En el mundo cuquillero es siempre muy comentada la gran importancia que tiene el primer disparo que realizamos a un pájaro en su bautismo de fuego. Y sobre todo, las consecuencias que pueden derivarse de la postura que adopte finalmente el campero abatido, tras quedarse inerte, a la vista de nuestro reclamo.
Cuando se produce un enfrentamiento entre dos perdices que se encuentran en cautividad, el perdedor suele agacharse, o esconderse si existe en su habitáculo algún lugar donde hacerlo, trasladando con esta actitud al ganador de la contienda su sumisión y su derrota. Es, entonces, cuando suelen cesar las muestras agresivas que han empleado ya que la imagen que proyecta, que no es otra que la inmovilidad del vencido, es más que suficiente para poner el punto y final a la lucha que han protagonizado.
En el campo, lógicamente, la perdiz derrotada huye a peón, tratando de abandonar cuanto antes el escenario donde se ha desarrollado la pelea. En otras ocasiones, lo hace volando, mientras va emitiendo los característicos sonidos de agallinamiento, evitando así las nuevas acometidas del macho más aguerrido y poderoso.
Este hecho se produce tras haber mantenido una larga batalla en la que se reparten mutuamente multitud de picotazos, infinidad de muestras intimidatorias se suceden, propinándose varios agarrones, plumas que vuelan por el aire mientras dura la refriega, alguna que otra carrera para darse una pequeña tregua… y vuelta a las andadas… hasta que uno de los valientes garbones considera que el severo castigo corporal que está recibiendo sobrepasa ya su aguante, declinando de esta forma a seguir con el combate.
Trasladando estos comportamientos belicosos al mundo del reclamo viene a señalarnos que el director de orquesta, que es el reclamo, que se encuentra dirigiendo la obra desde su atalaya, asocia siempre su victoria- después del disparo- con la inmovilidad que muestra la perdiz a la que contempla desde el pulpitillo, bocabajo, agachada en el suelo, acatando sus órdenes y rindiendo honores al vencedor.
Por ello, es tan importante que la primera campestre que le tiremos a nuestro pájaro quede inerte ante su presencia, sin mover ni una pluma…y, si es posible, en la postura antes señalada. Los perdigones que se encuentran en la fase de maduración y aprendizaje, precisamente aquellos a los que es preciso desarrollar sus cualidades como futuros tenores y maestros de seducción, en ocasiones muestran su malestar- con ligeros golpes de saseo- después del tiro, si la campera abatida muestra la pechuga y las patas además se dirigen hacia él, posiblemente por la posición tan antinatural que ofrece tras la contienda.
Otras veces, la patirroja malherida comenzará con botes intentando huir de la plaza en su último aliento de vida. Situación anómala que seguramente provocará el aplastamiento de nuestro neófito, o bien mostrará un nerviosismo desesperante que desembocará en una briega desmedida por querer salir cuanto antes del reducido espacio en el que se encuentra.
Por el contrario, es preciso señalar que el reclamo maestro, zalamero y ya consagrado, no le importa en absoluto la posición que adopte «el vencido»… y así, de esta forma, realiza un entierro de campanillas, dejándonos dentro del puesto tal regusto, que en ocasiones hasta nuestros inquietos oídos nos muestran su clara intención de salirse por la tronera, para oír con mayor sonoridad los casi inaudibles y maravillosos cantos de victoria que emite nuestro campeón, al sentirse, una vez más, ganador de un nuevo envite…
Es más, algunos pájaros veteranos aparentan mostrar cierto grado de entusiasmo y supuesta alegría cuando la campestre moribunda realiza saltos en las agonías de la muerte. Posiblemente, asocian este inusual comportamiento con la invitación que sigue haciendo su congénere para prolongar el enfrentamiento que mantienen.
Si la postura de la perdiz abatida tiene su importancia, también juega un papel muy destacado el lugar donde yace muerta. De nada nos vale ejecutar la suerte máxima siguiendo todas las normas obligatorias, si nuestro perdigón no puede visualizar después el cuerpo del campero desde su púlpito. En este sentido, la costumbre de tirar debajo del repostero, sabiendo que el efecto del disparo posteriormente lo arrastrará bajo el mismo, no acarreará ningún efecto positivo al enjaulado al no permitirle contemplar a su contendiente.
Excepcionalmente, algunos perdigones muy curtidos en multitud de lances cuquilleros, cuando viven de nuevo esta experiencia realizan airosas bulanas y se suceden interminables rondones, mostrando el pico entreabierto…emitiendo suaves regaños… mientras escudriñan el suelo de la jaula, tratando de encontrar por el mismo un pequeño resquicio por el que puedan visualizar a su oponente campero.
Pasado cierto tiempo, abandonan la excitación temporal que los ha dominado, acabando por sosegarse y culminando con el correspondiente duelo a la perdiz abatida. En estos casos, no muestran el menor síntoma de sobresalto, ni tampoco observamos señales de temor. Este hecho no puede significar que sean candidatos a la adquisición de un posible resabio, simplemente no acusan de forma negativa la extraña escena que han contemplado desde su altura.
El mundo del reclamo y todo aquello que lo circunda es muchas veces imprevisible, con sorpresas inesperadas debido al resultado final que acontece. Otras situaciones, en cambio, nos sorprenden gratamente por la carga emocional que encierran, derivadas de acontecimientos muy novedosos que no esperábamos que se produjeran.
Manuel Romero Perea es autor de los libros «La caza de la perdiz con reclamo. Arte, Tradición, Embrujo y Pasión» y «El reclamo de la perdiz, raíces de una caza milenaria»