Remedios caseros

*Nota: Artículo publicado originalmente en la Revista Alborada 49 (2005), dossier Sanidad (cómprala aquí).

Mi primer recuerdo en relación con el mundo de la sanidad está ligado a un remedio casero: la cataplasma. Por ello, permitirme hablar de los remedios caseros que forman retazos del puzzle de la sanidad eldense. Desgraciadamente, ni todos eran remedios, ni todos eran caseros, pero era lo que había cuando en mis tiempos de niño a mozalbete corría por las calles, andaba los paseos y me apoyaba en una esquina a ver pasar a la niña de mis ojos.

Ramón Candelas Orgilés.

La cataplasma, científicamente llamada emplasto, es un pegote confeccionado con harina de linaza colocado entre dos lienzos que se aplicaba sobre la parte enferma. Para aumentar su efecto se le añadía un espolvoreado de mostaza y para prolongarlo se cubría con un trozo de bayeta que conservaba el calor. Era remedio a aplicar por plurales motivaciones. Una de ellas, en caso de catarro. Especialmente los de tos seca y bronca, de esos en que cada emisión de tos se acompaña de un quejido doloroso que te quema la tráquea mientras parece que se te va el alma. El objetivo de la cataplasma era, según los médicos, un efecto rubefacciente; en voz de las comadres: ablandar el pechico. Se aplicaba igualmente para abrir un «grano borde», de esos que les cuesta asomar su iceberg amarillento; y también a aplacar un lumbago, de siempre conocido como dolor de riñones. Con el tiempo, la cataplasma fue sustituida por los parches de Sor Virginia, que eran menos desagradables de aplicar y más duraderos, «hasta que se caían». Esto último no dejaba de ser un defecto por el que, probablemente, sor Virginia no alcanzó la santidad, pues tal era su adherencia que si se intentaba arrancarlo antes de su agotamiento natural se llevaba detrás la piel a tiras.

Mi madre, como toda diligente ama de casa en aquella época de los años treinta y cuarenta, era una adicta a los remedios caseros. Dios nos libre de llamar a esta práctica «medicina casera», la Medicina es otra cosa. Se recurría a ellos cuando se iniciaba una enfermedad antes de llamar al médico porque la visita de éste, antes de la implantación del Seguro –así con mayúscula– era un dispendio económico que no estaba muy al alcance de las economías vigentes en una época de despido temporal «hasta nueva orden».

Para las afecciones de garganta, aparte de encender un cirio a San Blas, ¡fundamental!, era práctica habitual recurrir a la Tabacalera y untar el papel de una cajetilla de picadura con el aceite calentico de un candil, de uso entonces muy corriente dados los frecuentes apagones de la luz eléctrica.En esta ocasión el efecto rubefacciente era debido al polvillo del tabaco restante en el citado envoltorio y al suave calorcillo del aceite próximo a la mecha ardiente del candil. La aplicación cubierta con un generoso pañuelo era engorrosa, áspera y pringosa. Por supuesto, esta incómoda gola, que nos exponía a la mofa y befa de amables compañeros, nos inhabilitaba para salir a la calle mientras permanecía ciñendo nuestro cuello como cepo carcelero, hasta que desaparecía nuestra voz afónica y gangosa.

Pastillas de fósforo.

 

Remedio típico eldense para la tos ferina, enfermedad infantil caracterizada por una tos pertinaz y estridente, consistía en peregrinar hasta la boca del túnel, esperar el paso de algún tren y,una vez desaparecía el último vagón, introducir al paciente en aquella atmósfera de humo. Dicen que el remedio iba bien aunque no existan estadísticas probatorias al respecto. He deducido,posteriormente, que el buen efecto se debería a los componente alquitranados que al parecer provocaban una expectoración favorecedora, a lo cual se acogen los fumadores impenitentes cuando se ven ahogados por la tos matutina y se fuman el primer cigarrico y dicen que ¡como Dios!  Análogo debía ser el efecto de unos cigarrillos artificiales que vendían en las boticas, con su correspondiente boquilla negra, que permitían, a la par de la ilusión de estar fumando, aspirar un aire pasado por una escobilla impregnada de brea, y que era santa. ¡Santa! la brea, sobre la que ahora dicen es causa de los cánceres de pulmón.

