Expedición a Jilatanaca

*Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Alborada, nº 50 (2006)

«Una cumbre no pertenece a quien la encuentra, sino a quien la busca»

Aquel año terminaba el siglo XX, y yo, que había nacido en su mitad, me en­contraba en ese momento crucial en la vida de una persona en el que tiene que decidir qué va ha hacer el resto de sus días. No me pregunten cómo se llega a eso. Simplemente se llega, y uno comien­za a tachar viejos proyectos que ya nunca serán realidad y subraya otros nuevos mientras se despide de algunos amigos, y de los falsos. Había decidido darle un rumbo nuevo a mi vida. A partir de aquel momento sólo gastaría energía en aque­llo que mereciese la pena. No tuve que mirar lejos, ella estaba allí. Ya había probado su carácter en la montaña y decidí que mi última aventura como alpinista iba a ser con ella. Se lo debía después de tantas despedidas y soledades a causa de mi afición.

El propósito: la búsqueda de un pico virgen en alta montaña. Un espacio ínti­mo, privado y único, donde experimentar la soledad de las alturas, lejos de la masificación que azota las zonas más famo­sas de la tierra. Aún estaban frescas en nuestra memoria las multitudinarias es­cenas en el Kilimanjaro y juré que nunca más volvería a repetir la experiencia. Encontrar un objetivo así requiere de muchas horas de investigación, y luego, el estudio y la evaluación de los riesgos y capacidades. Tuvimos suerte. La zona ya había sido objeto de mi atención años atrás y me sorprendió que muy pocos se hubieran fijado en aquel rincón de los Andes.

Increíble ruta entre montañas sobre la nieve y el hielo.

La Paz

Los cinco primeros días en la capital andina sirvieron para aclimatarnos a la altitud y comprar todo lo necesario para nuestra estancia en la montaña. La Paz es en sí misma un gigantesco mercado callejero donde todo abunda, incluido, como en cualquier parte del mundo, la riqueza y la pobreza, y todos los tópicos típicos de cualquier gran ciudad. Singular urbe socialmente organizada que, en las partes bajas de la gran quebrada donde se asienta, concentra a la clase acomo­dada, las grandes empresas y el rico comercio. Al norte de la avenida 16 de Julio, su principal arteria, encontramos la ciudad colonial y administrativa, y en el lado opuesto, los mercados callejeros indígenas y la pobreza, que aumenta a medida que nos encaramamos hacia El Alto, ciudad satélite que se acercaba entonces al millón de habitantes y pronto la igualaría en población. A pesar de nuestros intentos, no encon­tramos ningún guía que conociera aque­llas montañas, pero tuve suerte y el ejér­cito boliviano me hizo una copia del único mapa existente de aquella cordillera, realizado en 1976.

La cordillera de Quimsa Cruz

Se encuentra en el lado opuesto a las cordilleras y picos más famosos y conocidos de aquella región. Su altura, inferior a los seis mil metros, la convierte casi en invisible a los ojos del alpinista-coleccionista de «techos patrios» y su aislamiento y falta de infraestructuras, inexistente para el turismo. Era lo que buscaba y tuve la gran suerte de poder recoger personalmente los testimonios, escritos y datos, de las cuatro personas sobre las cuales existían referencias de sus exploraciones a la cordillera: un americano, un boliviano, un chileno y un español. Hablé con todos menos con el chileno, pero pude ver sus cartas y notas sobre la quebrada que había elegido como objetivo.

Campamento en la quebrada, junto a caballos y llamas.

Algo sobre la ruta

Tomás Jaime, cocinero, y Luis Mendoza, porteador, fueron los compañeros que nos ayudaron en la montaña. Habíamos decidido viajar de la manera más sencilla: en el coche que, atestado de gentes y animales de granja, cubre la línea El Alto-Viloco. Alucinante trayecto de unos 220 metros, cuya mayor parte transcurría por caminos sin asfalto, bordeando a gran altitud la vertiente Sur del macizo. Desde el poblado de Caxata, donde el vehículo para obligatoriamente para comer, dos rutas rodean las montañas que fueron antaño una importante zona minera.

