Hacer el amor con él se había convertido en algo tan natural y tan necesario como respirar o comer. Sus polvos eran, por definirlos con una sola palabra, adictivos. Sin embargo, lo mejor de nuestros encuentros era cuando me despertaba y le sentía a mi lado, pegado a mí, con su brazo sobre mi cuerpo. Yo me daba la vuelta y me ponía frente a frente para mirarlo, y él abría los ojos y me apretaba contra su pecho. Si alguna vez he sido feliz en mi vida fue en esos momentos. El problema estaba en que me abrazaba en la cama, pero nunca me cogió de la mano por la calle.
Lo de Víctor fue una atracción fatal a primera vista. Mi amiga Ana nos presentó el primer día de curso del Master. No me pareció guapo, más bien lo contrario. Alto, un poco desgarbado y algo soso y patosillo. Ojos castaños de expresión triste y sonrisa del gato de Alicia en el País de las Maravillas. Su nariz y, sobre todo, sus mofletes, me hicieron gracia. Las gafas y su despiste innato se me antojaron una mezcla de científico-filósofo y un personaje antiguo de novela.
Llegó el profesor, empezó la clase. Y durante toda la jornada no pude apartar mis ojos de él. Hasta me costaba un poco concentrarme. ‘¿Qué cojones me pasa? ¿Por qué no puedo dejar de mirar a este tío, si no tiene nada?’, me preguntaba casi enfadada. Pronto me di cuenta de que aquel chico me había encantado con su sonrisa, y cuando digo encantar me refiero, y cito al diccionario, a ‘atraer la voluntad de alguien por dones naturales’. Me había embaucado, hechizado, sin ni siquiera sospecharlo él. Sabía que, si pasaba algo entre los dos, no iba a ser un rollo más. De una forma u otra me dejaría huella. Y no quería. Yo ya venía marcada a fuego, como el ganado, por el desengaño del amor y, como el ganado, me había vuelto resabiada. Era yo la que embestía ahora. Pero no pude resistirme. Y, qué coño, quién me decía que no era ÉL, yo también tenía derecho a encontrar a mi príncipe azul.
Por si tenía alguna duda, sucedió algo que me dio el impulso necesario para decidirme. Un día que fuimos a comer con los compañeros -lo hacíamos bastante, chupitos incluidos muchas veces- nos quedamos solos al final de la comida. En el camino de vuelta a casa íbamos hablando de temas triviales, tirándonos puyitas y picándonos. Y en esto, nos quedamos mirándonos con una sonrisa tonta sin decir nada. Ya estaba, había caído en su red invisible, a sus ojos, y no había remedio. Por eso decidí atacar. Y tras un tiempo razonable (unos tres meses) de mucho tonteo y tanteo en el que nació cierta complicidad -que me hizo caer aún más, porque cuanto más le conocía más me gustaba-, quedamos un viernes después de una clase extra. No las tenía todas conmigo. No me considero guapa, porque no lo soy. No tengo arma especial alguna para conquistar a los hombres, y tampoco tengo una mente ni un corazón maquiavélico; me enfrentaba a esa batalla más a pecho descubierto que nunca, desarmada, porque él ya llevaba ventaja. Eso sí, llevaba mi brillo de labios, mi camiseta blanca ajustadísima y de sensual escote en barco y unos tejanos pegados, que aunque sea del montón, una arregladica, siempre gana. Hicimos por salir del aula los dos a la vez, un poco después que el resto. ‘¿Dónde vamos?, ¿quieres cenar, tomar ago…?’, me preguntó. ‘No sé, lo que quieras, ¿tú tienes hambre?’ ‘No mucho’. ‘Yo tampoco. Nos tomamos una cervecica en un irlandés de la Rambla, ¿no?’. ‘Vale, tú mandas’.
No perdimos cerveza, fuimos directamente a los cubatas. Nos sentamos en dos taburetes frente a la barra. Víctor pidió whisky, solo, con hielo. Así supe que lo que bebía era Jack Daniel’s. Yo me pedí mi Licor 43 con piña. Estaba muy nerviosa, pero no intimidada; esa noche no podía ir mal, y noté, asombrada, una seguridad en mí misma que me invadía de forma inusual, como a la bestia domesticada que dejan libre y vuelve a acostumbrarse a su estado salvaje. YO dominaba la situación. Ilusa. ‘Pago yo’, le dije. ‘No’, me contestó sacando un billete de 20. ‘Que no, pago yo. Además, res-pe-ta a tus mayores’, le ordené divertida metiéndole su billete debajo del polo azul oscuro casi negro, aprovechando para rozar su pecho.
