*Nota: Artículo publicado originalmente en la revista Petrer Mensual nº 24, diciembre de 2002
Hoy las llamamos panaderías, pero en la época que recordamos su denominación era hornos. Aproximadamente Petrer contaba en aquella década con unos seis mil habitantes, lo que indica que por cada quinientas almas había un horno de pan. Siguiendo esta norma, hoy deberían existir sesenta, pero como las ciencias adelantan que es una barbaridad yhay muchas menos.
Afortunadamente, y nunca mejor dicho, a dos de estos hornos me unían lazos familiares, por lo que conozco su mecánica y como gracia especial, en ellos distraía infinidad de veces mi insaciable apetito. Recordemos como funcionaban. En primer lugar, muy pocos contaban con instalación de agua corriente, por lo que tenían que suministrarse en las fuentes públicas. La harina, no toda la recibían separada de las somas. Había que tamizarla cedazo en mano para obtener el pan de primera calidad, elaborándose también las somas incluidas.
Todo el proceso, excepto la primera mezcla general, se realizaba en la «pastaora» (pieza circular metálica, movida por electricidad cuando la había), el resto era manual. La masa se pasaba por el cilindro y de aquí a la «pastaora» donde artesanalmente se modelaban panes y «chuscos». El combustible utilizado en todos los hornos era la leña en un porcentaje muy elevado de pino obtenido en los montes locales, siendo suministrado por arrieros que la transportaban en burros.
Preparar el horno a la temperatura necesaria, dentro de la dureza del oficio, era lo más pesado. Había que introducir por la boca del mismo la leña y una vez quemada la necesaria, dejar el suelo completamente limpio. Esta labor se conocía como «escombrar» y consistía, primero en el barrido utilizando un cepillo con un mango especial de tronco de olmo larguísimo de unos diez centímetros de diámetro, después se utilizaba un segundo cepillo con igual mango pero envuelto en sacos de arpillera mojados y sujetos al extremo. Se arrinconaban los rescoldos en la parte interior izquierda de la boca del horno para mantener la máxima temperatura durante todo el día.
Me atrevo a decir que los hornos eran los pregoneros de todas las fiestas. En ellos se anunciaba su llegada. Se notaba ese agradable y singular aroma de las toñas y pastas recién horneadas y que eran elaboradas con sumo cuidado por nuestras abuelas y madres. Recuerdo que para adornar las toñas, se utilizaba un azúcar muy fino.
Para tal menester en todos los hornos había mortero y pilón, ambos de piedra. En este terreno yo fui un experto machacador.
La levadura era completamente natural, cada día se separaba una porción de masa llamada «pie» que al fermentar se convertía en levadura para el día siguiente. Finalmente comentaremos que «La olla del forn» era el habitáculo superior del mismo horno. En los crudos inviernos de entonces servía de salita de estar para los propietarios y sus allegados. Cuántos cuentos e historias he escuchado en ellos arropado por el calor que desprendían los hornos de leña.