Dicen que fue Vicent Verdú, el presidente del Centro Excursionista de Petrer, quien lo encontró esta vez durante una de sus excursiones por esta montaña que preside nuestro Valle, al menos así lo escuché. Cuentan que “Vivi” quedó sorprendido cuando el diminuto duendecillo se posó sobre su mochila y comenzó a susurrarle al oído; tan rápidamente que, al principio, no entendió bien lo que le estaba diciendo. ¿A cuento de qué venía hablarle, a mediados de diciembre, de sus majestades los Rayes Magos de Oriente?
Fue después de ininteligibles improperios cuando Ramuko, que así dijo llamarse el gnomo del Cid, le aclaró que se refería a la trama de un cuento que había soñado hacía mucho, mucho; pero que mucho tiempo atrás; tanto como su longeva edad y que, como los duendes no saben escribir como los humanos, un día se lo había contado a otro montañero que por allí subía, y que éste a su vez haciéndole el favor, se lo había escrito y hecho leer a unos narradores aéreo-espaciales (Vicent no tardó mucho en descifrar que se refería a locutores radiofónicos) quienes, según aquel duendecillo, propagaron su historia por todo el Valle del Vinalopó.
__Bueno, ¿Y qué? ¿Ya está, no? __pregunté. Pero ¡Nada de eso!, Ramuko siguió hablando atropelladamente para aclararle que aquellos también se lo habían contado a un pintor que, al fin, había puesto en imágenes aquellos sueños que, ahora sí, podían leerse en el arcoíris de colores que de su mágica paleta salieron para escenificar aquella vieja historia que un día soñase.
Bueno, al grano. Lo cierto es que aquel sueño primero, escrito luego, narrado más tarde y pintado después, había caído tras mucho tiempo, en manos hacendosas que, generosas, lo habían multiplicado por mil para llevarle a los niños de todo el Valle, aquellos viejos sueños de los gnomos de El Cid que ya son fábula o leyenda entre su diminuto pueblo.
Porque soñar, y recordar los propios sueños, los convierte en leyendas; mágicos aconteceres que mezclan realidad y quimera y nos permiten creer en nuestra propia capacidad para solventar problemas aunque sean tan grandes como una montaña.
Parece ser que Vicent Verdú tardó un tiempo en asimilar aquella extraña historia, pero lo cierto es que esta semana, andando ya próxima la Navidad, se le vio entrar acompañado de un ser encorvado y barbudo en un aula del Colegio Virrey Poveda. Allí se habían juntado con Reme Millá, otra montañera de pro, y me dicen que oyeron salir pequeñas risas y luces de ilusión; chispas de alegría y regocijo general, pues traía Ramuko en su vieja mochila un cuento para cada cabecita. El bosque de la Bola __les dijo__ ¡Leedlo! Pues es el origen de la montaña de Bolón, obra de un gigante llamado Trinitario, y del tesón de un pueblo que, lejos de perder la ilusión, fue capaz de vencer los problemas que afligían al Valle construyendo, nada menos, que una montaña.
La leyenda de Bolón relata la formación de las montañas que nos rodean y tal vez el origen de la industria del calzado, por el afán de cumplir con su gigante bienhechor construyéndole los zapatos más enormes nunca vistos jamás.
Yo no sé si ocurrió, o simplemente lo soñé, mas no pierdo la esperanza de encontrar ese antiguo relato en cualquier kiosco de este valle, pues cierto es que existe Bolón y cierto que existe el Cid, y atando cabos sospecho que el propio Vicent Verdú es otro duende bajado desde las alturas para hacernos más fácil y divertida la vida en el llano. Y creo que, en realidad no se llama Vicent, sino Tomillete, fiel a la tradición de su especie portadora de todo lo natural.
Me lo contó un montañero que dice no saber si lo vio o simplemente lo soñó, una noche que durmió en lo alto del monte del Cid.