Inane, como dice Ángel Luis Luján en la semblanza de la solapa del poemario, es una cuenta atrás. Pero también es un paso crucial hacia delante, hacia la madurez poética de esta petrerina de mundo, periodista y doctoranda en filología inglesa, Isabel Navarro (Petrer, 1977), que tras Las nanas que me contó Atenea (Premio de Poesía Paco Mollá en 1997) y Los hijos de Okwonkwo (Premio de Poesía Colegio Mayor Nuestra Señora del África), presenta en la Editorial Complutense el poemario ganador del Premio de Poesía Blas de Otero 2007 que organiza el Vicerrectorado de cultura y deporte y la facultad de filología de la Universidad Complutense de Madrid.
Inane entra en los ojos del lector-espectador desde su privilegiada posición en la estantería de novedades: verde chillón que encuadra las letras negras del título y el nombre de la autora estampadas sobre un fondo ilustrado por Enrique Krause Boedo, exegeta gráfico del torrente de imágenes poéticas en una serie de collages, plumilla, fotografía y versos, que cubren la portada y las entradas de los diez números de la cuenta atrás. Nuevas técnicas para la poesía nueva.
La estructura del libro proyecta en el lector el proceso de desarticulación de la escritura: los versos menguan, desde el número diez hasta el punto final. Queda el desdén y un bolígrafo sobre la hoja en blanco. Y una cuchara vacía, desamparada, se reproduce reiterativamente en la búsqueda de sí misma: llenarse para no convertirse en la imagen del fracaso. Inane, cuenta atrás.
Diez. Diez versos para crear el mundo, poeta demiurgo, que invoca y reclama su espacio. Inane, personaje-universo, se crea llamándolo, gritándole. Y en el principio fue el verbo: Inane, la fea, la diosa, la gula, la ebria, el ansia, la ciega, personaje de harina, de vientre de hogaza, mirada de olla y cuchara de madera, parricida y punzante, con cara de interrogación en la memoria calva de los dioses. Eres pregunta, eres respuesta, eres narración y una voz te llama. Eres salmo y palabras con juego. Una receta de una paella para llorar. Fea, como tu cuerpo feo. Inane: el escalón, la grieta entre el alma de hoy y la infancia pasada, entre la modernidad y la utopía de los ingredientes, entre el hambre y la poesía, entre el amor y la muerte.
Nueve. Nueve versos para una identidad desconocida que se persigue en la lascivia de la carne, en las sonrisas falsas, en lo estéril. No hay escritoras estériles. No sabes quién eres, pero siempre eres otra. Sólo sabes que eres otra. Muerte, cortapisa del deseo en las noches de deseo. Los ingredientes de lo urbano: periódicos abiertos, el olor de la panadería, un metro en movimiento. Se mueve, sin embargo. No hay tiempo para el hambre, no presiona la cuchara vacía con su amenaza de sangre: no se ve. Presionan las palabras, una carta dolorosa, sólo hay dolor en las palabras, llega hasta el pecho de los desesperados.
Ocho. Ocho versos para la poesía. Inane y Grieta, entramado de símbolos, de sonidos, letras y fonemas, sangre de palabras donde «salpican y danzan vestidas de algodón». Y por encima la carne indolente del desamor. La carne danza y las niñas lloran. En Berlín hay un graffiti con beso y un tablero de ajedrez donde Inane respira también el aire podrido, amor fugado. Sólo leen el horario de los trenes los suicidas que saben que no van a suicidarse, los que esperan, desesperados, los que buscan la sombra de Marx, los que no se atreven a marcharse. «La utopía huyó de tu lado / como una biblioteca prestada».
Siete. Siete versos de un dolor viejo: muerte y guerra en el compás del metrónomo. Los utensilios acechan, amenazan con su peligro primitivo y hay un lápiz que escribe, que corta como un cuchillo jamonero. Siempre la muerte lleva el traje negro del desamor. Siempre la muerte es fría. «Con traje de huérfana y sombra» buscas una manta, una madre que no llega. La ciudad se hace grande, «se extrarradia», se aleja de sí misma, de su esfuerzo, estirándose indolente en un espacio estéril: «malgastando semillas en jardines de cemento».
Seis. Seis versos para el final de la Historia. La belleza de los tiempos es la cúpula de los deshechos. París, jueves, y un aguacero de ruinas que soportan los labios de la codicia. Sexo, hambre, amor inútil y un gusto irrefrenable por la sangre que nos llama. «Alguien me dijo que nunca pudiste evitar / estudiar en la misma mesa / donde tu madre degollaba a los conejos». El tiempo amarillo, ayer. El deseo también madura, pero ya se ha extinguido.
Cinco. Cinco versos para una metafísica de lo vano. ¿En qué crees, Inane, más allá de la fe? Del tambor del barro llegamos cansados: sentados en una esquina, invisibles, desatendidos, pasa la vida como un grano de arena en el arenal de los tiempos. Solo queda esperar. Lo inevitable nos arrolla con la fiereza final de las tormentas. Mucho ruido y una calma desorientada: como si nunca hubiera pasado nada.
Cuatro. Cuatro versos para Inane alimentando a su hijo con papel de poemas. Óvulos dorados, úteros de ortiga. Vírgenes con peluca, como maniquís calvos. El mundo es una pupila. Lo que no se ve no existe. No existimos si no nos miran. Se necesitan las pupilas, «se pagan».
Tres. Tres versos para Inane, Soledad Montoya. Cabrales contra el sabor del miedo. La manzana del deseo. Inane terremoto de cemento. Buscas un sitio en la ciudad, Sicilia tampoco: todavía no sabes a dónde vas a ir.
Dos. Dos versos para el oráculo del hambre, de las palabras. Je vais a la gloire, dijo Isadora Duncan mientras se enrollaba la chelina con su Bugatti.
Uno. Los poemas no se entienden, se mastican. Inane, nuevos tiempos. Léanla.