Desastroso. Es la palabra que resume del crucero que realicé la semana pasada junto a mis padres en el que desde el principio hasta el final los contratiempos -y la mala organización y deficiente servicio de la compañía, Costa Cruceros– se sucedieron. Y ésta es la crónica de cómo se aguaron unas esperadas y planeadas vacaciones, y sin que cayera ni una sola gota de lluvia.
Nuestra pequeña odisea comenzó el domingo 8 de agosto a mediodía al aterrizar el avión en Venecia, desde donde zarpaba el barco, el Costa Serena. El viaje incluía el vuelo desde Barcelona a la ciudad italiana, un charter organizado por la propia naviera con la aerolínea Vueling. Pensamos que al tomar un avión subcontratado por Costa estábamos más a salvo de eventualidades, una forma de cubrirnos las espaldas. Pero resultó que nuestras espaldas se quedaron desnudas porque de las tres maletas que llevábamos, sólo apareció una, la de las bolsas de aseo y accesorios, mientras que las de la ropa -toda la prevista para la semana de crucero- se quedaron en España. No fuimos los únicos, a unas cincuenta personas más también les perdieron las maletas. Entre ellos, una pareja con una niña de menos de dos años, que se quedaron sin pañales, comida y demás enseres necesarios para su hija. Ya se sabe: mal de muchos, consuelo de tontos. Y tanto, porque hasta 90.000 son las maletas que se pierden a diario en todo el mundo. Según los datos de la Comisión Europea de Transportes de verano de 2009, de ese total de bultos extraviados, cerca de 10.000 lo hacen en Europa. El caso es que no nos explicaron muy bien por qué se había quedado en tierra parte del equipaje, aunque al fin y al cabo la causa ahora era lo de menos, lo que importaba era la solución. Tras rellenar un Parte de Irregularidad de Equipaje (PIR) para informar de lo sucedido, nos indicaron que, puesto que el vuelo dependía de Costa, nos enviarían las maletas el lunes a Bari, la siguiente escala, directamente al camarote o, en su defecto, a recepción del barco. Si hubiéramos tomado otro vuelo, hubiéramos debido ir al aeropuerto a por ellas. Al menos, dentro de lo malo un día sin ropa tampoco era demasiado, nuestro ánimo de disfrutar era más fuerte que esta contrariedad y confiamos en que pronto se solventaría. Claro que no sabíamos que la estadística de la Comisión continuaba, y era poco halagüeña: uno de cada 3.000 pasajeros nunca llega a recuperar su maleta y las aerolíneas no restituyen el 15% de las extraviadas en un plazo de 48 horas.
Continuamos, de la terminal nos trasladaron en un autocar de la compañía hasta el puerto para embarcar. Allí nos encontramos con una cola de más de hora y media para poder subir a la nave. Tiempo que no pudimos aprovechar, ya que si bien era “largo” para esperar, resultaba “corto” para visitar el centro de la ciudad, se tardaba unos 45 minutos en ir y otros tantos en volver -¡sólo nos quedaba perder el barco!-. Ya a bordo, nos dimos cuenta de las dimensiones del buque, con más de 300 metros de largo, era inmenso, y no le faltaba detalle en la adecuación y decoración de los locales: bares, casino, cafetería, cubiertas… Eso sí, el camarote no guardaba las mismas proporciones, nos pareció pequeño. Y también nos dimos cuenta de lo que iba a representar que la ocupación del Costa Serena estuviera al 100%: colas y mal servicio. Con cerca de 3.500 pasajeros y unos 1.100 tripulantes, fuimos descubriendo que la saturación en las distintas actividades estaba asegurada; cosa que, lógicamente, si el barco estaba lleno habíamos intuido, pero no de manera tan flagrante. No esperábamos que fuera como ‘Vacaciones en el mar’, pero si conservábamos algo de esa idea romántica para nuestro crucero se encargaron de echarla por tierra.
Faltaba personal y la atención dejaba que desear. Y, claro, el primer momento en que tuvimos la oportunidad de comprobarlo fue al hacer la reclamación en la Oficina de Atención al Cliente, donde nos “agolpamos” los cincuenta afectados del vuelo de Barcelona, más otros pasajeros con problemas. -Por cierto, que para demostrar cómo transcurrió el viaje, durante la semana que duró, el mostrador de atención al cliente estuvo permanente ocupado con gente para dar quejas. Y eso es señal de que algo no funciona bien-. Lo único que conseguimos “sacar” de nuestra reclamación fue la entrega de un kit de aseo o pernocta (que en estos casos es obligación de las compañías ofrecerlo a los pasajeros no residentes en la escala) y el servicio de lavandería gratis mientras no recibiéramos las maletas. Costa Cruceros no se hacía responsable de la pérdida, “escurría el bulto” a la aerolínea, Vueling, que, si bien fue la culpable directa del incidente, estaba subcontratada por ellos. Y todavía mi familia tuvo suerte, ya que al haber hecho noche en Barcelona -salimos el sábado 7 desde Alicante- mi madre tuvo la genial idea de guardar la ropa sucia en una bolsa aparte en el equipaje de mano. Y con eso ganamos un “recambio” de quita y pon con la lavandería.
