Nota: Artículo publicado en la revista Festa 2006.
Vivimos unos tiempos en que la información «nos entra por los ojos».La televisión, audiovisuales, cine, periódicos y revistas que, acompañando sus textos con ricos reportajes fotográficos, parecen haber sustituido lo sugerente de una simple pero, emotiva descripción del paisaje, hecha desde la razón, pero con el corazón. Es por ello, que intentar recomponer el paisaje de unas montañas en el pasado, a partir de manusritos con abundantes vocablos ya en desuso, se convierte en una tarea ardua que exige un notable esfuerzo de imaginación por parte del lector. Sin embargo, a finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, los funcionarios del entonces Ministerio de Fomento, pertenecientes al Cuerpo de Ingenieros de Montes, lograron dejarnos un testimonio vivo de nuestros montañas de aquella época, triste periodo de su historia forestal. Frente a unos montes desarbolados ,esquilmados por la mala gestión y una creciente demanda de recursos por parte de una sociedad en pleno auge industrial y urbano, este anónimo colectivo de funcionarios de provincias redactó numerosos escritos llenos de entusiasmo para justificar, frente al voraz Ministerio de Hacienda, la exceptuación de los montes petrerenses del nefasto proceso de desamortización.
El conjunto de montes del Cid es un complejo sistema montañoso en el que destaca la Silla del Cid, que con sus 1.127 m. de altitud es un hito geográfico y paisajístico en las comarcas del Vinalopó. Una descripción que nos acerca a los montes que encontraron estos ingenieros la realizó el ilustre viajero y botánico Cavanilles, en su libro Observaciones sobre la historia natural, geografía, agricultura, población y frutos del Reino de Valencia (1795-1797): «subiendo por las faldas todo está inculto, sin árboles y con pocos arbustos porque todo lo talan para leña los vecinos de aquellos pueblos, sin acordarse jamás de replantar el monte: en las alturas quedan arbustos y matas por la distancia y la aspereza del suelo. Crecen allí sabinas, madroños, enebros, muchísismo romero y algún pino de poca altura, varias xaras como la fumana, racemosa, blanquecina y con hojas de romero, el tomillo vulgar y el cabezudo, el torbisco y bufalaga, los teucrios dorado, en cabezuela . hojas de romero, mucho esparto y algunas otras plantas».
Esta breve descripción nos acerca a unos montes prácticamente deforestados, que debieron ofrecer un panorama desolador al viajero. Nuestros ingenieros, formados e-escuela de Villaviciosa de Odón, en la provincia de Madrid, debieron quedar seriamente impresionados por este abrupto y árido paisaje, preguntándose a sí mismos cómo justificar su exceptuación del proceso de enajenación y subasta a que estaba siendo sometido el patrimonio forestal nacional, de acuerdo a los criterios establecidos en las diferentes disposiciones administrativas de la época. La Real Orden de 11 de octubre de 1867 del Ministerio de Fomento, establecía los siguientes criterios para la exceptuación de los montes de su subasta y venta: «se incaute de los montes públicos de pino, roble y haya que tengan más de cien hectáreas de superficie, disten entre sí menos de un kilómetro y se hallan en la actualidad administrados por las dependencias del Ministerio de Hacienda». De ahí, que sus memorias de reconocimiento de los montes incluyesen breves, pero abundantes descripciones de los mismos y de sus gentes, en un intento de justificar la vocación forestal de los mismos, a pesar de la notable ausencia de arbolado.
Estas memorias comienzan con curiosas averiguaciones sobre la etimología de los montes. De esta forma, en 1880, Javier de Ferrer ofrecía la siguiente explicación sobre el origen del nombre de la Silla del Cid y Chaparrales: «Según decimos al tratar de la etimología del monte «Silla del Cid», se da en el país el nombre genérico de «Sierra del Cid Campeador», en memoria de este ilustre guerrero, al conjunto montuoso formado por los montes «Silla del Cid» y «Chaparrales del Cid» del término de Petrel, el «Cid» de Agost, los «Rellanos del Cid» de Monforte y los Montes del Cid» de Novelda, pues supone la tradición que fue dicha sierra teatro de las hazañas de guerrero tan famoso al cual algunos de la localidad, desfigurando los techos, consideran simplemente como un célebre bandido. De los dos montes que según hemos dicho están a la vez que en la Sierra mencionada, dentro del término de Petrel, el primero debe a su forma fantástica su poético nombre entras que el vulgar del segundo es debido a la gran abundancia de chaparra (Quercus coccifera, L) que en el mismo se encuentra a pesar de la mucha que se lleva extraída».
La emoción que sentían al enfrentarse a estos macizos montañosos, con inmensos paredones que se alzaban desde las planicies de Agost, se puede sentir al leer la desolación que el Ingeniero Buenaventura Bachiller hace de la etimología del monte Peñas del Señor en 1883: «La considerable altura a la que se halla el cinto de peñas que forma la cresta de este monte y lo rápidamente que éste se eleva sobre su base puede haber sido motivo de distinguirias con el nombre de Peñas del Señor por cuanto contempladas desde la llanura que se extiende a su pie ofrecen colgadas en el cielo».
Una de las principales aportaciones de esta documentación histórica son los abundantes topónimos locales citados en los textos, así como en los croquis y planos que los acompañan. Los diversos nombres con que se designaban los diferentes accidentes del relieve de las montañas del Cid nos acercan a una época en que la población estaba todavía estrechamente ligada a sus montes. De esta forma, cada una de las lomas del conjunto del Palomaret tenía su propio nombre: «…algunos llaman Loma del Cantalar a la más occidental de ellas, aludiendo quizá a lo pedregoso que es el suelo de algunos puntos de ella; la que le sigue separada de la anterior por uno de los afluentes al barranco del Vidrio se titula Loma Larga; la otra, separada de la anterior por el reguero del carril de Agost, llámase Loma de Calzones, apodo de uno que cultivó tierras en la inmediación de dicha loma; la otra, rodeada por la cañada de Mollá y el barranco de Fontanar se denominan Alt del Roig o Alt del Vermeill, sobrenombre del que cultivó tierras allí próximo». (Buenaventura Bachiller, Ingeniero de Montes, 1883).