Conversamos, nos contamos anécdotas, hicimos gracietas, supimos un poquito más el uno del otro, y bebimos. Yo bastante más rápido que Víctor. Le esperé y pedimos la segunda ronda. Ésta por gentileza de su bolsillo, insistió. Flirteamos. Cada vez nos acercábamos más y cuando me tocaba de refilón el pulso se me aceleraba hasta dolerme el pecho. Pero aguanté, tenía que mantener la cabeza fría, por muy caliente que se me pusiera el corazón. Volvimos a pedir. Yo me estaba mareando, por el alcohol y por la emoción. Ya empezamos el combate frente a frente. ‘Tú no puedes conmigo, seguro’, le reté burlona. ‘¿Que no?’, y me levantó en peso. Al instante siguiente nos estábamos besando. ‘Oye, tienes que saberlo, que yo no quiero nada serio ahora…’, me confesó. ‘Tranquilo, que yo tampoco quiero domingos por la tarde’, sentencié, y él hizo un gesto de satisfacción y se lanzó sobre mi boca. No era verdad lo que había dicho, pero no mentía. Desde el principio supe que quería TODO y nada menos con él, pero deseaba con las mismas fuerzas no quererlo y por eso me lo creí. Y él también.
Nos enrollamos a saco. Degustábamos con voracidad nuestras lenguas que se movían a ritmo frenético, igual que nuestras manos acariciándonos y nuestros cuerpos frotándose y restregándose. Dimos el espectáculo en el pub, sí, y qué bien me supo. Al camarero no tanto, que nos llamó la atención, medio en serio medio en broma, para que nos cortáramos. El subidón fue demasiado para mi cuerpo y tuve que subir al baño para vomitar. Me refresqué y volví con Víctor. ‘¿Estás bien?’ ‘Sí, perfectamente’, le aseguré dándole un lametón.
Salimos del irlandés y nos fuimos a mi coche, que estaba aparcado detrás del Mercado Central. Lo cogió él, que iba mejor, y condujo a Campoamor, donde había dejado el suyo. Me iba a saltar la regla de oro, pero con él no había norma alguna que valiera. Apagamos el motor y nosotros nos encendimos. Él se quitó las gafas y las dejó en el salpicadero mirándome con descaro. Le sostuve la mirada. Nos morreamos, nos magreamos. Pasamos al asiento trasero. Me quité las botas y él me bajó los vaqueros, para subir y recrearse en mi Monte de Venus. Lentamente le fui levantando el nicky mientras le lamía todo el cuerpo, estudiando cada uno de sus recodos que llegué a aprender de memoria. Víctor me desnudó por completo de cintura para arriba y perdió su cabeza entre mis tetas al tiempo que me metía mano por todos lados. Me colé en su bragueta. Le froté el pene por encima de los calzoncillos antes de bajárselos. Fue entonces cuando descubrí SU lunar. Era muy pequeño, minúsculo, perdido entre el vello en su cadera derecha. Era prácticamente imperceptible y, quizás por eso mismo, me fijé en él, pese a que tenía otros mucho más llamativos y en sitios más provocadores. Por instinto lo besé, y después se la chupé, con ansia. Gimió. Cuando estaba lo bastante dura, Víctor me incorporó para meterme sus dedos en mi coño y comprobar que ya le estaba esperando, húmedo y cálido. Estábamos a mil. Lo hicimos como pudimos, entre tropezones y risas. ‘No hay ángulo’, se quejaba él. Me puso de espaldas a él y empezó a joderme. Por el cristal distinguí el camión de la basura, con sus basureros mirando hacia mi Clio. Como estaba empañado no los pude ver bien, pero me juego el cuello a que nos grabaron con los móviles. Él también se percató de su presencia, pero no por eso paramos. Al contrario, ‘¡Joder, fijo que mañana estamos en Youtube!’, exclamó Víctor al tiempo que empujaba. Entre jadeos solté una carcajada, que se confundió con la suya. Las luces del camión se alejaron. Paramos, sin haber terminado. Había sido demasiado movimiento, y tuve que abrir la puerta para escupir el reflujo que me había llegado a la garganta. Nos reímos de buena gana. Áquel no fue el polvo de nuestra vida, pero nos divertimos y disfrutamos, eso creo, al menos yo lo hice.
Nos despedimos y le pedí que me diera un toque cuando llegara a casa, aún tenía que conducir hasta llegar a Altea. No estaba segura de que lo hiciera, pero me mandó un mensaje. Quizás si no lo hubiera hecho, mi euforia se hubiera calmado y hubiera podido actuar con más tranquilidad, con cerebro; estaba demasiado emocionada como para detenerme en esas cosas, sólo quería prolongar esa noche -lo que había tenido, lo que había sentido- todo lo posible. ‘Ya lo pensaré mañana’.
