Mira que eres tonta

‘Entonces, este sábado es el gran día, ¿no?’ ‘¡Síiiii! Por fin se ha decidido y hemos quedado. Le he dicho que iba a estar en Veracruz y me ha asegurado que se pasaría sobre las dos’. Lucía y Cintia hablaban por teléfono casi todas las tardes, estaban en esa edad a medio camino entre la adolescencia y la madurez adulta. Sus días transcurrían felices entre las aulas del instituto y las salidas de los sábados con los amigos por La Zona. Sus mayores preocupaciones no pasaban de sacar buenas notas para la selectividad, sonsacar a sus padres que las dejaran una hora más por la noche, y procurar que los recuerdos que les dejaran sus primeros amores fueran bonitos.

Como siempre, Lucía y Cintia quedaron con los demás en la esquina de Cortefiel. Esa noche hacía frío en Alicante pese a que sólo estaban a mediados de noviembre. Cintia se puso sus pantalones de la suerte. Eran de vestir, muy simples: rectos y color gris oscuro, pero siempre que se los ponía le ocurrían cosas buenas. Arriba llevaba una camiseta negra de tirantes, que marcaba sus formas -aunque su pecho no fuera aún demasiado grande-; rebeca negra y chaquetón gris. Mientras se pintaba en el baño de su casa, pensaba en la impresión que le causaría a Juan Pedro cuando la viera. Quería estar guapa. Esa noche lo estaba, pero no era por el maquillaje, sino por el reflejo que dejaba en su cara esa ilusión por el romanticismo que, de momento, conservaba intacta, ésa que cuando la sientes te hace estar radiante Fueron primero a La Bocatería. Pidieron un metro. Se lo bebieron Las dos amigas bromearon con lo que iba a pasar esa noche. Cintia había conocido a Juan Pedro en un cursillo de periodismo. Moreno de piel, gracioso, lo que más le atrajo fue su sonrisa, no por vistos y hasta habituales sus hoyuelos dejaban de ser menos irresistibles. Tardaron en tomar confianza, los dos eran tímidos, pero conectaron. Salieron de La Bocatería en dirección a Veracruz. En el local, Cintia estaba pletórica. No paraba de bailar y sonreír. La hora se acercaba, su pulso se aceleraba por más que intentara disimular. Pasaron las dos, las dos y cuarto y las dos y media. Cintia no quería decir nada, pero empezaba a sentirse decepcionada, sus ojos no se apartaban de la puerta. Lucía lo sabía y se esforzaba en hacerla pensar en otras cosas. No funcionó, pero Juan Pedro apareció. La chica no pudo evitar que le subieran los colores. Vino solo, sin sus amigos. Se saludaron con dos besos y lo presentó. Cintia, aún ruborizada, le invitó a un tequila, que él aceptó encantado.

Bailaron, pero el tiempo a Cintia se le agotaba. Esa noche tocaba regresar pronto a casa, y su padre no tardaría en llegar a Cortefiel para recogerla. Le dijo con verdadero fastidio que debía irse, y el chico no dudó en ofrecerse para acompañarla hasta Gadea, aunque apenas estaba a unos metros. El aire fresco de la calle les vino bien, pero Cintia se sentía algo desarropada sin la compañía de sus amigos y el calor del barullo y la música del pub. Llegaron al final de la calle. Se miraron, sonrieron nerviosos. Se despidieron, Juan Pedro le cogió de las manos. ‘Bueno, un beso, ¿no?’, le dijo. Ella le dio uno en cada mejilla, o lo que es lo mismo, dos. Lo hizo no tanto por pudor o por querer hacerse la dura como por falta de picardía  y de experiencia. -¡Ay, si lo pillara ahora!- ‘¡Hasta luego!’, dijo y empezó a caminar hacia Cortefiel. Pensó en volver la cabeza, como había visto en las películas, pero cuando quiso hacerlo ya había doblado la esquina y regresar sí hubiera quedado muy forzado, se hubiera notado demasiado, y eso lo sabía hasta ella.

Él se quedó parado, no terminaba de entender muy bien lo que acababa de pasar. Al final pensó que, simple y llanamente, no le gustaba a esa chica. No volvió al cursillo.

 

 

 

 

 

 

 

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