Fue en Nochevieja

Noelia, Pedro y Pili salieron de casa ya con el puntico, el Lambrusco de la cena y el champagne del postre hacían de las suyas. Pili, despistada como era, comprobó de nuevo que llevaba la entrada en el bolso. Allí estaba: Nochevieja 2003 en el ZigZag. Se fueron a casa de Toni, donde habían quedado con los demás. Allí descorcharon otra botella, como no podía ser de otra manera, para brindar. Bebieron. Como de costumbre, David llegó tarde. Lo había hecho durante toda la carrera. Serían cerca de las dos cuando Pili lo vio aparecer en la cocina de Toni. Hacía poco que se había cortado el pelo dejando atrás años de venerada coleta. A Pili le gustaba de todas las maneras. Siempre lo había hecho -por más que intentara negarlo-, había memorizado cada uno de sus gestos, y entre los dos había una complicidad íntima. Debajo de su abrigo oscuro, que le dotaba de un aire retro a lo Beatle, David llevaba un traje gris. Parecía que se habían puesto de acuerdo. Ella llevaba un vestido a media pierna y cogido al cuello en tonos grises y plateados, con sandalias plateadas de tacón de aguja atadas al tobillo. El pelo suelto, castaño, recién peinado de peluquería. Delgada, el atuendo resaltaba sus hombros y su cintura.

De camino al ZigZag, a un cuarto de hora a pie del piso de Toni -en Santa María de Gracia- hicieron un minibotelleo. Hacía bastante frío, las chicas eran las que más lo sentían. Estaban todos juntos, de risas y celebrando el Año Nuevo, ¿qué más podían pedir? Pili sabía muy bien desde hacía tiempo lo que deseaba, y algo le decía que iba a suceder.

Llegaron al ZigZag. Entraron en uno de los pubs de la primera planta. Estaban de fiesta, y se notaba. Al poco rato subieron al Cielo, en la última planta. Más música, más risas, más baile. Se quedaron más tiempo. Noelia se descalzó y puso los pies sobre una bandeja de plástico de un montón que había en una barra. Sonó la canción ‘A mi manera’, versión gitaneo, y Pili se marcó un zapateado para congratulación de los demás, sobre todo de David.

El alcohol agudizó la mente de Pedro y propuso una apuesta: ‘Si Martín y yo nos damos un pico, David le da un morreo a Pili’, soltó con voz pastosa. A Pili se le encendieron los mofletes -y otras partes de su cuerpo- pero disimuló como pudo. Además, sabiendo lo cortico que era David para esas cosas intuía que por ahí no iba a pasar nada. ‘Venga, vosotros primero’, dijo David entre risas. Pili se empezaba a poner algo nerviosa.

Pedro y Martín eran dos armarios roperos de cuatro por cuatro, por eso la escena de ese pico, con Pedro agarrando a su amigo y dándose un beso en los morros, fue totalmente hilarante. Cuando pudieron parar de reírse, David se motivó, se acercó a Pili y le preguntó si podía cumplir su parte del ‘desafío’ sin arriesgarse a que ella le diera una leche. Ella le contestó que no se la iba a dar, haría ese sacrificio. David la besó, durante más tiempo y más intensamente de lo que era estrictamente necesario para la apuesta. Hubo unas miradas cómplices entre todos, su relación de ‘ni contigo ni sin ti’ era un secreto a  voces. Se fueron a la barra y pidieron tequilas. Poco a poco el grupo se iba deshaciendo, era ya algo tarde y al final sólo quedaron David, Martín y Pili. Se fueron a otro pub de la planta de abajo.

Hacía más calor que en el Cielo, y había más gente. Se hicieron un hueco y siguieron los tres con la fiesta. Más música, más risas. Y ocurrió uno de esos momentos mágicos. Las manos de David y Pili se rozaron por casualidad y los dos se quedaron quietos, casi estatuas. La gente desapareció del local, la música se apagó y las risas cesaron; el mundo se detuvo bajo sus pies. Fueron sólo apenas unos segundos, pero en ese pequeño intervalo de tiempo Pili sintió más que con muchos polvos.

