Por lo visto la Ciencia no alberga ninguna duda: no existen diferencias biológicas notables entre un catalán, un vasco, un gallego, un polaco o un chino. Cierto es que, en lo que se refiere a la Genética, sí es posible caracterizar los diferentes grupos habituales de cada región (haplogrupos). De este modo, a partir de una anónima muestra de ADN y desde un laboratorio equipado, localizaríamos el lugar del Globo con la población más afín al genoma del donante. Pero este mecanismo carece de aplicación social, política o cultural; ¿quién negará a un estadounidense de origen asiático los mismos derechos y obligaciones del conciudadano de rubia cabellera?, ¿quién negará que Obama representa legítimamente a su nación?
Consecuentemente, dividir a los seres humanos de acuerdo a las diferencias raciales, ya sea con fines sociales o políticos, es cosa de otro tiempo (o así lo espero). Y si en este punto resulta fácil alcanzar un amplio consenso, ¿por qué todo se tuerce cuando se inmiscuyen banderas patrias en el debate? Resulta sorprendente la persistencia de los encarnizados defensores de la «discriminación de bandera».»¡Dígame bajo que colores comulga para saber qué tratamiento merece»! «¿No le basta con saber que, como usted, soy otro ser humano?»
Por más que se empeñen algunos, no está demostrado que la filiación a ningún estandarte implique cambios en las moléculas constituyentes del Homo sapiens; tampoco el camino inverso goza de validez científica. Y por supuesto, muy a pesar del forofo del tejido colorido sobre mástiles suspendido, las reacciones biológicas que nos gobiernan no entienden de dialectos ni de lenguas. ¡Cosa curiosa!
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Llámeme loco pero no me siento mejor ni peor, ni más o menos reconocido o un tanto más tranquilo por ser español, alicantino por más señas. Porque lo soy, y no pregunte si habría preferido nacer en Islandia o en alguna remota aldea del antiguo Imperio Turco… no sabría qué contestarle. ¿Y saberse angoleño, cubano o croata conllevará algún tipo de apoyo implícito al gobierno de turno?, la respuesta es obvia. No. Que no le quepa duda que un servidor puede ser de lo más crítico con toda la parafernalia estatal y autonómica que encumbra y protege a los suyos, y sólo como subproducto, encuentra el camino hacia el bien común.
En las intelectuales argumentaciones políticas que amenazan estos días, seremos testigos de las mil formas en las que se puede adulterar, falsificar o viciar el significado de conceptos tan decentes como «identidad cultural», «lengua propia», «senyera», «autodeterminación», «derecho a decidir», «bandera», «nacionalismo», «región multicultural», «federalismo», etc. Bajo la máxima de acercar el ascua a la sardina propia, los ingredientes se mezclarán sin ningún pudor para cocinar un puchero madrileño (porque los hay muchos por toda nuestra geografía), una botifarra con su escalivada, un sabroso bacalao al pil-pil, una paella reticente a apellidarse valenciana e incluso un sencillo espeto con su fresquísimo gazpacho. ¡Qué desgracia la del madrileño alérgico al garbanzo!, ¡y qué decir del catalán que no soporta el pimiento!, ¡cómo compadecernos del vasco intolerante al ajo!, ¡Dios salve al castellonense que prefiera el arroz con costra!, ¡comprensión para el andaluz que jamás gustó de la sardina!… ¡Funestas desviaciones del más elemental espíritu patriótico! ¡La hecatombe!
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Es probable que este quien les escribe no sea más que un demente cuya capacidad no alcanza la estratosférica altura exigible para tan sutil cuestión. Se me escapa el uso de verbos como «sentir» junto a cualquier gentilicio, de hecho me asusta un poco. Pongamos sobre la mesa mi caso: nacido en Alcoy, habiendo vivido buena parte de mi vida en la ciudad de Valencia, para posteriormente pasar una temporada de apenas un año en Monóvar y finalmente empadronarme en Petrer. Entiendo que debería sentirme español (pues no habité otro país) o quizá convendría anteponer un sentimiento valenciano… o alicantino…o petrelense. En fin, ruego disculpe mi incompetencia, ¿no se lo había advertido?. Sólo puedo sentirme feliz por vivir con mi familia en Petrer, por compartir mi tiempo con la gente que me rodea (a un lado y a otro de La Frontera), por participar con mis hijas de sus fiestas y ver cómo crecen cada día. Sí, me gusta este lugar y sin duda lo recomendaría; ¿a qué más se puede aspirar?
Por lo que a mí respecta podrán hacer con mi bandera lo que prefieran. Escojan de entre todas las que (según su criterio) me representan, desde la azul y blanca de las Naciones Unidas hasta la del municipio en el que vivo. Por mi parte, y mientras ustedes se soliviantan con el atropello de algún derecho histórico que no logro digerir, me limitaré a demandar la gestión adecuada de nuestros impuestos y a exigir al servidor público una honesta dedicación. Al mismo tiempo, y si no les importa, también me acordaré de las lampreas que continúan enriqueciéndose con descaro a costa de esta jaula de grillos que tienen montada. Ya ven, ¡soy tan fácil de contentar!
Si por casualidad (porque no espero más vía que ésta) todo ello cumplieran, tienen mi permiso para juzgar si un mayor o menor número de barras rojas, amarillas, verdes o azules transmite convenientemente la honorable personalidad de mi pueblo.
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¡No confundamos la velocidad con el tocino! La riqueza cultural y lingüística es un valor a conservar, y a cultivar. Me maravilla conocer costumbres nuevas, sorprenderme con las particularidades que uno encuentra por doquier. Todos los pueblos, regiones o países tienen su encanto. No obstante, la pasión por sólo uno de ellos, aún siendo el propio, no ha de ser muy sana atendiendo a las palabras de Voltaire. Ya saben: «la pasión es al gusto lo que el hambre canina al apetito».
La Guerra de Banderas es al fin y al cabo como cualquier guerra: se justifica con un vulgar pretexto de aquella ética de a un euro el quilo, siempre encuentra seguidores bien dispuestos y, sobre todo, es una fabulosa fábrica de dinero para quien sepa manejarla (que no ganarla).