Os dejamos con la transcripción íntegra del emotivo y melancólico Pregón que Juan Miguel Sanjuán Jover ofreció el pasado sábado en el Teatro Cervantes.
Buenas noches.
Buenas noches a las abanderadas del año 2012, buenas noches a las abanderadas del 2013, y buenas noches a todos. Mi agradecimiento a la Comisión Organizadora del Pregón, a la Junta de la Unión de Festejos y al Ayuntamiento. Agradecimiento por haber pensado en mí, como han dicho, en un petrolanco no de nacimiento, pero sí de corazón, y darme la ocasión de tener el orgullo de ser pregonero de las fiestas de Moros y Cristianos de Petrer de 2013. Pero sobre todo agradecimiento por darme la ocasión de reencontrarme con mi infancia, con mi juventud. Hoy por supuesto que hablo para vosotros, cómo no, pero también me hablo al niño, al joven que fui y que siempre llevó y lleva Petrer en su corazón. Ese niño que fui y del que os hablo nació de madre y antepasados petrolancos, en tierra extremeña, a la que fueron a residir mis padres y en las que viví algunos años. Tierra que lógicamente tiene un lugar en mi corazón, pero mi árbol genealógico está lleno de apellidos -Jover, Berenguer, Verdú, Valero, Maestre-; esos apellidos que tantas familias de Petrer han llevado y llevan aún.
A los dos años me trajeron con mi familia de Petrer, una familia extensa, llena de tías y primos. Vivíamos en la casa que da vista a la Plaça de Dalt, cercana en aquellos días a la librería de Emilio y a la barbería del Caracol. Y de allí, de la plaza, de esa zona, vienen mis primeros recuerdos y mis primeros amigos: Juan Ramón Montesinos, Santiago Amat, Víctor, Gabriel, Napoléon. Todos vivíamos a escasos metros y la plaza era nuestro centro de reunión. En un período de pintor dominguero, hace años me dediqué a pintar al óleo aquellos lugares que más quería y por supuesto la Plaça de Dalt fue el primer cuadro que pinté. Os confieso que a veces me quedo perdido en el recuerdo de aquellos años y aquellos lugares.
Y nada más llegar a Petrer se produjo mi primera participación en las Fiestas. Me veo en una fotografía, con solo dos años, vestido de flamenco, la comparsa de tradición familiar. Al final, lo de la tradición familiar ha sido y es un decir: en la familia han convivido flamencos, estudiantes, moros, labradores; todo el arco iris de la fiesta.
Pero yo no podía ser otra cosa que flamenco: yo era sobrino del Tío Sevilla. En aquellos días de mi infancia, el entusiasmo por la fiesta venía de mi tío Sevilla, hermano de mi abuela Gumersinda. Él era uno de los pilares de la comparsa de los Flamencos, como muchos de los aquí presentes recordaréis. Además, decíamos en la familia, no sé si es cierto o quizá fantaseábamos, que su hermana, nuestra abuela, había sido la primera rodela de los Flamencos. Y de la mano de mi tío Sevilla, mi afición era, con escasos cuatro o cinco años, estar junto al cañón de los Flamencos en la calle Cánovas del Castillo. Hasta hoy mismo suelo achacar cierta dureza de oído al ruido de los disparos en aquel tramo tan estrecho.
Y fui creciendo e integrándome en aquel Petrer de mis recuerdos. Los diversos juegos en la plaza iban y venían todos los años, de forma continua. No sé sabe por qué calendario mágico, mes tras mes iban cambiando los juegos. Debajo de los árboles que en aquellos días adornaban una parte de la plaza, jugábamos a las bolas, a la trompa, o a las chapas de las botellas, rellenadas con fotos de futbolistas.Y qué decir del juego del pañuelo, aún me resuena su aviso de banderita. Cuántas peleas usando las espadas construidas con la madera que comprábamos en la carbonería de Luis el Consumero. En verano, nos mojábamos en la fuente que existía en la parte alta de la plaza, antes de que al atardecer llegara la caballería del tío Eliseo. Y en plan más tranquilo, la lectura de los tebeos, comprados en la librería de Emilio, imaginándonos y soñando que éramos Jabatos, Capitanes Truenos o Guerreros del Antifaz. Y el CASTILLO, con mayúsculas, dominando el pueblo, imponente sobre nosotros y misterioso. Era una aventura maravillosa el subir a él por las estrellas calles. En aquellos años, calles llenas de vecinos, hoy rebosantes de cuartelillos.
