La reseña: Morir es un estado permanente

*Nota: Crítica aparecida en la revista Festa 2008.

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Morir es un estado permanente

Joaquín Ortega Parra. XII Premio de Poesía «Paco Mollá», 2006. Colección Anaquel poesía, n.° 82, Editorial Agua Clara, Alicante, Diciembre 2007. 69 páginas.

Con una veintena de poemarios publicados, este libro del cartagene­ro Joaquín Ortega Parra (1935) galar­donado con el Premio «Paco Mollá» 2006 continúa firme por un itinerario que comenzaba en 1954 con Cristales del alma, se interrumpía hasta 1990 con la publicación de Poemas desde la orilla y tiene en la antología Un río interminable (2004) un conjunto selecto de sus logros y su tono carac­terístico.

Son embargo, posiblemente éste sea el más descreído de sus libros, el más contundente en su tono escéptico, el menos esperanzador. Utilizan­do más el sarcasmo que la sátira (y casi nunca la burla), con una dicción limpia y seca, irónica pero sin colori­do ni fuegos de artificio, Joaquín Ortega nos va desgranando sus sen­saciones en un mundo sórdido, des­piadado y desapacible donde todo acaba siendo irremediablemente un gran fracaso personal o colectivo. Habitantes de eurolandia, anestesia­dos y de espaldas a todo dolor ajeno, se vive en el aburrimiento, «jugándo­te a las cartas la existencia». Y mien­tras tanto «DIOS ESTÁ EN LAS NUBES. NO CONOCE/ los problemas del agua y del trasvase», nos dice en el poema más imprecatorio del conjunto. De ahí su afirmación, en otro de los poe­mas más satíricos del libro: «YO CREO EN DIOS. Y EN TODOS LOS POLÍTI­COS// – Veréis que tengo grandes tra­gaderas». Además de a Unamuno o a Dámaso Alonso, se escucha aquí tam­bién el tono «fieramente humano» de Blas de Otero, quien con los ante­riores, Miguel Hernández, Gil de Biedma o Leopoldo de Luis conforman un conjunto intertextual que da al poemario un sentido más dialógico, o si se prefiere «monodialógico» con un término que la crítica ha utilizado para caracterizar su voz.

Ante esto, al poeta sólo le queda refugiarse en el recuerdo vivido de los amigos, muchos ausentes ya, en los pequeños disfrutes cotidianos o en la convicción del poder casi salviífico de la escritura: «PORQUE ESCRI­BÍ NO HE MUERTO TODAVÍA.», comienza el penúltimo poema del libro, para concluir taxativo (con ecos de Neruda) que «Porque escribí, con­fieso que estoy vivo». Y es que la palabra, como bálsamo o antídoto, nos ayuda a entender e integrarnos permanentemente en el mundo tan enajenado que nos rodea. Y sólo des­de esa comprensión profunda que las palabras proponen puede el poe­ta, crítico unas veces o sarcástico otras —pero siempre piadoso, humil­de y compasivo— compartir con sus semejantes una corriente que nos lleva y que siempre acaba en nau­fragio.

Estemos o no de acuerdo con esta visión del mundo, no se le puede negar una rotunda coherencia inter­na tanto en lo dicho como en los recursos desplegados para decirlo. Por utilizar las palabras del profesor Francisco Javier Diez de Revenga en el sustancioso prólogo del libro, en esta poesía convergen «el escepticis­mo, mezclado hábilmente con la iro­nía, con el sarcasmo sereno, con la censura del mundo circundante».

Última costa hasta hoy de una obra poética que, ampliamente reco­nocida y premiada, discurre de lo tran­sitorio a lo permanente —y a la inver­sa— sin solución de continuidad.

Como señaló María Teresa Cer­vantes, ya en 1995, «es necesario una gran capacidad de concentración y un estudio minucioso de cada uno de sus poemas para llegar a captar plenamente el mensaje que Joaquín Ortega Parra nos quiere comunicar, aunque nuestra dificultad no pueda atribuirse a la oscuridad, sino más bien a que su poesía es de una clari­dad absolutamente penetrante. Y es por eso por lo que sus poemas exigen un esfuerzo intelectual equivalente al que dio forma poética a sus ideas y sentimientos».

 

 

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