Aparato de Rayos X del Hospital Municipal.

 

También tengo poco claro otra práctica terapéutica eldense, el arte de curar una ictericia «meando un marrubio». No he llegado a conocer este arbusto y nunca he llegado a comprender que un efluvio curativo caminara contracorriente desde la dicha planta hasta el elemento mingitorio del cuerpo humano; tampoco me han aclarado si el marrubio terminaba secándose o por lo menos si se teñía de amarillo. Y, ya puestos, ni siquiera se porqué a la ictericia se la llamaba el «aliacrán», salvo que la palabra Alí-Al-Kan, o algo así, tenga referencias mongólicas y por aquello de la piel amarilla.

Aceite de ricino.

 

 

Sin embargo, también dentro del misterio entra lo de curar las verrugas colocando unas hojitas o una flor debajo de la almohada y cuando aquellas se secan, las verrugas han desaparecido.

Terreno psicoterapéutico difícil. Va por caminos cercanos a los del ratoncito Pérez, aunque esa es otra historia.Por aquellos entonces, se empleaban profusamente dos aceites onerosos para nuestra sensibilidad, es decir: ¡verdaderamente odiados! El aceite de ricino, que resultaba compañero inseparable de los empachos e indigestiones, por lo que nos salía caro lo de ingerir abusivamente las buenas viandas. Luego resultó que tenía su explicación: era un «pecado» llamado gula, lo que aclaraba algo las cosas, porque el aceite de ricino, además de tratamiento, se constituía en un correctivo, el que, por cierto, no era jurisdicción del confesionario, sino de la mater familiae. ¡Ya veremos en adelante quien se irroga este papel en una pareja gay!

Metidos en purgantes, algo menos nauseabunda era el agua de Carabaña. Penitencia también impuesta tras supuestas o veniales trasgresiones alimenticias de Navidad, Pascua y Fiestas de Septiembre. Al influjo de la Carabaña, los restos del turrón o de las fasiguras abandonaban presto nuestro cuerpo por la vía del orinal o del inodoro. Un sustitutivo más agradable era tomar en ayunas medio vaso de agua con zumo de limón y media cucharadita de bicarbonato sódico, creando una mezcla efervescente que, para su mayor efecto, había que tomar ipso facto y que una gran parte de las burbujas saltantes penetraran angustiosamente por la nariz.

Pasta pectoral del Dr. Andreu.

 

 

Remedio de signo contrario, para cuando la constipación cerraba el cuerpo, era la lavativa. Este era un artilugio casi mistérico que se guardaba entre lienzos en el ropero, en una leja alta. Ver poner la silla para acceder al aparato, ya era para ponerse en guardia. En realidad sólo se trataba de un depósito, enorme eso sí, y una goma terminada en una boquilla con llave y, en su extremo, una especie de oliva perforada, muy ofensiva, eso también. Resistir solo con un ¡ay! la penetración de la tal oliva y luego la entrada de dos litros de agua jabonosa ya constituía un acto heroico. Sin embargo, uno deseaba crecer pronto para merecer la lavativa y escapar del procedimiento aplicado a los más pequeños,el más odiado sin duda, la hoja de geranio. Dicha hoja se aplicaba, implacable a la vez que onerosa, por el ojete, eso sí generosamente lubricado su rabo con aceite, entonces de oliva–pobres pero honrados– y rápidos a sentarse en el orinal hasta que terminaba el redoblar de las bolas en su fondo y un melifluo tufillo aromatizaba el ambiente. El proceso, se solía realizar dejando al «apestado» –mejor dicho, «apestador»– solo en la terraza o en el patio. Tampoco era para tanto.

Calcio en polvo.

