“Políticas Verdes: propuestas ecologistas para la ciudad del s. XXI”. Bajo este título el asesor de Primavera Europea y portavoz de Equo en el Parlamento Europeo, Florent Marcellesi, ofrecerá una charla el próximo viernes a partir de las 19:30h. en la sede de Compromís Elda, (C/ Juan Carlos I, 99, Elda). Asimismo, Marcellesi expondrá su labor en el Parlamento Europeo junto al eurodiputado Jordi Sebastià (Compromís) dentro del Grupo Parlamentario de Los Verdes / Alianza Libre Europea.
Florent Marcellesi (Angers, Francia, 1979), es un activista ecologista e investigador que reside desde el año 2004 en España. Teórico de la ecología política y cercano a los movimientos antirglobalización, Marcellesi ha conjugado sus trabajos de investigación con una intensa actividad en el movimiento verde vasco, español, francés y europeo.
Además de una formación como ingeniero de Caminos, Canales y Puertos (Lyón, Francia) y urbanista (Instituto de Ciencias Políticas de París), es también especialista en cooperación internacional (UPV-EHU, Bilbao) y es autor de numerosos libros y artículos sobre ecología política, el medio ambiente, cooperación al desarrollo, Europa u otras cuestiones internacionales.
Marcellesi resultó vencedor de las elecciones primarias que Equo llevó a cabo en marzo de 2014 y sustituirá a Sebastià como eurodiputado en octubre de 2016 en virtud de la rotación prevista en el pacto electoral de la coalición Primavera Europea.
Os dejamos ahora con un artículo, extraído del blog del autor, donde precisa algunas de las ideas que expondrá en su charla.
«La ecología política: una ideología global y transformadora (I)»
Publicado en la revista Cuides, nº9, octubre 2012 (*). Este es el cuarto artículo de ocho en la serie “¿Qué es la ecología política? Una vía para la esperanza en el siglo XXI”.
Ante la crisis ecológica generalizada, sinónima de crisis de modelo y de civilización y que hace peligrar la supervivencia civilizada de la humanidad, la ecología política se marca como objetivo convertirse, tanto en la teoría como en la práctica, en una alternativa a la sociedad industrial, es decir, en un pensamiento crítico, global y transformador. Con la caída del muro de Berlín en 1989, quedó patente —si hacía falta después de Chernóbil y demás escándalos en el bloque soviético— la incapacidad del socialismo realmente existente de proveer democracia, justicia social y sostenibilidad ecológica. Por otro lado, las miradas se concentran en el sistema socioeconómico hegemónico actual, el liberal-productivismo, que, a pesar de su victoria geopolítica, se muestra incapaz de resolver el incremento de las destrucciones medioambientales y las desigualdades sociales. Peor aún: las políticas de corte neoliberal aplicadas a partir de principios de los años ochenta agudizan las crisis ecológicas y sociales y hacen del capitalismo verde un nuevo espejismo. Frente a los dos sistemas dominantes y antagónicos de los últimos siglos y ambos motor de la sociedad industrial, se afirma una tercera vía ecologista basada en el rechazo al productivismo fuera de la dicotomía capitalista-socialista, es decir, una nueva ideología diferenciada y no subordinada a ninguno de los dos bloques, con un objetivo claro: cambiar profundamente la sociedad hacia la justicia social y ambiental, para hoy y mañana, en el Norte y en el Sur, y de forma solidaria con el resto de seres vivos de la Tierra.
1. La ecología política como antiproductivismo
A través de sus críticas al crecimiento, al «economicismo» y a la tecnocracia, los ecologistas van poco a poco asentando las bases de su «descripción analítica de la sociedad» (Dobson, 1997: 23) e hilando su teoría política en contra de un sistema que ha adquirido su lógica propia: el productivismo. Podemos definir el productivismo como un sistema evolutivo y coherente que nace de la interpenetración de tres lógicas principales: la búsqueda prioritaria del crecimiento, la eficacia económica y la racionalidad instrumental que tienen efectos múltiples sobre las estructuras sociales y las vidas cotidianas (Degans, 1984: 17).
