascual González, a quien juntamente con otros miembros de las JJSS se le atribuía la ejecución de tales actos.
A pesar de que ninguna prueba resultó fehaciente, Paco fue condenado a 30 años de reclusión mayor, pero por su presunta adscripción a la masonería se le privaba de la redención de penas por el trabajo, a la libertad condicional e incluso a las visitas íntimas de su esposa. Podemos seguir todo el desarrollo del proceso a través de la carta que, casi dos años después de los hechos, Paco envió a su más querido amigo en aquellos momentos: Doroteo Román.