Tras la aparición de la agricultura con los primeros cultivos de trigo y cebada este sistema se extendió globalmente permitiendo el cultivo de especies de interés para la alimentación, confección de prendas, objetos y otros útiles.
Los agricultores han ido seleccionando manualmente aquellas especies de interés en función de la variedad del tamaño, textura y sabores que brinda la planta en cuestión. Poco a poco se ha conseguido obtener, de forma “natural”, frutos de mayor tamaño o mejor sabor.
Con la aparición de la ingeniería genética esta selección se ha acentuado al modificar el genoma de las especies para resistir frente a enfermedades y depredadores. Por otro lado la calidad del producto de interés se ha podido mejorar notablemente. La otra cara de la moneda es la pérdida de biodiversidad que se produce, y el desplazamiento que sufren las especies naturales frente a las modificadas debido a la competencia y la presión que se produce.
Así, un ejemplo de este método es el de el maíz transgénico. Esta planta lleva en su interior un gen de Agrobacterium tumefaciens, una bacteria, que produce una toxina insecticida. Esta toxina protege la planta de la depredación de los insectos. Monsanto, la mayor empresa de comercialización de estas plantas transgénicas, ha obtenido grandes beneficios con esta técnica.
La gracia para el resto de agricultores que siguen la agricultura tradicional es que el polen no tiene barreras, y puede que este gen que confiere protección llegue a plantas de estos agricultores, con lo que las semillas que se generen serán portadoras de este gen. Pero, como este gen parece tener “copyright”, el agricultor es multado si se descubre que sus plantas llevan este gen sin haber pagado por ello. Algo así como las multas que propina la SGAE; parecería que tendríamos “plantas piratas”.
Otro aspecto de gran importancia es que el agricultor tiene que comprar las semillas todos los años a la empresa en cuestión. Esto se debe a que las semillas producidas por estas plantas no tienen la misma calidad que las iniciales ya que no son iguales genéticamente, con lo que el agricultor obtiene plantas de mucha menos calidad.
El problema que se le presentó a estas grandes empresas fue cuando vieron que en Sudamérica los agricultores no pierden la paciencia y no tienen prisa en comprar las semillas todos los años. Estos agricultores compraban las semillas transgénicas y obtenían unas semillas de mucha menos calidad, pero finalmente conseguían plantas de alta calidad tras muchos cruces, las cuales les servían para obtener semillas de alta calidad que poder usar año tras año.
Obviamente, esto no resulta rentable para las empresas, por lo que se creó la llamada “Tecnología Terminator”, la cual se aseguraba que esto no fuera posible. El mecanismo era la introducción de otro gen en la planta que indujera el “suicidio” de los embriones de la segunda generación de plantas, con lo que se volvían a asegurar que el agricultor comprase las semillas concienzudamente todos los años a la empresa.
Claro está, no podían decir que la causa fuera esta. Alegaron que la causa era que así se evitaba la contaminación génica a otros cultivos, aunque de esta forma también se perjudicarían porque las multas expedidas a los agricultores disminuirían.
Afortunadamente, esta técnica fue prohibida y actualmente no parece utilizarse. Aunque siempre queda la duda.