Anfitriones siniestros y visitantes acalorados


“Los viajes son una brutalidad. Le obligan a uno a confiar en extraños y a perder de vista toda la comodidad familiar de la casa y de los amigos. Se está en continuo desequilibrio. Nada le pertenece a uno salvo las cosas esenciales: el aire, el descanso, los sueños, el mar, el cielo y todo tiende hacia lo eterno o a lo que imaginamos de la eternidad”

Cesare Pavese

He de reconocer que las palabras del escritor italiano Pavese me desconcertaron cuando las leí por primera vez. ¿Cómo van a ser los viajes una ‘brutalidad’? Pero lo cierto es, que pensándolo detenidamente los viajes tienen un carácter ciertamente destructivo: atentan contra la tranquilidad y la rutina que el ser humano ambiciona.

En la temporada estival, y mientras las calles de Petrer están no desiertas, pero sí calmadas, pienso que otras ciudades deben ser un hervidero de turistas sudorosos y sedientos en busca de la fotografía perfecta. Deseosos de abandonar la monotonia y huir del hogar, el turista se embarca en la angustiosa aventura de hacer un equipaje siempre incompleto, se enfrenta al miedo a los fallos y huelgas en los transportes, a la incertidumbre de no conocer el idioma y al deseo de que al hotel no le falle el aire acondicionado. El turismo tal y como lo conocemos, es todo un acto de masoquismo que el ciudadano occidental lleva ejercitando durante cerca de dos siglos.

Portada de "El placer del viajero".

Son las palabras de Cesare Pavese, uno de los principales pensadores italianos del siglo XX, las elegidas por el escritor británico Ian McEwan para introducir al lector en la novela ‘The pleasure of the strangers’, en español ‘El placer del viajero’. Perdida en la traducción queda, como sucede con multitud de títulos literarios y cinematográficos anglosajones, la dualidad de significado de la palabra strangers, que en inglés significa tanto ‘forasteros’ como ‘desconocidos’.  Colin y Mary, los amantes británicos de mediana edad protagonistas de esta novela, son a la par extraños y forasteros en una ciudad abarrotada y colonizada por los turistas: Venecia. En la ciudad de los canales, Colin y Mary pasan unos días lejos de los hijos y las ataduras de la vida inglesa de los años 80. Pasean por las calles abarrotadas, fotografían monumentos, señalizan puntos de interés en el mapa, compran souvenirs, hacen el amor y duermen la siesta en un hotel con vistas, como no, a uno de los canales. La pareja comparte viaje con el bochorno. El calor húmedo y asfixiante que habita en la ciudad italiana se convierte en un protagonista más, una pieza fundamental en el motor interno de la novela.

El escritor inglés Ian McEwan.

El turista y el viajero

A través de las descripciones de McEwan, vienen a mi memoria imágenes y recuerdos de mi primera y única visita a Venecia. Fue en el verano de 2006 cuando en un viaje por las más importantes ciudades italianas, recalamos en Venecia durante un par de días. Mi periplo era bien distinto al de Colin y Mary, yo viajaba con un grupo de amigos y apenas había tiempo de dormir la siesta y observar a través de las ventanas del hotel. Recuerdo la dificultad que entrañaba caminar entre el gentio y lo imposible de realizar al menos una fotografía medio decente, pues en todos mis intentos aparecían personas desconocidas hacia las cuales terminé sintiendo cierta repulsión: ataviadas con sus gorras y mochilas, hablando idiomas desconocidos, se creían los dueños de los calles y monumentos de la ciudad. Realmente, yo era uno de ellos.

Sudorosos y atolondrados, nos embarcamos en un vaporetto con la intención de obtener una panorámica de la ciudad. Nada de góndolas. Demasiado excesivas para nuestro escaso presupuesto de estudiante. Subidos a bordo del peculiar trasporte público, tuvimos la oportunidad de conocer a un veneciano. Un veneciano de verdad. Un anciano encorvado que superaba los 80 años y que afirmaba haber nacido en Venecia y haber vivido toda su vida en la ciudad. Gracias a la similitud entre el italiano y el español pudimos mantener una, aunque corta, enriquecedora conversación con aquel hombre que verdaderamente conocía qué era Venecia, y que se mostraba reticente a recomendar los monumentos que aparecían en las guías turísticas. Con el paso del tiempo y otras experiencias viajeras, lamento no haber aprovechado mejor el conocimiento de aquel hombre. La diferencia entre el turista y el viajero reside en que el primero se limita a seguir la ruta dictada, mientras que el segundo desea conocer las entrañas del lugar que visita. Ese es realmente el placer del viajero.

Colin y Mary conocen ese placer cuando una noche, hambrientos y perdidos, conocen a Robert. Un peculiar personaje, residente permanente en Venecia y que muestra un excesivo interés en la pareja. Insistente y persuasivo, convence a los británicos para que visiten su casa y allí conozcan a su bella y enfermiza esposa.

Se inicia entonces una relación adictiva entre las parejas. Sexo, curiosidad y un ambiente siniestro envuelven los hechos que sucederán a continuación. Acontecimientos que angustiarán y como no, acalorarán al lector.

El buen hacer de el ‘Macabro’

Ian McEwan es experto en experimentar con sus personajes y consecuentemente, con las emociones del lector. Apodado por sus compatriotas como ‘Ian Macabro’, es uno de los miembros ilustres de la conocida como la generación de los Young British Novelists, junto a Salman Rushdie y Martin Amis entre otros.

Políticamente incorrecto y con un gran talento descriptivo, Ian McEwan juega con los sentimientos del lector, que se sorprende así mismo empatizando con una gran variedad de seres perturbados cuyos comportamientos y sentimientos son moral y socialmente rechazables.

Una novela de McEwan es un dulce amargo. Siempre que leo la última frase de sus novelas, me sorprendo a mi misma sonriendo maliciosamente y con la extraña alegría que aporta la siniestralidad humana. Es por ello que disfruto enormemente con cada una de sus obras que, aunque unas en mayor medida que otras, me han hecho conocer aspectos de mi misma que creía inexistentes. Ian McEwan juega conmigo y he de reconocer que eso me encanta.

Así pues, recomiendo a todo aquel amante de la lectura y a quien no le importe sentir un poco más de bochorno en este caluroso verano, que viaje a Venecia junto a Colin y Mary y se deje llevar por la magistral prosa del ‘Macabro’.

Una última advertencia. Abstenerse aquellos que no estén dispuestos a descubrir que también en ellos mismos existen los más oscuros impulsos.

El placer del Viajero, Ian McEwan, Ed. Anagrama

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