En este marco, la búsqueda prioritaria del crecimiento como pilar de los sistemas productivistas es una de las dianas constantes de la ecología política. Ésta se opone al postulado que convierte el crecimiento —caracterizado por un aumento del volumen de la producción y consumo en un periodo dado— en el motor del bienestar y en un objetivo intrínsicamente bueno:
“En el pasado la producción se consideró un beneficio en sí misma. Pero la producción también acarrea costes que sólo recientemente se han hecho visibles. La producción necesariamente merma nuestras reservas finitas de materias primas y energía, mientras que satura la capacidad igualmente limitada de los ecosistemas con los desperdicios que resultan de sus procesos. […] La producción presente sigue creciendo en perjuicio de la producción futura, y en perjuicio de un medio ambiente frágil y cada vez más amenazado. (Georgescu-Roegen, Boulding y Daly, en Riechmann, 1995: 11)”
Al igual que estos autores, podemos recordar que la tozuda realidad hace «que nuestro sistema sea finito» (ibídem). Como planteaba en 1972 el primer informe del Club de Roma, nos arriesgamos a un colapso del sistema mundial debido a los «límites del crecimiento». Dicho de otra manera, el culto de la abundancia no es compatible con la finitud de la «nave Tierra». A pesar de que las corrientes ortodoxas clásicas y neoclásicas consideran el «crecimiento cero» como una herejía contra el progreso, la Tierra tiene unos límites que le impiden soportar un desarrollo económico que destruya la biodiversidad, provoque el cambio climático, agote los recursos naturales, etc., por encima del umbral crítico de regeneración y capacidad de carga del planeta.(1) Por lo tanto, el productivismo se construye como una paradoja entre un crecimiento económico infinito y un planeta finito donde los recursos y las capacidades son por definición limitados.(2) La destrucción de la Tierra y de las bases de la vida se deben entender por tanto como consecuencias de un modelo de producción que exige la sobreacumulación, la maximización de la rentabilidad a corto plazo y la utilización de una técnica que viola los equilibrios ecológicos (Gorz, 1982).
Por otro lado, la lógica de crecimiento extensiva y acumulativa está ligada a la búsqueda prioritaria de la eficiencia económica. Esta lógica busca ante todo la previsión, la mecanización, la racionalización, lo que llama a más división técnica del trabajo, más concentraciones, más jerarquía en el saber y el poder, más institucionalización de todos los aspectos de la vida. Así, si en el sistema productivista «todo se convierte en objeto de competición, de consumo, de institucionalización […], es porque reducimos los seres y las cosas a funciones asignadas, a instrumentos vinculados a un fin concreto» (Degans, 1984: 17). Sin embargo, a juicio de Iván Illich, esta búsqueda de la «racionalidad instrumental» conlleva la transformación de la herramienta en un aparato esclavizante, alienante y contraproducente: al traspasar un umbral, la herramienta pasa de ser servidor a déspota, y las grandes instituciones de nuestras sociedades industriales se convierten en el obstáculo de su propio funcionamiento. Más aún: para el teórico ecologista, la función de estas instituciones es legitimar el control de los seres humanos, su esclavización a los imperativos de la diferencia entre una masa siempre creciente de pobres y una elite cada vez más rica. Ni la enseñanza ni la medicina ni la producción industrial están dadas ya a escala de la «convivencialidad humana» (Villalba, 2007). Es lo que Jacques Ellul, precursor del antiproductivismo, ya plasmaba a través del «système technicien», es decir, la técnica convertida en sistema como especificidad dominante de nuestras sociedades y la principal clave de interpretación de la modernidad: «El ser humano que hoy se sirve de la técnica es de hecho el que la sirve» (Ellul, 1977: 360). Para Gorz, esta crítica de la técnica, fundamento de la ecología política y símbolo de la dominación de los hombres y de la naturaleza, pasa a ser «una dimensión esencial de la ética de la liberación» (2006).
