Conde de Yebes
Conferencia en el club de Urbis de Madrid. 27 de junio de 1963
Hacia el año 1942 – ¡Válgame Dios que el tiempo pasa que es una pena! – tuve la feliz idea (ya explicaré más adelante el porqué de “la feliz”) de lanzarme a escribir un libro –primero de mi vida- sobre caza mayor. Prácticamente acabado debo confesar que mis dudas y vacilaciones, sobre la calidad y el interés que pudiera encerrar la obra, eran grandes. Encontré fácilmente al editor y no faltaba ya sino entregar el original junto con las correspondientes fotografías, dibujos y demás aditamentos.
Así las cosas pensé: ¿Por qué el fruto de mi pecadora pluma no había de llevar un prólogo? otro aditamento, tan usual en cualquier libro y especialmente apropiado a la índole del mío.
Puesto a darle vueltas al magín en busca de la persona con pluma adecuada, por más vueltas que le daba no acababa de encontrarla. Debo añadir que en la elección de esa persona mi ambición era grande. Si la cosa, como yo deseaba, había de tener interés, el encomendarlo a un amigo, por estupendo cazador que fuera, no me inspiraba confianza. Al fin y al cabo lo lógico sería que saliera del paso brevemente con las consabidas palabras elogiosas en las que sencillamente se comentara con amabilidad y afecto lo que yo había escrito; sin añadir, por lo tanto, nada interesante.
Con estas, e indudablemente inspirado por San Huberto, pensé en Ortega. Y pensé en Ortega justificadamente, al recordar el especial interés que en nuestras frecuentes entrevistas me planteaba el tema caza, sobre el cual, desde la primera sesión, pude darme cuenta de la categoría del interlocutor en este dichoso asunto venatorio que conocía a fondo y a su manera, no por ser practicante, pues nunca lo fue mas que episódicamente, y también a su manera sino porque ese tema especialmente le atraía y sobre él sin duda alguna pensaba y meditaba con frecuencia. Era lector de caza empedernido, fuese cual fuese la latitud de la cacería y en su fabulosa biblioteca el tema caza estaba copiosamente representado. A estos diálogos venatorios con Ortega llegué a tomarles miedo, porque, naturalmente, la categoría del interlocutor, la índole de cuanto planteaba y las preguntas estrujadoras que me hacía, confieso que, a veces, me llegaban a crear un verdadero complejo de inferioridad; hasta el punto que mas de una vez los rehuí. Yo les aseguro a ustedes que aquello no era una broma.
Por ello, y con razón, pensé que quién mejor, quién con más altura y autoridad sería capaz de realzar mi modesto trabajo a base del prólogo, sino Ortega… si es que le daba la gana. Repito lo de si le daba la gana y en ello me darán ustedes la razón. Existía entre nosotros, según el mismo escribe, “amistad grande y antigua”, a lo que añade, preguntándose a si mismo “que no ve porqué una cálida amistad necesita florecer en prólogos”, agregando “no es tampoco razón suficiente para ponerme en este trance el hecho de que hayamos hablado con frecuencia de caza y sorprenderle que yo, ajeno al ejercicio venatorio, fuese, no obstante, empedernido de libros que la atañen”.
Por todo esto, se darán ustedes cuenta de la luminosa idea de San Huberto al sugerirme el nombre de Ortega para el prólogo de mi libro.
Yo conocía muy bien a Ortega y por ello, a pesar de nuestra mistad “grande, antigua y cálida”, desde el primer momento me produjo verdadero pánico la idea de ir a plantearle la papeleta. Justificadamente me temía que pudiera tomarlo a broma o que lo encontrara absurdo, exponiéndome, en el mejor de los casos, a una afectuosa negativa que me hubiera llenado de contrariedad.
Llegó el momento en que no hubo más remedio que decidirse y, armándome de todo mi valor, siempre llevado de la mano de San Huberto y buscando unan ocasión propicia, tímida, azoradamente, le hice presente mi deseo. A medida que avanzaba en la exposición de éste, explicando como Dios mejor me daba a entender la finalidad del libro, la forma en que lo había concebido y la índole del tema dentro de los venatorio, empecé a observar con esperanza en unos momentos y desconciertos en otros la atención con que Ortega me escuchaba. Yo observaba la expresión de sus ojos, la de esa tremenda mirada de Ortega, brillar con avidez inusitada, hacerse repetir cosas que yo, cada vez más achicado, le iba explicando, para, al final de mi balbuciente relato, saltar como el tigre sobre su presa y, alborozadamente, tomándome con fuerza del brazo, exclamar con expresión iluminada y entusiasta: “¡Cuente usted con ello, cuente con ello sin falta! Acaba de brindarme inesperadamente unan ocasión que venía buscando desde hace mucho tiempo”. Comprenderán ustedes mi estupor, realmente no podía creer lo que escuchaba. Quedó Ortega callado unos segundos. Pensaba ya en el prólogo y de antemano se relamía con la idea.
