Fran y Soraya llevaban poco tiempo. No estaban saliendo, no eran amigos, simplemente estaban enrollados. Ella, que solía portar aros grandes de oro, coleta alta y raya negra de ojos a lo Cleopatra, se había doctorado hacía tiempo en descaro y vicio; lo llevaba pintado en la cara. Llamaba la atención de los chicos y sabía manejar a la perfección sus armas, sabía qué resortes tocar. Aunque era dos años menor que él (21), le daba mil vueltas. No pegaban, los amigos de Fran lo sabían. Él, guapo, con clase y el cuerpo moldeado, tenía cara de niño bueno, lo era. Eso sí, le gustaba demasiado gustarse. Moreno, su pelo corto, despeinado al milímetro, era intocable. Para su gusto, le faltaba algo de altura, pero lo sabía suplir con su encanto.
Quedaron el sábado en una discoteca de Elche, de donde era ella. Fue una temporada en la que los amigos de Fran solían salir de fiesta fuera de Alicante, sobre todo a Elche y Benidorm. En la puerta del local, Fran llamó a Soraya para saber dónde estaba. Tardó varios tonos en coger el móvil. Cuando lo hizo, con voz cálida la chica le contestó que le quedaba una media hora para llegar, que estaba de botellón y le dijo algo más, pero el ruido no le dejaba oír bien. ‘Vamos dentro, ahora vendrá’, dijo a los colegas, y fueron directos a la barra.
Al cabo de una hora y cuarto le vibró el móvil a Fran y a los pocos minutos Soraya le saludaba con un lametón. Le ofreció excusas por haberse retrasado, pero el chico no la escuchaba, sólo podía mirar la minifalda y el top brillante que llevaba y que enseñaban más que tapaban. Saludó a sus amigas y ella hizo lo propio antes de ir a pedir una cerveza.
Al volver, se diferenciaban los dos grupos. Fran no le quitaba ojo. Y ella comenzó a jugar con el botellín, acariciándolo con la mano abierta y paseando la lengua y los labios por el cuello de la botella. Él se estaba poniendo malísimo. Se acercó a ella, rozando su boca, y le susurró si quería provocarle. ‘Si quisiera, lo que haría sería esto’, dijo ella mientras le agarraba el culo y apretaba junto a él sus pezones de diamante por debajo del top sin sujetador. A él se le empezó a poner tiesa. Se miraron y ella ladeó el cuello y bajó la mirada en una señal inequívoca. Anduvieron, casi corrieron, hacia los aseos.
No había ningún portero en la puerta, como otras noches había visto ella. Esperaron a que se desocupara uno de los lavabos. ‘No lo he hecho nunca en un baño’, confesó Fran. ‘Y no lo vas a olvidar’, contestó ella. Se morrearon. Ella le mordisqueó el lóbulo de la oreja. Una puerta se abrió, se abalanzaron hacia su interior. La lujuria les embriagó. Ya dentro, Fran se apoyó en la pared del fondo y de un tirón le bajó el top. Sus tetas, pequeñas pero bien puestas, quedaron casi por completo al descubierto y él las besó y mordió. Las manos de ella habían ido directamente a la bragueta de Fran y notó su pene duro. Le bajó los pantalones y los calzoncillos. Empezó a acariciársela fuerte y rápidamente. Se agachó y se la comió, la chupó hasta los huevos una y otra vez. Los gemidos y resoplidos salían de la boca del chico más y más agudos. Estaba a punto. Le susurro, con respiración entrecortada, que parara. La puso de espaldas a él y le subió la minifalda. ‘Sí, metémela hasta el fondo’, gritó ella. Se la metió y comenzaron a follar. Más gemidos. Y unos golpes en la puerta. ‘¡Salid de ahí, venga!’, gritó el segurata.
Fran no reaccionó inmediatamente, estaba abstraído por el placer. Cuando se dio cuenta de lo que pasaba frenó y le dijo a ella que tenían que salir. ‘¡Y una mierda!¡Yo no me voy de aquí hasta que no acabemos!’, sentenció la joven. ‘Sigue, sigue’, ordenó. Y él obedeció. Siguieron follando.
Pese a lo embarazoso de la situación lograron concentrarse en lo suyo y los gemidos se confundieron con los gritos y porrazos del guardia de la discoteca. Pudieron llegar al orgasmo. Sólo entonces volvieron a pensar en lo que pasaba al otro lado de la puerta del aseo. Les entró el pánico escénico, sobre todo a él. Se pusieron la ropa en su sitio. Ella corrió el cerrojo y salió la primera. Había un corrillo de chicos en la entrada que les miraban entre asombrados y jocosos. Hasta se oyó algún aplauso. El portero, que tenía la típica pinta de portero y por eso era portero, se acercó todo lo que pudo a Fran para intimidarles. ‘¡Ya os estáis largando, y no quiero volver a veros por aquí!’, les espetó, indicándoles con su dedo índice la salida. Y las venas hinchadas de su cara indicaban que no estaba de broma. No opusieron resistencia y abandonaron la discoteca con la cabeza agachada.
Ya fuera, a Fran le dio por reírse de los nervios. La cosa había sido vergonzosa, pero tenía su punto cachondo, y era una de esas historias que podría contar dentro de unos años a sus nietos, y antes a sus amigos, con una sonrisa en la boca. Y, además, que le ‘quiten lo bailao’. Cayó en que estos no se habían enterado de nada y no sabían dónde estaban. Los llamó a cada uno, pero ninguno contestó; tampoco era extraño que no oyeran el teléfono dentro del local. Era relativamente pronto todavía y tardarían en salir. Soraya no tenía ganas de irse a casa a dormir, a ella todo esto la había excitado; seguía teniendo ganas de sexo, y se insinuó. Al principio él se resistió, pero no tardó mucho en sucumbir, y entre dos coches echaron otro polvo.