No obstante, me esforcé durante ese fin de semana tomar perspectiva, algo conseguí. Cuando nos vimos el lunes esperaba que estuviera raro, como arrepentido. Así hubiera sido fácil, me sabía el guión. No fue así, nuestro feeling estaba intacto, incluso había crecido esa complicidad. Y los compañeros debieron de notar algo. Y para ahorrarnos chismorreos intentamos disimular de cara a la galería.
Yo quería más, por eso le propuse pasar el viernes siguiente en un hotel. Él y yo. Además, era una manera de saber si, definitivamente, aceptaba mi desafío. Y recogió el guante. ‘Hotel NH Cristal, al finl d La Rambla. Habitacion 806. 00.00 horas’. A Víctor le encantó mi mensaje -me lo confirmó después-, le dio mucho morbo porque le hizo sentirse ‘sucio’. ‘Alli estare’, me contestó.
Antes de las once ya estaba en la habitación. Preparé la cita a conciencia: había comprado una botella de Jack Daniel’s, muchos hielos, y llevé un pañuelo de seda; me pinté y me cambié de ropa: Tanga y sujetador negro de encaje, medias de rejilla, pantalones de raso negros a media pierna, botas de gata, camiseta tipo corsé con decorada al estilo rockero y un bolero negro brillante. Contratiempo. Uno de los tirantes de la camiseta se me descosió. No disponía de aguja e hilo, ni de tiempo, así que opté por tirar por la calle de en medio, me quité la camiseta y me quedé sólo con el sujetador que asomaba indiscreto por debajo de la escueta chaqueta. Lo del tirante fue una señal de que esa “¿relación?” no iba a ningún lado y lo iba a pasar muy mal, pero no lo pensé, no relacioné ese incidente con nada por el estilo. De hecho no caí en la cuenta hasta mucho tiempo después, cuando por casualidad recordé la historia. Y tampoco relacioné el golpe con el coche que tuve al día siguiente. A lo mejor lo hubiera tenido más claro si lo roto hubiera sido una uña… Supongo que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
A la hora bruja sonó el teléfono del cuarto. ‘¿Sí?’ ‘¿Estás ahí, no? Enseguida subo’. Tocó la puerta y cuando abrí me encontré a un Víctor más seductor que nunca, luciendo americana, jeans y su mejor sonrisa, arrebatadora. Tragué saliva. Él no disimuló su agradable impresión al ver mi indumentaria, que no dejaba lugar a dudas. Nunca se me ha dado bien la sutileza, aunque a mi favor he de decir que por improvisada y descaradamente sexy, la imagen no era vulgar. El aire acondicionado no funcionaba y en la estancia hacía calor, y más que haría.
Charlamos, entre risas algo nerviosas. ‘¿Y esto?’, me interrogó señalando la botella. ‘¿Te gustaba, no? Es para ti’. ‘Estás en todo’, me susurró regalándome otra sonrisa mortal. Nos servimos la primera copa. Yo apenas probé el whisky (había tenido bastante la última vez). Nos íbamos calentando. Sentados en la cama, él ya con la chaqueta fuera, empezamos a besarnos, en la boca, en la nariz, en la frente, en el cuello… Olía a colonia varonil recién puesta. Cogí un hielo y empecé a pasármelo lentamente por el escote -que previamente había rociado con aceite de cleopatra-, él iba lamiendo las gotas que iban regando mi piel mientras me acariciaba. Le desabotoné la camisa y le pasé a él el hielo por el cuerpo, que dejaba el camino señalado que recorría mi boca. Con la piel de gallina y los pezones como puntas de diamante cambié el hielo por el alcohol, que iba derramando sobre mí directamente de la botella. Me quitó el sujetador y me apretó las tetas con sus manos. Comenzamos a frotarnos, y con ansia voraz nos acabamos de desnudar.
Y allí estaba. Apareció otra vez SU lunar, que me terminó por volver loca. Como la primera vez, lo miré y lo besé. Un ceremonial que repetiría todas las veces que lo tuve ante mí antes de hacerle el amor a Víctor; como en la ‘fiesta de gala’ para dos que montamos en mi casa -con Moët, fresas, cerezas, nata y jacuzzi incluidos-, como el 3-0 que le gané con su permiso, como la noche que yo cociné para él y él me leyó poesía, o como todas las veces que me escaqueé por la mañana de las prácticas para ir a su piso a disfrutar de un ‘aquí te pillo, aquí te mato’. Cuando lo veía ahí, pintado en su cadera, casi me daba igual que pudiera estar con otras chicas; seguía ahí, para mí, y eso era lo único que importaba. En ese momento era MÍO y al contemplarlo me inundaba una sensación inexplicable, algo parecido a lo que debían sentir los piratas cuando guardaban su tesoro secreto y al regresar a la isla comprobaban que seguía intacto.