Nos acercábamos al maltrecho hueco de la puerta, tras pasar cerca de las cuevas, excavadas en su primera muralla en aquellos días habitadas. Tras subir por los escalones exteriores, ya en el recinto , jugábamos en la llamada Sala de la Reina, con sus paredes decoradas de nombres y grafitis y su suelo lleno de polvo. Subíamos a las murallas sintiéndonos unas veces moros y otras cristianos, creyéndonos componentes de antiguos ejércitos. Al recordar la cara de mi madre, Oristela, y el tono de su piel, me atrevería a decir que gran parte de mi sangre viene de aquellos moriscos que tristemente fueron obligados a abandonar sus hogares.
Años más tarde, antes de marchar a Madrid, volví a renovar el cariño por el castillo, estudiando e imaginando con mi amigo Dámaso Navarro cuáles eran las líneas de las antiguas construcciones. Dámaso, que siempre estará en mi recuerdo, afortundamente para Petrer y el castillo, se enamoró de esa búsqueda y consiguió darle vida a través de sus excavaciones, y la ilusión que transmitió a muchos. Hoy el museo de arqueología lleva su nombre; yo me siento muy orgulloso de haber sido su amigo y compañero en aquellos trabajos.
No sólo era atrayente el castillo, también lo era toda la parte vieja, que recorríamos en nuestro juego corriendo y escondiéndonos. Y la bajada hacia el Derrocat, tan cerca, y tan lejos que entonces nos parecía. Lejos y peligrosa, y no sé por qué, siempre me recuerdo corriendo por ella delante del tío León y el tío Paja. Y cerca de allí, el lavadero, junto a bancales de almendros, que nos permitían ver ceca, al otro lado de la rambla, el antiguo cementerio, con la torre de su ermita semiderruida. Puede que no fuera así, pero así me aparece en mis recuerdos.
Otra zona que me atraía era la Foia. Allí estaba la cantarería de mi tío Conrado. Aún lo veo, sentado ante el torno, a él y a mi primo Mario, dando vida con sus manos a botijos y jarrones. Al recordarle, al recordar a mi primo Mario, me viene estremecedora la tristeza de que no me esté viendo. Hermano primo, más que primo hermano. Su simpática sonrisa, su xiquet al verme, me faltarán cada vez que venga a Petrer. Mario, hoy estás aquí conmigo.
Los botijos que hacía a veces eran sencillos y utilitarios, otras veces más complicados, con forma rara, a semejanza de Torito Sogallo. Aún siento en mi mano la plasticidad del fang, cuando gracias a mi cercanía familiar conseguía un puñado que luego yo iba transformando en indios y vaqueros, en fuertes y vagones de tren. Cuánta imaginación y diversión disfruté en aquellos momentos gracias a aquel barro, a aquel fang. A los cacharros, en fresco, se les ponía un sello que aparte del nombre de la fábrica llevaba en grande el nombre de Petrer. Cuánto orgullo me daba encontrar más tarde en mis viajes botijos con ese sello. Por aquellos días, el ajuar de cada casa estaba compuesto por innumerables piezas de barro, que cuando envejecía se guardaba para ser rotos en medio de la calle por chicos y grandes el día del Sábado de Gloria, que es una celebración muy bien descrita por Mari Carmen Rico Navarro en su libro Del barro al cacharro.
El pueblo acababa, ese es mi recuerdo, prácticamente en el garaje de la Noveldense. Más abajo, la fábrica de Villaplana y García y Navarro, con sus pitos marcaban el horario laboral, más aún, el ritmo vital de la población. La riada de operarios y operarias, entre ellas mi tía Gurme, subiendo y bajando animaba las calles . Mi vida escolar tenía su centro en las escuelas nuevas, bajo la Explanada. De las clases de don Juan José sólo recuerdos leves tengo; yo era en aquellos tiempos más que de estudios, de correrías; de escapadas a la Balsa de Perico, de robos de almendras y albaricoques. De escuchar cuentos y viejas historias, sentados al sol o a la sombra, en sillas bajas de paja delante de la casa de mi tía Gertrudis y el tío Poveda. Mucha de esa historias que se contaban, cuando se referían a la Guerra Civil, se emitían en voz baja; desgraciadamente no todos los partícipes en aquellas conversaciones había estado al mismo lado de la trinchera.