Una es la que parte hacia la derecha, va a Mina Caracoles, Mina Argentina y Choquetanga; pero nuestro camino es el otro, y se dirige al poblado de Viloco en continuas subidas y bajadas, que van dejando atrás aldeas deshabitadas, desde que la extracción de la plata dejó de ser rentable. Pasamos junto a la laguna Laram Kkota, donde se baña el hielo glaciar de los nevados de San Pedro. Allí, la indescriptible ruta remonta las laderas del cerro Wila Khasa y atraviesa un collado a 5.100 metros de altitud sobre intrincado y aéreo camino no exento de fango, nieve e incluso hielo. El descenso bordea el imponente cerro del León Jihuata y pierde altitud hasta los 4.600 metros, al cruzar el riachuelo que toma el nombre del pico que lo domina: Atoroma Chuma. ¡Increíble, pero habíamos llegado!

El coche paró en medio de la fría y alta soledad, el conductor echó al descarnado camino nuestro equipaje, y dejó al marchar un silencio infinito. A nadie vimos durante el trayecto y ningún vehículo pasó por el lugar, mientras realizábamos los porteos al pequeño y elevado valle, en la quebrada de Atoroma Chuma, donde instalamos las tiendas junto a una cascada de frías aguas. Una manada de caballos salvajes y un pequeño rebaño de ariscas llamas habría de ser nuestra única compañía.

Cerro Huiluco, Paso Salvadora y el imponente Yaipuri.

La Quebrada de Atoroma Chuma

La elección del lugar se hizo en función nuestras posibilidades tras minucioso estudio, pues resulta cierto el apelativo que el chileno Echevarría da al macizo, al considerarlo el hermano menor sudamericano del Karakorum; comparación cuanto menos romántica, para definir sus enormes y puntiagudas cimas, cuya visión debe ser todavía más agreste desde el Norte.

Lo que nos atrajo del lugar fue su abso­luta soledad y la virginidad de algunos picos, entre otros, aquella definida cota de 5.550 metros de altitud, sobre la que no existían referencias, pero que estaba allí, bien señalada por su altitud en el mapa.

Lo que nos atrajo del lugar fue su absoluta soledad y la virginidad de algunos picos, entre otros, aquella definida cota de 5.500 metros de altitud, sobre la que no existían referencias, pero que estaba allí, bien señalada por su altitud en el mapa.

Quienes habían podido verla desde cotas elevadas en otras quebradas, la daban por no hollada y nada de ella sabían. Era un territorio casi desconocido. Existía una referencia de escalada a un pico de la quebrada, el Atoroma, pero todos coincidimos que la descripción hecha en una guía inglesa, por una mujer editora que no estuvo allí, parecía absurda y poco probable a juzgar por el trazado de la ruta, y aún así el resto de cumbres seguían sin nominarse, totalmente desconocidas para el mundo montañero.

Reconocimiento del Glaciar Atoroma Chusta y su circo de montañas. Al fondo, las crestas del León Jihuata.

Reconocimiento

Durante los días siguientes nos ocupamos de nuestra aclimatación a la altura, tomar fotografías, dibujos, apuntes y triangulaciones sobre el terreno, identificando mediante la información conseguida todos y cada uno de los picos. No fue tarea sencilla por las contradicciones que surgían al contrastar las notas de unos y otros, pero logramos aunar los esfuerzos individuales hasta rellenar los espacios vacíos de la vieja cartografía existente sobre el lugar.

El recorrido visual comienza sobre el Cerro Blanco, unido por una atractiva y difícil cresta de roca al Cerro Salvadora. Delante de éste, y de menor altitud, reconocí la pequeña cresta del Cerro Huilucu (Perdiz Negra) y al fondo, en el centro del amplio collado, o «paso Salvadora», se levanta el Haya Khuno (Nevado más lejano) de 5.500 metros, que fue ascendido por el grupo español de Javier Sánchez. Inmediatamente a la derecha y más próximo, el impresionante Yaipuri, y junto a él, una pequeña pero espectacular cima innominada, lo separa del Nevado Atoroma. Continuando la cadena, le sigue la cima de tres picos, también sin nombre, que solíamos llamar «El tridente», y desde ella se abre el gran plato hasta el pico culminante, cuya conclusión, tras muchas comprobaciones, identifiqué como el Atoroma Chuma. Entre los dos últimos citados se levanta el pico que estábamos buscando y que no lográbamos ver, al estar desplazado hacia el Norte sobre el gran campo de nieve, e invisible desde una posición que no superase los 5.500 metros de altitud, en la vertiente Sur por la que discurríamos.

El valle superior.