Hasta las doce de la mañana estuvimos follando como conejos y comiéndonoslo todo a lo guarro. Sin parar, descansos los justos para tomar aliento. La habitación ya no olía a colonia o aceite perfumado, olía a sexo. Parecía el escenario de una peli porno. La colcha en el suelo y las sábanas arrugadas y hechas un barullo en la cama lo secundaban. La misma cama en la que yacíamos unos dos meses después, en Hogueras, y me desperté pegada a Víctor, que dormido, tenía su brazo posado dulcemente sobre mí, haciéndome la mujer más afortunada del mundo.
Yo lo veía todo de color de rosa, sin embargo, la realidad es que había sombras que emborronaban mi maravilloso mundo de color. Como tener que escondernos no sólo de los compañeros del master, sino de sus amigos, igual que si se avergonzara o estuviéramos haciendo algo malo -y mira que al principio el llevarlo en silencio tenía su punto, pero ya me hacía sentir mal. Coño, que no iba a ponerme a morrearme con él en medio del aula, simplemente quería naturalidad-; como el fin de semana que íbamos a quedar, se fue a Granada con los colegas y me mandó un sms desde allí para decírmelo; como que aprovechara la mínima para recordarme la noche que se puso ciego y una chica le tiró los trastos en un pub del Barrio o como cuando se fue a Londres por curro y ni siquiera me dio un toque para avisarme de que había llegado bien.
No era culpa de Víctor, yo nunca le pedí explicaciones de nada, ni mucho menos le reproché, tenía demasiado miedo a perderlo si rompía el ‘pacto’ de sin domingos por la tarde. Por eso callaba y tragaba, y él sin enterarse. Error. Yo siempre estaba dispuesta para él, para darle lo mejor de mí, él lo agradecía, pero nada más, tampoco podía hacer mucho más. Yo temía que cualquier día se aburriera de mí o dejara de gustarle y prefería esas migajas de ¿amor?. Hubiera sido mejor así, la herida hubiera sido más limpia.
Prolongué todo lo que pude mi ‘fantasía’. De hecho, lo mismo que en un segundo supe mirándole que iba a pasar algo entre los dos, también en un segundo vi que lo nuestro no tenía futuro, y si me apuras, ni presente. Un lunes fuimos a comer a su piso Reme –una amiga del master con la que los dos teníamos mucha confianza- y yo. También estaba Jorge, su compañero de piso. Éste se fue temprano a currar y a nosotros nos quedaba aún un ratillo antes de marcharnos a estudiar. Después de comer nos trasladamos a ver la tele al salón. Entré al baño y al salir vi que él estaba en el sofá de la izquierda y Reme en el de la derecha. Él se giró para mirarme y sus ojos me dijeron que no se me ocurriera sentarme a su lado, ya sabía, había que disimular. Sólo 48 horas antes estábamos en su cama dándole, y ahora no podía echarme junto a él, me tenía que poner en el otro sofá. Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible, y no íbamos a estar juntos. Pero ya estaba demasiado enganchada a él. Nuestro lunar se había convertido en el epicentro alrededor del que giraba mi vida y los días que no quedaba con él eran sólo el tiempo que pasaba entre una cita y otra. Y cuanto menos me daba él, más le daba yo, esperando que se diera cuenta de que estaba ahí para él, y que se diera cuenta de que me quería como yo a él.
Pero de tanto estirar, al final la cuerda se tuvo que romper de mi lado. O sí o no, no aguantaba más las medias tintas. Y su NO fue un terremoto que rompió mis cimientos más profundos. Hice mi particular bajada a los infiernos, donde la peor tortura era encontrarme con sus ojos que ya sólo reflejaban lástima por mí. Abandoné las prácticas, el master y me fui lejos de mi familia y mis amigos. Necesitaba espacio y tiempo, tomar distancia.
Fue duro, pero superé ‘mi adicción’, aprendí que tengo que saber lo que quiero en cada ocasión y saber decirlo cuando procede, igual que a decir que no; y aprendí que no hay que querer más, hay que querer mejor.
NOTA: Después de 19 relatos, Lidia Molina se toma un descanso. El año que viene, no obstante, esta sección recibirá nuevos personajes y nuevas historias…
Pues nada…que se le «vaacer»….tan solo decirle a LIDIA MOLINA que gracias por sus relatos, donde tras los visillos de los hoteles, y en las sabanas revueltas de sus encuentros, aparecen siempre las personas, los anhelos, la busqueda del otro…
Te esperamos…o al menos un servidor.