No sólo existían la Fiestas de Moros y Cristianos. Para aquel niño, Petrer era una continua sucesión de fiestas y celebraciones. Empezaba el año con la ocasión más esperada, la Noche de Reyes. Había que buscar primero el esparto por la zona de Salinetas, confeccionar las antorchas, y luego con toda la ilusión bajar a la carretera del Guirney, girando y girando las antorchas a esperar a la comitiva real. Después llegaba a la Semana Santa, con su silenciosa celebración, no se podía cantar ni oír la radio y menos aún ver o venir aquí al cine, salvo que la película fuera de romanos, ¡cuántas películas de romanos vi yo aquí en este cine! Y a continuación, los días de Pascua, la ida con la merienda y la mona a los sitios preestablecidos por la costumbre: el Arenal, la Horteta, Ferrusa. El verano era la ocasión de ir de vacaciones, por Sant Jaume y Santa Ana. En aquellos años, las vacaciones eran familiares, con colchones transportados a algún campo de la familia cercano al pueblo. En nuestro caso, el sitio era la Coveta, una cueva-casa en las faldas del río. Ni viajes exóticos ni playas de ensueño, las vivencias de aquellos días es de los mejores recuerdos que tengo de unas vacaciones. Y al inicio del invierno las Carasas, una fiesta que siempre era un regocijo para mi familia, al disfrazar a aquel niño venido de lejanas tierras y al que por mucho que enmascaran siempre era reconocido por amigos y familiares.
Y aquel niño iba y venía de Extremadura y añoraba cada retorno. Cuando el tren o el coche se aproximaban, y aparecía primero la Serra del Caball, y a continuación, impresionante, el Cid, mi corazón estallaba de alegría: ya estaba en Petrer. Años más tarde, mis padres se trasladaron a vivir a Elda, pero a pesar de esa proximidad, mi anhelo era estar en Petrer, y aquí venía en cada ocasión que podía. Y fueron en aquellos días cuando se configuró mi grupo de amigos, los de la última etapa de la niñez y la de toda la adolescencia. Ellos han permanecido hasta el presente en mi amistad, salvo por la triste ida de algunos de ellos. A través de las clases en la escuela de don Juan Madrona, mi profesor de siempre, me reencontré con Santiago Amat, entrañable amigo de la Plaza de Dalt, y allí me encontré con Dámaso Navarro. Con Santiago y Dámaso, conocí a los primos de este último (Fernando, Ferrán y Juan Miguel), junto a los cuales formábamos un grupo con Gregorio, mi amigo Regalito, Daniel, Luis el Consumero, Luis el de la Foia, y Carlitos, otro desaparecido muy pronto. Con ellos, volví a aparecer en la fiesta.
La tradición la mantuve con Santiago, desfilando vestido de Flamenco. La novedad, con Dámaso, Gregorio y Fernando, desfilando con la comparsa de Estudiantes, ¡si hubiese resucitado mi tío Sevilla! Me vienen recuerdos de paseos por la Explanada, las miles de pipas devoradas en los bancos (hasta hacíamos campeonatos de rapidez); las excursiones a la Almadrava, al Pantanet, los baños en los Clot; las subidas nocturnas a las ermitas a comer sandía, y el estreno del primer pantalón largo. Y de pronto se produce la entrada de las amigas en nuestro mundo. Qué cambio, qué inseguridades. Con muchas de ellas, sigo aún en contacto: Práxedes, Antoñita, Isabel, Carmen, Amalín, Reme, Jovita. En este grupo también estaba mi querida hermana Maribel. Algunas estáis aquí y a vosotras y a todas las restantes van mis besos.
Y esa configuración mixta del grupo de amigos y amigas nos obligaba al trabajo, al esfuerzo y dedicación de buscar vistazo para cada uno y para cada una. Ese cometido se aceleraba de forma intensa en los días de Semana Santa, ya que había que pedir que te llevaran la mona. Hasta las procesiones se utilizaban para esa misión. Cuántos paseos por la Explanada, cuántas esperas de ocasiones de que tu vistazo se pusiera en el extremo del grupo para tener la ocasión de acercarte a la que en ese momento atraía tu atención. Y qué decir de las noches de elección de misses en el cine de verano; de aquellos bailes, que para los malos bailarines como yo, nos parecían que nunca acababan. Los solteros, los que no conseguíamos un vistazo fijo, incrementamos la relación con otros amigos del pueblo, amigos que se volvieron entrañables: Paco Pepe, Quique, Javier, Gabi, los Pichona, y amigas, Marlene, Carmelita, Conchi, Mariló, Fini, para ellos van también mis besos. Dos de ellos, Enrique y Carmelita, me han precedido en esta tarea de pregoneros, y ambos pusieron muy alto el listón para los que les hemos seguido. De ellos he recibido ánimos y la constancia de que el cariño que reciben de la gente los pregoneros es algo muy grande que nunca se olvida.
De pronto esa vida que para mí se centraba en Petrer cambia con mi ida a Madrid a la universidad. Pero no se rompe mi relación con Petrer. Cuando cada año llegaba la posiblidad de las fiestas de San Bonifacio , y aunque mayo era fecha mala por la cercanía de los exámenes, me entraba la nostalgia y no lo dudaba, me venía a la fiesta. Esperar a las bandas de música, participar en la retreta, al día siguiente desfilar en la entrada, unas veces de Flamenco y otras de Estudiante: esa era mi ilusión de cada año. Qué voy a contar de esa alegría que a todos nos invade en cuando se acercan las fechas de San Bonifacio. La vida te va llevando por nuevos caminos y a mí me condujo por tierras españolas lejanas. Canarias se convirtió en otra de mis patrias chicas.