«Qhuno Kollu Jilatanaca»

Un día antes del definitivo asalto, habíamos alcanzado el gran plato y pudimos divisar ¡al fin! el objeto de nuestra búsqueda. Una gran «merenga» de hielo volcada sobre los precipicios de la cara Norte constituían el objetivo que evalué como peligroso, lo que me hizo desistir de la ascensión final. Mi compañera no tenía la preparación suficiente para acometer aquella escalada. El ambiente era de una gran belleza alpina y los desniveles sobre la cara Norte impresionantes. Nunca antes había tenido tan cerca una cima y había tenido que volver sobre mis pasos. Con evidente frustración regresamos. Fue lo más prudente, pues comenzaba a caer la tarde y llegaríamos al campamento totalmente de noche. Andaba yo dándole vueltas a una proyectada ascensión en solitario, que pasaba por convencer a mi pareja, no sin ardua discusión, cuando al llegar a la morrena del glaciar donde nos aguardaba nuestro porteador, el tema se zanjó, afortunadamente para mí, ya que Luis pidió acompañarme. Dedicamos el día siguiente a descansar y comer bien, y me llevé un buen susto cuando aquella tarde comenzó a nevar. La suerte quiso que sólo fueran unos copos de nieve que no habrían de impedir nuestra salida al alba. El recorrido lo habíamos señalizado los días previos mediante «cairns» (pequeños mojones de piedras), que nos permitió rapidez y seguridad en las inclinadas y resbaladizas pendientes de fina tierra. También el glaciar conservaba visibles las huellas y alcanzamos el gran plato, divisando nuevamente el objeto de nuestro esfuerzo.

La morrena.

A primera vista parece una formación glaciar, como si de una superposición de «seracs» (bloques de hielo), recubierta de un manto de nieve se tratase; incluso sus proporciones confunden, y la peculiar distribución y forma de las grietas y oquedades que defienden el último tramo, le dan un aspecto sospechoso, nada tranquilizador. En aquel punto le indiqué a Luis que podía esperarme allí, pero Luis Mendoza, el albañil de la pequeña aldea andina de Shorata, me había manifestado su intención de cambiar la paleta por el piolet y dedicarse al oficio de guía. «Usted me enseña, compañero Manuel», me había pedido varias veces, pero en aquel momento sólo dijo: «¡Con el compañero Manuel hasta arriba!»

Remontando el glaciar.
Sorteando grietas.

Atacamos directamente la helada inclinación haciendo relevos para asegurar los tramos, donde oscuras grietas amenazaban tragarnos, y cuando la pendiente perdió inclinación, ambos nos cogimos mutuamente por el hombro y coronamos la cima repitiéndonos el uno al otro y en la lengua del contrario, nuestro nombre y condición. Así, él gritaba «compañero Manuel» y yo le respondía «Jilata Luis». ¡Qué locura de escena, pero qué bello momento! Un bancario español y un albañil aymara gritando al viento andino la universalidad de la amistad montañera. En la cumbre nos abrazamos pletóricos de alegría y los dos lloramos por la emoción del momento. La mía estaba clara, pero, ¿qué emocionó a Luis? Le miré intentando ver sus ojos tras el oscuro cristal de sus gafas, pero no tuve tiempo de preguntarle.»¡Esto es muy divino y grande, compañero Manuel!». Yo sólo asentí con un gesto.

La última pendiente.
Luis Mendoza llegando a la cima del Jilatanaca. Detrás, el Atoroma, y al fondo, el altivo y lejano Illimani.

A lo lejos, el lllimani, el más famoso de los picos andinos, se elevaba majestuoso encima de todas las cumbres de Quimsa Cruz; y más cercanos, otros picos vírgenes nos invitaban a su conquista, pero decidí no tentar a la suerte y dar por bueno, estando cerca de cumplir mi medio siglo de vida, aquel regalo que la «Mama Pacha» me había dado, al permitirme alcanzar aquella cumbre perdida, olvidada y presumiblemente virgen. Decidimos llamarla «Qhuno Kollu Jilatanaca», que en aymara significa «Nevados Compañeros», y fue para mi silencioso homenaje en la despedida de todos aquellos que la montaña unió, atándonos al recuerdo de una gran ascensión, como aquel día en la árida quebrada, allá, en un rincón olvidado de los Andes bolivianos… en la que fue mi última expedición.

Luis Mendoza y el autor en la cima del Jilatanaca. 15 de agosto de 1999.

 

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