 

 

Para facilitar la digestión en caso de comidas fuertes y copiosas, e intentando, al tiempo, recobrar los ancestros moriscos del regüeldo agradecido, es decir, como eupéptico y rito social, nada mejor que una gaseosa El Vesubio con sus dos papelillos, blanco y azul. De verdad que, además de una efusiva muestra de agradecimiento a la cocinera y del buen recuerdo a nuestros antepasados, se facilitaba al estómago su arduo trabajo.

La Aspirina desde siempre.
La Aspirina desde siempre.

 

 

En el terreno de los reconstituyentes se encontraba el otro aceite que nos desesperaba: el aceite de hígado de bacalao. Recién salidos de nuestra Guerra Civil, más bien escuálidos, cortos de talla y, muchos, presa del escorbuto –mira que suena mal esta palabra que, además, en un descuido, te dejaba sin dientes–el remedio heroico era el aceite de hígado de bacalao. Importado, junto a la gimnasia sueca, directamente de los países nórdicos donde todos eran sanos, fuertes, altos y rubios, nuestras madres se aplicaron a obtener con sus hijos el mismo producto, pero en moreno. El inconveniente no sólo era lo nauseabundo de su ingestión previa a la comida, sino su persistencia a través de alguna regurgitación que nos amargaba la tarde y la perspectiva de que, al día siguiente, se repetiría la función. Luego ya vinieron refinamientos en forma de las «quinas», que abrían el apetito. Eran como los aperitivos de los mayores. La Ferroquina, por ejemplo,era el equivalente al Martini. Algunas llevaban exceso de etílico, lo que también alegraba a los tomadores.

El tradicional analgésico Optalidón.

 

 

De un reconstituyente especial guardo el más grato recuerdo, aunque procedía de algún consejo de vecina, supongo. Consistía en tomar una yema batida con café y edulcorada al gusto durante los nueve días que precedían a un examen. Mi madre interrumpía el primer periodo de estudio del día introduciendo en mi habitación dicha delicia que me reconfortaba hasta la hora del desayuno. Y tengo que declarar que fue un remedio infalible, la época en que mejores éxitos tuve en el estudio. Posteriormente, durante la carrera –más difícil, ni que decir tiene– ninguna patrona tuvo tal detalle, por lo que obtener buenos resultados me costó arduos esfuerzos. Es que ya se sabe: ¡Madre no hay más que una!

Bombones para inhalar.

 

 

Existía también un amplio capítulo, que tampoco ofendía nuestra integridad. No es que nos resultara del todo agradable, pero era, eso sí, del mal el menos. Se trataba de la «tacica de hierbas». La herboristería todavía no ostentaba el pomposo nombre actual de Parafarmacia pero sí tenía mucho, y creo que merecido, prestigio. Apenas había, ni hay, enfermedad que no se beneficie de ella. Romero, anís, tomillo,manzanilla, cantueso, rabogato, malvavisco,salvia, eucalipto, y un largo etc. hicieron las delicias de nuestros mayores y un poco la puñeta, aunque menos que el ricino, a la gente menuda. A las hierbas se añadieron más tarde las infusiones de las«flores de Bach» que, bueno, dicen los franceses, chauvinistas ellos, que son el no va más de las tacitas. Los ingleses, más pragmáticos, casi por real orden, se obligaron a tomar a las cinco de la tarde el «Té»,para ayudar económicamente a sus colonias. En sus manos, el tomillo, la manzanilla, el cantueso y demás, y si hubieran procedido de Ceylan, China o la India, pongo por caso, hubieran sido el no va más de las five o’clock, especialmente acompañadas de un lingotazo de Xerry.

Cigarrillos para la tos (!).