Entonces David, envuelto en la atmósfera de esa noche -y movido por el alcohol- tomó la iniciativa. Le hablaba despacio y muy pegado a su cuello y a su cara. Ella se estremecía viva a cada susurro, cada vello de su cuerpo estaba erizado, pero mantenía todavía en pie su toque de diva. Él se amarró a su cintura. Ella se derritió por completo. La besó. Se besaron. Se abrazaron más fuerte. Volvieron a besarse, con dulzura, con cariño, con deseo, con ansia. Cuando se despegaron, Pili se dio cuenta de que Martín se había ido también. Se sintió algo culpable por ‘haberle dado de lado’, pero sabía que a él no le importaba en absoluto. David también pensaba igual.

Salieron del local. Estaba amaneciendo. Decidieron ir a tomar chocolate con churros, ‘como manda la tradición’, afirmó David. Se sentaron en una terraza y engulleron el desayuno. En seguida Pili notó que no le estaba sentando bien. No pudo evitar la arcada, y devolver acto seguido, allí mismo, con tropezones de gambas incluidos. David se descojonaba, y seguía comiendo como si nada. Pili también se rió al volver del baño. Menos mal que habían servido una ración doble de confianza.

Se fueron del ZigZag hacia la casa de la abuela de Pili, donde dormía esa noche. Caminaban a paso lento, David la cogió de la mano y a ella le faltaba calle de lo henchida que estaba. Hacía tiempo que se había entregado por completo. Se iban besando y al llegar a un parque a mitad del trayecto, hicieron un alto. Él se apoyó en una verja verde y la atrajo con fuerza hacia sí. Se morrearon como bestias. Se devoraron. La mordió en el cuello, a Pili le dolió de placer. Ella comenzó a buscar la bragueta y su pene erecto le indicó el camino exacto. Él ya le había subido el vestido hasta la cintura y bajado el tanga rojo. Le metió un dedo, luego dos, mientras intentaba tapar sus vergüenzas con su abrigo. Ella le frotó con cariño y firmeza. Jadeaban. Cambió los dedos por su pene, más jadeos. El sol ya calentaba y la gente salía a la calle; la veían pasar, y a ellos los veían entre el sonrojo y el morbo.

Frenaron el ritmo, pararon. Se sentaron en unos escalones, se magrearon, pero con más serenidad y discreción. David le dio un mordisco en el cuello y la chica tuvo que morderse el labio inferior para no gritar de daño y de placer. Ese chupetón le duró más de una semana. Él sacó un cigarrillo y ella le dio una calada. Hablaron de ellos, aunque no dijeron mucho.

Pasado el mediodía se fueron. Se habían quitado los abrigos, la temperatura (no sólo la de ellos) había subido. David hacía tiempo que se había puesto las gafas de sol que disimulaban su cansancio, chico listo, pero Pili no había sido previsora y mostraba sin tapujos y con orgullo su maquillaje corrido. Estaba demasiado radiante como para que esto la afeara. Llegaron al edificio de su abuela. David la cogió de la cara y le dio un beso en la boca profundo, intenso y largo. Si en ese momento él le hubiera pedido irse a vivir a Zimbabwe o a San Petersburgo, ella le hubiera seguido con los ojos cerrados. Pili sonrió y subió flotando a la casa. La realidad superaba la ficción. Por incontables veces que se hubiera imaginado enrollándose con David -con sus múltiples variantes-, su mente jamás se acercó ni de lejos a contemplar los sentimientos que la embargaban ahora, y ésos sí eran palpables. Había saboreado cada segundo de esa noche, como el que prueba por primera vez un suculento manjar por el que se le había la boca agua. Era como si al hacer el amor hubieran sellado el vínculo creado años atrás entre los dos. Sin embargo, una cosa enturbiaba su ataraxia. Al entrar en el portal vio que se le había roto una uña. Era una señal. Ya le había ocurrido que cuando estaba con algún chico y sucedía eso la historia no acababa bien y ella terminaba por pasarlo mal.

Esta vez tampoco fue diferente, sólo dolió más. Ella le prestó casi toda su ilusión y su candidez y apenas recuperó unos jirones, que tardó siglos en coser. Dolió más, inmensamente más.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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