Esto no era lo que yo creía

Maite pensaba en cómo había sido su primer beso, hacía algo menos de un año, mientras se ponía el vestido -largo, de color granate con brillo, cogido al cuello y escote en cascada; le quedaba como un guante-. Había esperado tanto para ese momento… y no se pareció en nada a lo que había soñado. Fue en una fiesta, en el De Naí Clú, con un chico al que apenas conocía. Se llamaba José y trabajaba de comercial. No supo por qué se dejó llevar y se rindió a sus galanterías. Quizás influyó que el chaval por el que estaba loquita desde hacía meses se hubiera echado novia hacía una semana. Se enrollaron sentados en un bidón de cerveza apostado en uno de los rincones de la sala. Las sensaciones que experimentó le gustaron, pero tenía un regusto amargo, que le hizo no querer volver a ver a José, por mucho que insistiera. Definitivamente se equivocó, y aquello no fue como tenía que ser, y presentía que su primera vez tampoco iba a ser de cuento de hadas. Y sabía que iba a ser esa noche, esa Nochevieja

Había conocido a Isra en el Eclipse de la Zona hacía poco, algo más de un mes, una noche que salió con Lucía. La atracción física fue inmediata. Él tenía gancho; de pelo castaño, con una espalda poderosa, pero bien proporcionado, poseía el aire macarrita-pijo que tanto le ponía a Maite. La figura esbelta de Maite y su cara de niña engancharon a Isra. Aunque le gustaba a rabiar, algo le decía que ese chico no era el suyo, que no estaban hechos el uno para el otro. Pero hizo oídos sordos. Ya se había pintado, puesto las medias de liga y calzado sus sandalias negras, que como el vestido había comprado especialmente para la ocasión.

A las tres salió del local del Barrio donde había pasado la mitad del Año Nuevo con sus amigos para ir al Mercado, coger el taxi que había reservado y que la llevaría al antiguo Europa, en la carretera de Santa Faz. ‘No vayas, sabes donde te metes’, le advirtió Lucía, pero fue. Quería darlo todo y demostrar que se equivocaba, que aquello era verdadero, que saldría bien, y para eso debía poner de su parte, poner toda la carne en el asador. Estaba dispuesta a dar un salto de fe. Y, ¡qué coño!, a sus 19 ‘añazos’ le podía más la curiosidad, el deseo y las ganas, que el sentido común.

A las tres y veinte arribó al hotel. Isra aún no había salido a la puerta, y no tenía móvil -hubo un tiempo en que los jóvenes no usaban teléfono móvil-. No encontró ninguna excusa decente para convencer al portero de que la dejara pasar, así que optó por contarle, simple y llanamente, la verdad: ‘Hola. Mi novio está dentro esperándome, ¿puedo entrar?’, preguntó con educación. Esperaba que se negara o que le pusiera pegas, pero le hizo el gesto de avanzar y, simple y llanamente, dijo: ‘Está bien, pasa’.

Nada más cruzar el umbral divisó a Isra que venía a su encuentro con un elegante traje gris marengo. Se besaron en la boca sin decir palabra. ‘¡Feliz año!’, se desearon los dos después a la vez y sonriendo. Estuvieron unos minutos en el salón, sin dejar de sonreír, antes de ir a una de las habitaciones que Isra y sus amigos habían alquilado. Entraron con algunos de esos colegas. Le presentó a Maite a los que todavía no conocía y descorcharon una botella de sidra y sacaron algunas fotos. A la primera copa desaparecieron los demás y sólo quedaron Isra y Maite, sentados descalzos en la cama. Se acercaron con cierta timidez. Comenzaron a enrollarse.

Él fue a deshacerle el lazo del cuello, pero ella le cogió el brazo y lo bajó. ‘No’, dijo ella suavemente, ‘empieza por aquí’, y alzó insinuante la pierna derecha. Obediente, Isra deslizó sus manos por su muslo y le quitó la media. Repitió la operación en la otra pierna. Entonces él tomó los mandos y la echó sobre las sábanas. Se deshizo del vestido y Maite le quitó la ropa. Isra le lamió un pezón con la punta de la lengua mientras sobaba el otro, y luego hizo lo mismo a la inversa. A ella se le puso la piel de gallina. Él sacó los condones. Ya era como una muñeca en sus manos y se dejó hacer. Acostada, él se sentó encima y tras haberle acariciado todo el cuerpo la penetró. Gimieron. ‘Tranquila, lo haré despacio’ -sabía que era su primera vez-. Dolió. Tuvo que empujar varias veces hasta romper su virginidad. Ella vio su pene manchado, no le cogió desprevenida. Siguieron haciéndolo. Y mientras tanto, al otro lado de la pared, se oían los griteríos de los colegas haciendo coñas. Incluso llegaron a aporrear la puerta. Ella no daba crédito. No sabía si reírse o llorar. Aquello nunca se lo podría haber figurado. Su primera vez, en un hotel, Nochevieja… y una panda de bakalas voceando animando la faena. No obstante, en realidad no era eso lo que la molestaba, al fin y al cabo era una anécdota más o menos graciosa. Lo malo de verdad era que no había ni rastro de la magia que se supone embriaga estos momentos. No es que fuera ñoña, es que aún creía en cuentos de hadas.

Él se corrió. Intentaron una segunda vuelta, pero los gilipollas de los amigos no paraban de incordiar. Así que se vistieron, cogieron un taxi y terminaron la noche en un pub del Barrio.

Maite aún pensaba que podía encontrar con Isra esa magia, si las circunstancias ayudaban, claro. Pero se ve que el chico, con los pies más en la tierra, también se dio cuenta de que les faltaba chispa, y cortó unos días después. Fue lo mejor que pudieron hacer.

 

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