Pero nunca me olvidé de Petrer, de sus costumbres, que a través de la visita a mi familia siguieron vivas. Y de ese cariño contagié a Marta y a nuestros hijos. No hay una persona que más valore y haga propaganda de la gente y los paisajes alicantinos que Marta. Y tras muchos años sin participar en la fiesta, volví, gracias sobre todo a mi querido primo Mario y a su cariño por mi nieto Hugo. Quién me iba a decir que por misterios de la personalidad de cada uno, mi nieto se iba a convertir en festero, y además flamenco. El primer año se vistió de estudiante y no se encontraba. Al segundo año exigió ser flamenco y ahí sigue. No descarto que alguna de sus hermanas, o las tres, sigan su camino, cuánto me alegraría que desearan bajar la bandera algún año.
Y aquí estoy, agradecido a la ocasión de recordar todo lo anterior, solicitando vuestro perdón si mis palabras hasta ahora, más que un pregón, han sido una ocasión, como ya he dicho, para reencontrarme con mis recuerdos. Para la mayoría de vosotros que habéis seguido en Petrer y habéis tenido la suerte de poder vivir año y año la fiesta y sobre todo prepararla mes a mes y día a día, no podéis imaginar la añoranza de los que estamos fuera.
Yo sé que es la obligación del pregonero, y así la cumplo, anunciar a los aquí presentes, y a todo el el pueblo, y a los cuatro puntos cardinales, que las fiestas de Moros y Cristianos de Petrer están próximas. Pregonar que mañana, mejor dicho esta noche, empieza de verdad la pimavera, después del invierno, independientemente del calendario o del tiempo que hace como hoy. Que aquí en este teatro se han congregado nuestras abanderadas del año pasado para pasarles la bandera, el testigo de la fiesta, a las nuevas abanderadas, y con ello mostrar que el rito de la fiesta no se interrumpe. Pregonar que una vez más se produce la renovación del entusiasmo, de la alegría de un pueblo que en su en fiestas de Moros y Cristianos expresa su sentir de comunidad, su hermandad entre todos, independiente de cualquier etiqueta. Que mañana los cuartelillos de la siguientes filas se llenarán de festeros. Que de nuevo se producirá la ceremonia eucarística de compartir. Que por la tarde en el alardo los capitanes, con el orgullo de haber sido elegidos, y muchos de los que aquí me oís lo habéis sido y me daréis la razón, dispararán sus arcabuces al cielo, advirtiéndole que durante días de San Bonifacio está prohibido que llueva. Que las rodelas, esa pequeña pero gran figura de nuestra fiesta, hará su baile ante el capitán, con la imaginación puesta, quizá, en cuándo podrán ser abanderadas. Seguro que muchas de las que estáis aquí sentadas, recordaréis que fue en aquel momento del alardo cuando os pudo entrar la ilusión de portar la bandera.
Pregono que los actos de la próxima fiesta son de nuestros festeros, pero que las vive todo el pueblo; que en todas la casas empieza el ajetreo de preparar los trajes, nuevo para el que se inicia o renovado para el veterano. También quiero proclamar que las fiestas de Petrer son hospitalidad, que los forasteros son acogidos con el corazón abierto, que muchas de las familias de nuestro pueblo se desvivirán para incorporar a alguien de fuera y tener el orgullo de que se sienta miembro de su comparsa, y por lo tanto un festero más. Especialmente, quiero pregonar y hacer llegar la noticia del inicio de la fiesta a todos los festeros que por una razón u otra se encuentran fuera de Petrer. Con vuestro permiso, siendo yo uno más de esos festeros que residen fuera, quiero autoproclamarme pregonero de los ausentes, de aquellos que en el resto del España o por esos mundos sienten la añoranza de las fiestas. Me gustaría decirles a ellos que si en esos días sienten en sus corazones la tristeza de no estar en la fiesta, seguro que en su familia, en sus amigos, en sus filás ycomparsas se les recuerda y se les guarda su sitio. En recuerdo a todos mis antecesores petrolancos, a mi familia y a mis amigos, termino este pregón con los gritos de ¡¡viva Petrer, viva San Bonifaci!!
No pude estar en el Pregón pero lo he leido integro y he disfrutado.
Enhorabuena al pregonero «exiliado», supo expresar con maestria, aquel Petrel,de los años 50,y con una memoria envidiable recordar a casi todos los «actores» de entonces.
Buena elección y mejor resolución.