Inflamables

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Cuando las lágrimas agotadas, dejan de fluir, se cae en la resignación o surge de nuestro interior la ira.

Observo, desde una de sus orillas, el discurrir de las aguas del río Ebro en su camino hacia el mar. Junto a mí se ha acomodado un joven gato negro, no sin antes haberse asegurado con su mirada que no podía temer nada de alguien que, por su aspecto, no podía durar más de tres inviernos. El felino, que sabe que dispone de siete vidas, pierde interés por mi persona y se coloca en situación de gozar del sol que luce en aquella mañana invernal.

Aquellas aguas apacibles que hoy contemplo bajaron un día arrastrando cuerpos sin vida y me los imagino con sus ropas color de guerra y sus rostros de sufrimiento.

Acuden a mi memoria palabras escuchadas por mí siendo yo muy niño, cuando un compañero que había salvado su vida de la masacre le comunicaba a mi desolada madre que su marido, el padre de sus dos hijos, había caído al ser mortalmente alcanzado por un proyectil. «No sufrió dijo», como queriendo suavizar la mala noticia, «vi un orificio en su frente y quedó definitivamente inmóvil».

Triste nombre el de aquel río, triste nombre el de una guerra llamada Civil, donde se asesinaron unos y otros porque así alguien se lo había ordenado, sin importar que se trataba a veces de hermanos paridos por la misma madre.

En ocasiones hemos podido contemplar fotografías captadas por algunos reporteros de guerra, en los que se observa el rostro de algunos soldados momentos antes de salir de sus trincheras para enfrentarse al enemigo, y en aquellos rostros se refleja claramente odio. ¿Odio a quién? Nos preguntamos, ¿es que acaso conoces al que vas a matar? Y al que acabe con tu vida, ¿guarda algún rencor contra ti? Simplemente se trata de decisiones que toman unos señores que según los tiempos pueden ser políticos, militares o nobles. Eso sí, las decisiones que acabaron con miles o incluso millones de vidas se toman desde mullidos despachos, al tiempo que degustan su té.

Solo dos ejemplos que tantas vidas costaron y que la historia contemporánea nos ha contado:

El presidente de EEUU, Roosvelt, conocía por sus servicios secretos que los japoneses atacarían Pearl Harbour, sin embargo nada dijo a pesar de saber que muchos de sus militares perderían sus vidas. Primaba su interés en participar en la guerra que se libraría en Europa. Sus fábricas de armamento podrían aportar riqueza al país durante mucho tiempo,  ¡qué importaban las vidas¡

El segundo ejemplo es el tratado de paz que firmaron Hitler y Stalin en el que, como su nombre indica, se comprometían a la no agredirse. Papel mojado: Hitler declaró la guerra a la URSS poco tiempo después, con el resultado de millones de víctimas por ambas partes. Hitler, como todos sabemos, se suicidó cuando comprobó que las tropas soviéticas ya estaban en Berlín, matando a todo aquel que se movía y violando a cuanta mujer encontraban. Posteriormente, al terminar el conflicto, se pudieron contabilizar seiscientas mil mujeres alemanas que dieron a luz criaturas que engendraron las tropas ocupantes. ¡¡Qué horror produce pensar en tanta tortura! Y todo ello orquestado por gente insensible al sufrimiento. Que nadie intente convencerme que los gerifaltes de tanto desatino se veían obligados a tomar ansiolíticos para poder conciliar el sueño.  Y siempre fue así, guerra tras guerra. Unas guerras que algunas mentes lúcidas consideran imprescindibles, por considerar que, tras el conflicto, se crea trabajo y riqueza durante tres décadas.

Sin embargo, existe otra forma de matar que no es una guerra: se trata de la revolución del pueblo, que harto de sufrir injusticias y, cuando llega al límite, sale a la calle a buscar venganza, muy a menudo tan injustamente como fueron tratados ellos: es la peligrosa violencia de la plebe. Revoluciones importantes fueron las que acabaron con los Zares en 1917 o la que dio tanto trabajo a la guillotina en Francia a finales del siglo XVIII.

Poco comprensible me parece que los políticos actuales hayan olvidado al pueblo enfurecido y justiciero que acabó con el matrimonio Ceacescu en Rumanía, o décadas antes, con el del todopoderoso Mussolini y su amante Claretta, que eran arrastrados por las calles una vez muertos. Creo que los políticos deberían recordar la historia, para evitar que esta se repita.

¡Ojo al dato señores políticos! Las guillotinas, además de antiestéticas, son perjudiciales para la salud.

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