 

 

No todo era negativo en los remedios al uso, habían algunos que eran incluso agradables. Era lógico que fueran los preferidos por los niños. Uno de ellos era un laxante, sustitutivo del odiado ricino, que se llamaba Laxen-Busto y se presentaba en forma de pastillas envueltas, una a una, en papel de plata y ¡con gusto a chocolate, de verdad! Sin embargo, ello conllevaba el riesgo de tomar a hurtadillas más de la dosis debida y tener, mas tarde, escurribles entre las piernas. Por el contrario, acabado el medicamento, nos quedaban entre las manos unas preciosas cajitas de hojalata que las mamás dedicaban a guardar agujas y botones, las nenas los cromos y los chicos estampitas coleccionables dela casa Nestlé.

Otro reverenciado remedio era, sin duda, la homeopatía, unas minúsculas bolitas envueltas con primor en papelillos blancos por doña Margarita. No nos dolían prendas subir la pina escalera de su casa, en la cercanía de la plaza de Sagasta, para verla confeccionar los papelillos con los minúsculos granitos, tan maravillosos y tan fáciles de tomar. El único reparo era ver que se trataba de unos anisicos ¡muy pequeños!

Y, por último, dentro de la traumatología, la cura de los chichones consistía en aplicar con un fuerte pañuelo una perra gorda, moneda de 10 céntimos de peseta, sobre el montículo ocasionado por el golpe, la cual moneda quedaba en propiedad del sufridor. Se trataba, pues, de un remedio remunerador, aunque nadie andaba dándose coscorrones para poder ir al cine. Los chicos éramos honrados, no crean.

Sintiéndolo mucho no puedo pormenorizar sobre algunos otros ejemplos: uso del agua de La Melva para las afecciones de la piel; las pepitas de calabaza para la expulsión de la solitaria intestinal; el azufre para la sarna; la horchata de arroz… la extensión de un artículo lo impide. Tampoco pretendo ser exhaustivo, los años van limpiando los rincones entre las neuronas y poco más se encuentra. A buen seguro, algún paisano tendrá, sin duda, en su recuerdo otros remedios caseros.

Por último, creo que queda claro que estas no son unas páginas nostálgicas, preferiría que se consideraran más bien históricas que permitan apreciar como, en el corto espacio de 60 a 70 años, el espíritu investigador del hombre y la mujer (como se estila decir ahora) ha puesto a su alcance notables descubrimientos (antibióticos, analgésicos, antiinflamatorios, hormonas…) y relevantes técnicas quirúrgicas, trasplantes, reformas corporales, etc. Siempre, como dijo Hipócrates, intentando aplacar el dolor y proporcionar una muerte digna. Hombre, si resucitaran muchos de los que murieron en aquellos tiempos a pesar de los remedios caseros, se quedarían helados. Bueno, eso también se intenta ahora, dejarte helado hasta el último pelo, en hibernación, y despertarte dentro de un siglo o dos.

Total ¿para qué?, para quedarte otra vez helado.

5 thoughts on “Remedios caseros”

  1. Lo descubrí hace pocos días y me quedé muerta de lo que estaba buscando hace tiempo. Pues quería saber noticias dl Dr. Radiólogo Don Ramón Candelas Orgilés.Me encanta todo lo que escribe.

  2. QUE alegría de encontrar los escritos del Dr. me gusta todo lo que tiene escrito. Conozco al Dr. desde cuando estudiaba en Madrid su carrera de Medicina. Y lo que escribe en Remedios caseros, que su madre le daba la yema con café a mí también me lo subía a la habitación, tengo muy buenos recuerdos,de toda su familia, pero no conozco a sus hijos y nietos que sé que tiene. Muchos saludos a todos. Mª C. Ortiz.

  3. Me ha gustado mucho leer estos artículos y más de la mano de un señor con tanta experiencia y conocimiento. Lo del chocolate ya tenía conocimiento pues parece ser que muchos de los medicamentos, naturales o no, adolecen de ser amargos por lo que se solía acompañar de dulce, aunque el cacao es amargo. En fín,
    !A ver cuando disfrutamos con una nueva entrega¡

    1. Ah, se me olvidaba que de los «anisicos» no se ha muerto nadie, creo que la homeopatía es, al menos, igual de respetable que la homeopatía, y es incapaz de hacer mal,

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