Al cabo de un rato de silencio me volvió a decir: “Cuente usted con ello. Pero le advierto que no va a ser el consabido prólogo a un libro para salir del paso. Va a ser algo mucho más importante y más extenso y, en consecuencia, necesito tiempo, mucho tiempo y no puedo decirle aproximadamente cuánto. Mándeme enseguida una copia de su trabajo.
Me quedé anonadado y naturalmente dispuesto a esperar hasta el fin de mis días la entrega del prólogo.
Es indudable que la idea de un ensayo sobre la caza y el cazador le rondaba intensamente desde hacía años. Al igual que algún otro tema que, desgraciadamente, por su muerte, quedó sin escribir, por ejemplo Paquiro y el toreo. Por ello, como decimos, saltó como un tigre sobre su presa cuando yo tímidamente se la ofrecí.
Pasó tiempo, meses, a lo largo de los cuales, de vez en cuando, recibía noticias de que Ortega, con el mayor entusiasmo, se había entregado a fondo a su tarea incomparable. Creo que casi transcurrió un año hasta que me avisó. Había dado cima a su tarea encareciéndome que quería entregármela personalmente. Se encontraba a la sazón en Portugal, junto al mar, en el Belle Cascae, en una acogedora casa, y a ella fuimos. Amablemente nos invitó a almorzar e inmediatamente y con el mayor entusiasmo me empezó a hablar de su trabajo, mostrándome el voluminoso tomo de cuartillas. Durante el almuerzo se veía en su animación el gusto anticipado que se tomaba a la idea de leernos personalmente el prólogo, de sobremesa. Y así fue. Sentados en la terraza y con el mar como principal testigo, Ortega, deleitándose, refocilándose, leyendo con él leía, exultante de entusiasmo, procedió a la lectura del histórico prólogo.
¡Que no daríamos por haber podido colocar al alcance de su voz eso que años después ha llegado a ser vulgar y corriente: una cinta magnetofónica! ¡Que valor no hubiera tenido!
Malo puede ser mi libro – ¡que importa! – que sea falto de interés, que contenga errores, que su prosa sea infame – ¡que importa, repito! -, si gracias a él Ortega nos ha legado algo sin precedentes en la bibliografía venatoria desde que el mundo es mundo. Porque en su trabajo no es sólo la categoría, el interés y la enjundia del pensador lo que domina, es además la calidad de la prosa, no sólo en mi modestísima opinión sino en la de los más calificados, lo que alcanza una altura que seguramente supera lo que hasta entonces producido por Ortega. Exponente de lo que acabo de decir es el párrafo que hemos entresacado para las invitaciones a esta reunión, que lleva por titulo: “De pronto, en este prólogo, se oyen ladridos”. En él, en esa prosa que es la más gloriosa sinfonía, Ortega nos explica a los que hemos monteado, en la forma más bella, más gráfica y más inesperada, la historia completa de la echada de una mancha desde el momento en que nos colocamos en nuestra postura hasta en el que oímos la primera ladra y hasta que nos entra una res. Yo invito a cualquier montero que no lo haya leído antes por temor o por desgana a que haga la prueba. Naturalmente este prólogo en Centroeuropa tuvo una resonancia muy superior a la que aquí se dejó percibir, que ya está bien. Ello es lógico si pensamos, por ejemplo, en Alemania, país de pensadores y de cazadores y en el que, además, Ortega como pensador era tan conocido y admirado.
Este prólogo se editó allí lujosamente con el título de Meditationen über die Yagd en tirada cuyo número en España no concebíamos, y quedó agotada al momento. Es el libro de cabecera y de meditación de miles de cazadores de las más variadas clases sociales, que entre sus libros le tienen destinado lugar aparte. Y vaya una prueba de ello: en el mes de septiembre pasado acudí, amablemente invitado, a uno de los más bellos cotos de los Alpes Bávaros, de paisaje sobrecogedor; sobre la mesa de la bella anfitriona y en lugar preferente, presidía un ejemplar de Meditationen über die Yagd, del que, como es natural, se hizo adecuado comentario. Pero no fue solamente esto, sino que a continuación la amable anfitriona me dijo: “Todos los guardas de esta finca, sin excepción, lo poseen, lo leen y lo releen como libro de caza más importante que figura en sus modestas bibliotecas”. Efectivamente pude comprobarlo, pues se les hizo saber que este caballero, invitado allí por primera vez, era el responsable de que Meditationen über die Yagd se hubiera escrito. Era de ver, créanme ustedes que era de ver, la expresión de respeto y admiración hacía mí, que andaba más corrido que una mona ante esas muestras y cuando de reojo y dándose uno a otro con el codo me señalaban diciéndose por bajo: “Ese es el señor que escribió un libro que hizo que se escribiera Meditationen über die Yagd. Es de advertir que cualquiera de aquellos guardas era prácticamente un licenciado en Ciencias Naturales.
Y para terminar, quiero aclarar lo que al principio dije cuando hablaba de la feliz idea que tuve de escribir un libro de caza mayor, y es que por malo que éste sea, tiene el inmenso mérito, el fabuloso mérito, de haber sido la causa de que Ortega nos legara lo que me atrevo a calificar como el canto del cisne de su vida.