Pasado el disgusto y aceptando la situación, decidimos seguir con buena cara la travesía y fuimos a reservar las excursiones para las distintas paradas que hacía el crucero: Bari, Katakolon-Olimpia, Esmirna-Éfeso, Estambul y Dubrovnik. Nueva cola, de menos tiempo, eso sí. De las opciones que había, elegimos las que nos parecieron más interesantes, y no siempre las más completas, y caras. Pagamos por las cinco salidas más de 300 euros cada uno, en total 921 euros los tres. Vale, podíamos salir del barco y visitar estos enclaves por nuestra cuenta y riesgo, pero a mis padres les gustan los viajes organizados, por seguridad y para “dejarse llevar”, que para eso están de vacaciones. Y, pese a parecernos caro, no nos importó pagar ese importe, incluso más, si mereciese la pena. Sin embargo, aunque he de decir que, en general, quedamos contentos con las excursiones y los guías turísticos, la relación calidad-precio no era del todo satisfactoria. En especial en la visita a Estambul -que costó más de 120 euros por persona e incluía la comida en un hotel de cinco estrellas, el Barceló, y que resultó ser de buffet y no muy variado- y en la de Dubrovnik -por la que pagamos casi 40 euros cada uno- y consistió prácticamente en una vista panorámica y un recorrido a pie por la pequeña ciudad, aunque con unas explicaciones curiosas.
En fin, después de una primera noche en vaqueros y camiseta, mucho frío -pues el aire acondicionado en nuestra zona del comedor estaba a temperatura casi glacial, circunstancia que no se pudo mejorar en la semana de viaje-, y constatar de nuevo que los precios en el barco eran abusivos -una cerveza, cinco euros-, llegamos a Bari. Visitamos su casco antiguo y San Nicolás. Hasta ahí, bien. El problema del día fue que la excursión terminó a las 14.30 horas y cuando subimos al barco y nos dirigimos al comedor, una de las camareras nos espetó que estaba cerrado. Le explicamos que veníamos de la excursión y ella volvió a repetirnos de manera seca que el servicio había terminado, vamos, que no era problema suyo. Así que tuvimos que subir al puente nueve al buffet de la piscina. Aquello era increíble: colas para servirse por todos lados, mesas sin limpiar, pasajeros paseándose en bañador entre las bandejas… Por no hablar de la calidad de la comida. Si bien en las comidas que pudimos hacer en el restaurante Ceres y en las cenas en el Vesta -los salones del barco tenían nombres mitológicos-, los platos eran buenos, del buffet no se podía decir lo mismo. Un ejemplo, la “pegajosa” pizza era sólo de queso y tomate a pegotes encima de la masa. Y en el postre vino lo mejor: al terminar de comer fuimos a comprobar si las maletas habían llegado, como nos prometieron… No estaban en la habitación ni en recepción. Nos comunicaron que sólo habían podido traer unas pocas -que nos enteráramos, sólo tres familias fueron las afortunadas-. La llegada, pues, se posponía dos días más, al miércoles a nuestra llegada a Esmirna, ya que la jornada del martes tocaba Katakolon-Olimpia, donde no hay aeropuerto. El premio de consolación era que podíamos comprar ropa en el barco y pasar las facturas al seguro del viaje.
Fuimos entonces a la tienda del Costa Serena, donde nos encontramos con la mayoría de los afectados por la pérdida de equipaje. Y también nos encontramos con la pega común: no había mucho dónde elegir y los precios eran altísimos para unas prendas que en realidad no te gustaban pero que tenías que adquirir para ir presentable. Mi padre se compró un polo y unos pantalones y mi madre y yo un par de camisetas y unos pantalones cada una. La factura ascendió a casi 300 euros, sin contar los 70 euros de un biquini que dejé. Y sin saber con certeza si todo esto nos lo iba a cubrir el seguro. Al menos teníamos algo que colgar en el armario del camarote.
