Sara llevaba los apuntes de alemán de Miguel. Había quedado con él esa mañana para devolvérselos. Desde que se conocieron a principios de curso hubo entre ellos tensión sexual. De hecho, se habían enrollado, aunque fueron cuatro besos mal dados. Sara sabía que nunca se enamoraría de él -entre otras cosas, porque no quería enamorarse de nadie- y, cumplidos los 25, tenía claro que no estaba para tontear o por lo menos lo haría cuando y con quién decidiera. Por eso guardaba las distancias, y más sabiendo que Miguel pensaba con lo que pensaba -con la polla- y que para él era una espinita clavado no haber terminado la faena y la tenía ganas.
Con cierta reticencia aceptó la cita en la casa de Miguel. Vivía al lado de Montemar, cerca de ella. Sabía de sobra que iba a estar solo. Era verano y a mediodía el sol picaba. Picó el telefonillo. Al llegar a su piso, la puerta estaba entreabierta y cuando pasó al recibidor vio que Miguel salía a saludarla ataviado únicamente con una toalla de ducha atada en la cintura. Entre el calor y la escena, Sara se sofocó, y se notó, para complacencia del chico. ‘Me has pillado saliendo de la ducha’, dijo sonriendo. ‘No me digas, pensaba que recibías así a todas tus visitas, ja, ja, ja’. Ella no pudo evitar hacerle un repaso, el chico estaba bastante bien, las cosas como son: alto, cuadradete, gemelos poderosos, con melenita y pinta de golfo simpático.
Miguel la llevó hasta su cuarto, la segunda puerta del pasillo, tras el baño. Sara quería dejarle los apuntes y pirarse cuanto antes de allí, porque comenzaba a desconfiar, y mucho, de su determinación. ‘Muchas gracias, de verdad’, y le extendió la carpeta. Él la cogió recreándose en el roce con su mano. ‘Bueno, me tengo que ir’, afirmó Sara lo más convincente que pudo. ‘¿Ya?, quédate un rato, que hace tiempo que no nos vemos’. ‘Otro día, prometido, ¿vale?’, y se levantó de la silla.
Al despedirse en la puerta, Miguel se fijó en sus uñas, largas y limadas con las puntas cuadradicas, le pidió que le rascara la espalda, mientras le cogía las manos. ‘Anda, quita’, le reprendió ella con suavidad, soltándose. Pero esta liberación le duró poco porque él la abrazó, dándole besitos en el cuello: ‘Adiós’, musitó. Sara pudo sentir su piel, aún fresca por el baño, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Consiguió zafarse y llegar a la puerta. ‘Adiós’, contestó con la voz entrecortada y sin levantar la vista del suelo. Salió. Bajó por las escaleras, no se atrevía a arriesgarse a la espera del ascensor. Aceleró el paso. Oyó la puerta cerrarse.
Al oír el golpe se paró en seco. La sangre se le agolpaba en la cabeza. La carrera la había excitado. ‘¿Y por qué no? Él no tiene novia, yo tampoco tengo pareja. No hacemos daño a nadie y nos daremos un gustazo, no hay nada de malo. Los dos somos mayorcitos’, reflexionaba mientras se daba la vuelta y subía los escalones que la llevaban al rellano. Pensó en un buen pretexto para entrar. Tocó el timbre. Miguel abrió. Todavía vestía sólo la toalla. Sara iba a empezar a hablar, pero no tuvo tiempo, él la agarró y la empujó hacia dentro.
Cerró de un portazo. Contra la pared, la sujetó y la besó. Ella no se resistió. Empezaron a morrearse, a magrearse. La toalla cayó al suelo y Sara pudo ver su miembro firme. Miguel le arrancó su camiseta rosa y el sujetador y le cogió las tetas, que se le escapaban de las manos; le encantaban, eran grandes y estaban duras. Las sobó. Ella le apretaba y se restregaba contra él, abriendo las piernas y rozando su sexo con él todo lo fuerte que podía. Los dos estaban muy cachondos. Miguel paseaba su lengua por el esbelto cuerpo de su compañera, hasta el ombligo. Le hacía cosquillas y se le puso la carne de gallina. Ella le besaba el torso y le acariciaba. ‘Chúpamela’, le susurró con tono imperativo. No tenía importancia, fue una tontería, pero aquello, por lo que fuera, a Sara le pareció una orden y no le gustó. Quizás con un ‘por favor’ la cosa hubiera sido distinta, o dicho de otro modo, o por otro. No era una mojigata, le apetecía, pero que se lo dijera así no le sentó bien en ese momento. Hacía mucho tiempo que no obedecía a ningún tío, y no iba a ser una excepción, así que hizo caso omiso y siguió besándolo. ‘Venga, chúpamela’, pidió de nuevo. ‘No lo haré. Vamos a tu cuarto y follamos’, sugirió. ‘Sí, pero cómemela, un poquito’, dijo mientras le empujaba suavemente la cabeza hacia abajo. ‘Que no, coño’, vociferó Sara. Se había cabreado. Se despegó de él, con mala leche y a él se le bajaron las ganas. Se arregló la ropa y el pelo. ‘Mejor me voy. Adiós’. ‘Sí, venga, ya hablamos’. Miguel volvió a ducharse. Sara llegó a casa, se metió en la ducha y se masturbó.
Con el tiempo apartaron el incidente y continuaron siendo amigos, pero si quedan es en lugares públicos.