Por otro lado, como lo hemos visto en el apartado anterior y a pesar de contar con fuertes mejoras tecnológicas por unidad producida, el sistema productivista provoca una presión cada vez más elevada sobre los ecosistemas al aumentar el volumen global de recursos naturales requeridos para producción y consumo. Según Latouche, es el “efecto rebote” y se puede definir de la manera siguiente: «las disminuciones del impacto y contaminación por unidad se encuentran sistemáticamente anuladas por la multiplicación del número de unidades vendidas y consumidas». (2008, p. 46). Además, el aumento general de la brecha entre personas pobres y ricas, tanto en los países enriquecidos como empobrecidos, muestra que el crecimiento económico ya no es una condición suficiente para reducir las desigualdades y reforzar la cohesión social. Al revés, las sociedades del crecimiento se ven confrontadas a un problema estructural muy profundo, que Jacskon denomina «el dilema del crecimiento» (2011). Por un lado, la carrera al crecimiento —que alimenta el consumo de masas, la destrucción de los ecosistemas, un modo de vida por encima de la capacidad de carga del Planeta, etc.— no es ecológicamente sostenible. Mientras tanto, el decrecimiento económico es inestable —por lo menos en las condiciones actuales— ya que un crecimiento no suficientemente sostenido en una economía cuyo núcleo vital es el crecimiento se llama recesión y termina creando desempleo, pobreza, desigualdad, desconfianza, deuda privada y pública, recesión. Sin embargo, esta fe en el crecimiento como equivalente al bienestar se materializa en la valorización actual de la «riqueza de la nación» a través del producto interior bruto (PIB). El PIB es una herramienta parcial que calcula ante todo el crecimiento cuantitativo de la producción sin que importen las condiciones ecológicas y sociales de dicha producción, el agotamiento de los recursos naturales, el valor del trabajo doméstico o del voluntariado y, en general, del conjunto de las demás riquezas sociales y ecológicas (Marcellesi, 2012). Desde la perspectiva del ecologismo se afirma por tanto la necesidad de una modificación de «las herramientas que los economistas empleaban para medir el éxito y el bienestar económico de una nación» (Carpintero, 1999: 158) y la imprescindible renovación teórica de los conceptos de riqueza, pobreza y valor del siglo xix.(3)
Por último, como lo resume Illich, «la organización de la economía entera hacia la consecución del mejor-estar es el mayor obstáculo al bienestar» (2006). El productivismo como sobrevalorización de la acumulación y la idea de que un aumento de los bienes materiales aumenta la felicidad representa por tanto para los ecologistas una concepción del ser humano peligrosa para su propia supervivencia. En un mundo ecologista, un subsistema no puede regular un sistema que lo engloba (véase la escuela de la bioeconomía: Georgescu-Roegen en los Estados Unidos, José Manuel Naredo y Joan Martínez Alier en España (1991) o René Passet en Francia). Dicho de otra manera, la regulación del sistema vivo no se puede realizar a partir de un nivel de organización inferior como es la economía, que actúa con sus propias finalidades. La economía es parte integrante de la sociedad, ella misma parte de la biosfera. Por lo tanto, el mercado —que no es más que una parte de la economía— no puede imponer su modo de funcionamiento al resto de los niveles. Sólo una organización controlada por finalidades globales tiene legitimidad en un sistema ecologista.
(*) Se basa en una adaptación y actualización de la publicación Marcellesi, F. (2008):Ecología política: génesis, teoría y praxis de la ideología verde, Bilbao, Bakeaz (Cuadernos Bakeaz, 85).
(1) La capacidad de carga es el nivel de presión provocada por una especie que un medio ambiente puede soportar determinado sin sufrir un impacto negativo significativo o irreversible. Según la fórmula de Ehrlich, el impacto sobre el medio ambiente depende de tres factores principales: la población, la acumulación de riquezas y la tecnología.
(2) Incluso el Informe Brundtland sigue apostando por «una nueva era de crecimiento, un crecimiento vigoroso», y no fija ninguna prioridad entre lo económico, lo social y lo medioambiental, lo que lo ha convertido en una presa fácil para las fuerzas políticas y mercantiles dominantes (de «desarrollo sostenible» hemos pasado a un «crecimiento sostenible» y un sinfín de oxímoron).
(3) Véase por ejemplo José Manuel Naredo, Las raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dogmas, Madrid, Siglo XXI de España, 2007.