El martes por la tarde, después de la excursión y de comer mejor, esta vez pudimos llegar al restaurante, decidimos jugar al bingo. A todo esto, era una de las pocas actividades que se anunciaban por megafonía, ya que de la mayoría de temas de interés como el paso del barco por puntos clave, de otras actividades gratuitas o de los horarios de las comidas y espectáculos sólo te enterabas por el periódico ‘Today’, una especie de diario de a bordo que dejaban en la habitación por la noche con la programación del día siguiente; claro, es que con el bingo ganaban dinero y les interesaba avisarlo. Para jugar tenías que comprar un cartón triple -para un único bingo- que costaba 20 euros, es decir, te ‘obligaban’ a jugar con tres cartones independientes entre ellos para la misma partida, pero que adquirías juntos. Un ejemplo más del espíritu mercantilista que movía a la dirección del barco, que hasta el propio personal criticaba como nos lo hicieron saber algunos de los empleados con los que charlamos. Como era la primera vez que probábamos suerte, mi madre preguntó algunas dudas sobre las reglas, y una de las azafatas encargadas le contestó de mala manera. Y es que, salvo el equipo de animación, algunos fotógrafos y unos pocos camareros del turno de la cena, el resto del personal no poseía entre sus virtudes la amabilidad. Algo en parte comprensible por el problema ya mencionado de la falta de plantilla, aunque no disculpable.
Esa noche fue cuando se celebró la cena de gala con el capitán, tal como informaba el ‘Today’. ¿Con qué ropa nos íbamos a hacer la foto? Era la pregunta del millón. Algunos de los pasajeros que se hallaban en nuestra misma situación se habían comprado algo en la visita a Olimpia, pero no dejaba de ser ropa de ‘souvenir’, que no iba acorde con la elegancia que transmitían el resto de pasajeros -al menos la mayoría-. Y nosotros preferimos no comprarnos nada, y tampoco hacernos la foto con el capitán. Éramos como los patitos feos del barco y sentíamos que la gente nos miraba. La indemnización por retraso en la entrega de las maletas puede rondar el precio del billete en vuelos nacionales, según Aena. Además, el deterioro o pérdida del equipaje facturado o de mano se indemniza con hasta 736,74 euros por unidad. En vuelos internacionales, el límite de las indemnizaciones por pérdida, destrucción, deterioro o retraso del equipaje facturado está en 25,05 euros por kilo. Para el equipaje de mano, la responsabilidad está limitada a 489,20 euros por pasajero. Asimismo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TUE) ha dictaminado que la indemnización máxima que debe pagar una aerolínea por perdida de equipaje en la UE está limitada a 1.100 euros, cualquiera que sea el tipo de perjuicio y el modo de indemnización, tal y como establece el Convenio de Montreal sobre responsabilidad de las compañías aéreas. Ése es el valor material establecido de compensación. Pero, al margen de que sea justo o no y aunque a todos los perjudicados nos paguen este montante -que está por ver- ¿cómo devuelven, cómo remedian, no haber lucido esos trajes que te habías preparado especialmente para ese momento con tanta anhelo, perderte la instantánea con el capitán y tener que quedarte arrinconado para no llamar la atención, llegando a pasar cierta vergüenza? ¿Cómo alivian la ansiedad de no saber si vas a recuperar gran parte de tu armario en la que has invertido dinero, tiempo e ilusión?
Por fin el miércoles, al mediodía, nos entregaron las maletas. Bueno, una nos la entregaron en el camarote y otra tuvo que ir mi padre a buscarla a recepción, con la incertidumbre y el “alma en vilo” de no conocer su paradero exacto, si se hallaba allí o estaba rondando por los aeropuertos. Aparecieron sí, pero en estado lamentable: sucias, rozadas y una de ellas con el mecanismo del asa roto. Nueva reclamación que había que hacer. No obstante, lo importante era que habíamos recuperado nuestras prendas (¡mis vestidos, mis camisetas, blusas, pantalones, biquinis y zapatos!). A partir de ahí esperábamos que el viaje se enderezara, y algo mejoró, la verdad, al menos íbamos más cómodos y a gusto con nuestra ropa. Pero el daño estaba hecho y la falta de organización y mal servicio del Costa Serena no ayudó. Aun así, intentamos disfrutar lo máximo y traernos en el equipaje de vuelta -junto a las maletas- buenos recuerdos. Y, por si acaso, las prendas más valiosas las llevamos en la bolsa de mano. Esa lección y la de no volver a viajar con Costa Cruceros las hemos aprendido.
Rosa, Cierto que ha sido un desastre de viaje, pero creo que aquí todos tienen la culpa, Vueling por perder las maletas, Costa por hacer barcos grandes y vender todo el pasaje, y vosotros por no haberos informado un poco.
Lo siento pero muchas de las cosas que comentas te las hubieras podido ahorar si te hubieras preparado un poco el viaje, esto es algo que la mayoría se olvida de hacer, enterarse de donde va uno, y hoy en día internet nos ofrece muchas opciones.
Desde que los viajes están asequibles para todo el mundo, porqué los precios han bajado mucho, se ha perdido el «glamour» que cubria un precio alto, si viajas en compañías de Lujo, tipo Crystal, Seabourn, Regent… o de gama más alta como Cunard o Holland America, ya es otro cantar, no te se ocurra viajar con Pullmantur, Iberocruceros o MSC, lo puedes pasar peor.