Como ejemplo, cabe destacar la memoria de deslinde de la Sierra del Cid, realizada por el ingeniero Marcos Pérez de la Cuesta en 1921, cántabro según mis investigaciones, en cuyas meticulosas descripciones de este monte llega a nombrar algo más de noventa topónimos.
Curiosa es también la descripción realizada por Buenaventura Bachiller en 1883 de los diferentes cerros que componen el monte «Los Altos»: «Cada uno de los seis cerros que constituyen este monte tiene además del nombre común del Alto, alusivo a su elevación sobre los cultivos que le rodean, su nombre propio tomado del nombre o apodo de los poseedores de las tierras próximas o de otra circunstancia claramente aludida en la denominación y así se apellidan del Capó; de la Tiesa, del Blanco, de Maestre, deis Teulers y de las Perdices».
La documentación recogida en los archivos correspondientes al Conjunto de Montes del Cid, número 4 del Catálogo de Montes de Utilidad Pública, documento administrativo y público que recoge la totalidad de montes que a lo largo de la historia se han incorporado al Patrimonio Forestal, es de las más ricas y descriptivas de las estudiadas hasta a fecha. De esta forma, con algunas de sus descripciones no nos resulta difícil imaginar el aspecto de estas montañas: «… así es que vemos refugiado el cultivo agrícola en las pequeñas hondonadas y con especialidad en el propio cauce de los barrancos, que con un trabajo y constancia que asombran han ido convirtiendo los naturales del país en series escalonadas de pequeños bancales, valiéndose de sencillos muros transversales de manipostería en seco y aprovechando la tierra desprendida de lo alto y arrastrada en las avenidas a causa de la falta de arbolado que la retuviera, o bien la que ellos mismos se han procurado escarbando las laderas del barranco». (Javier de Ferrer, 1880).
Pero la dureza de las condiciones en que se desarrollaba esta agricultura de montaña, relicta del antiguo pobla-miento por los moriscos de nuestros montes, ya presagiaba a finales del s. XIX su abandono. En un reconocimiento hecho a estos montes en 1923 por el ayudante del Distrito Forestal de Alicante, Gonzalo Valera, aludiendo a los enclavados del monte decía: «…dada la pobreza y ferocidad del terreno, es de presumir que lleguen a ser abandonados por sus poseedores, pues los cultivos son accidentales y con carácter temporero».
Consecuentemente con el abandono del uso agrario, en la actualidad, estos bancales se encuentran cubiertos por un denso pinar en el que aún se aprecian las antiguas terrazas de cultivo, así como un abundante registro de la arquitectura de la época: aljibes, minas, balsas, etc.
Son también abundantes las referencias a los usos tradicionales que se desarrollaban en el territorio, aproximándonos a la economía rural de la época y a sus efectos en el paisaje. Como curiosidad cabe destacar un sfngufar aprovechamiento que se efectuaba del coscojar: «…de esta última especie, Quercus coccifera, L. quedan todavía bastantes ejemplares (en los cuales se recoge el kermes)…». El quermes (palabra de origen árabe de la que deriva la palabra carmesí) era un tinte de color rojo o granate muy apreciado en la Edad Media y que se empleaba en la industria textil de la época. Los coscojares servían de soporte para las colonias de un género de cochinillas parásitas conocidas como grana (Kermes ilicis, L. y Kermes ve rm i lio), cuyas hembras muertas se recogían en el mes de junio y se trataban con vinagre y desecación, obteniéndose la valiosa tintura. El elevado valor de este producto hizo que la recogida de la grana estuviese estrechamente controlada durante el siglo XIV por la Corona.
Podría seguir extendiéndome ampliamente sobre todos aquellos documentos, testimonios de estos funcionarios, que expusieron la dureza de estas tierras y el enorme asombro que les producía, además de los escasos éxitos en sus tareas de repoblación para proteger a los pueblos circundantes de los efectos de la terrible erosión. Las conclusiones de Javier de Ferrer sobre Chaparrales en 1880, son un magnífico ejemplo: «… le creemos sin embargo exceptuable de la desamortización porque además de su impropio para el cultivo agrario y convenir su repoblación a fin de disminuir la violencia de las aguas torrenciales desprendidas de tan ásperas vertientes, violencia atestiguada por los numerosos bancales destruidos en los cauces de los barrancos, forma parte muy esencial de la importante «Sierra del Cid», enclavada en una zona completamente forestal, si bien la rapacidad ha hecho desaparecer en su mayor parte las plantas maderables que en su día la vistieron (…) le creemos sin embargo exceptuable de la desamortización porque además de su impropio para el cultivo agrario y convenir su repoblación a fin de disminuir la violencia de las aguas torrenciales desprendidas de tan ásperas vertientes, violencia atestiguada por los numerosos bancales destruidos en los cauces de los barrancos, forma parte muy esencial de la importante «Sierra del Cid», enclavada en una zona completamente forestal, si bien la rapacidad ha hecho desaparecer en su mayor parte las plantas maderables que en su día la vistieron».
Sirva el presente artículo como homenaje al callado trabajo de los funcionarios de los Servicios Forestales de esta época, que recorriendo estas tierras tan áridas como hermosas, defendieron nuestras montañas de los procesos especulativos, tan lejanos o…todavía tan cercanos a nuestra sociedad.
Que buen articulo, interesante